Dos
Sandras: una fea y otra guapa.
Vivían
muy cerca, inseparables.
La
guapa recibía sólo cortejos,
la
fea era la mensajera
entre
los pretendientes y su amiga.
Quien
trataba con una trataba
con
ambas.
Sandra
la guapa carecía de apodo,
la
otra contaba con un alud
de
sobrenombres. El más famoso:
Passasinghiozzo,
porque,
por fea, cortaba el hipo.
Fui
novio varias veces de la guapa,
o
sea que conocí a Passasinghiozzo
íntimamente
y de las dos
es
la que más extraño.
Tú
eres su preferido,
me
decía mirándome a los ojos
con
su nariz ganchuda,
de
un modo que dejaba ver
la
frase que latía en segundo plano:
tú
eres mi preferido.
¿De
verdad me quisiste,
Passasinghiozzo,
resignada
a
amar con las palabras de tu amiga,
como
quien sólo pisa otras pisadas,
o
tú también dijiste un día “te amo”,
y
a tu nariz, tu célebre nariz que odiaste
en
tu niñez y adolescencia
con
los años, la madurez, el sexo y un marido,
le
hallaste al fin su gracia?
Mensajera
de otros tiempos,
tú,
penumbrosa, homónima
de
otra que ya olvido,
descubro
hoy que sí te quise,
encadenado
yo también a otras pisadas
y
ciego a tu lealtad de corredora.
Tenías
muy buenas piernas,
en
efecto,
y
nadie de nosotros se atrevía a admitirlo.
En
medio de la paja del encanto
de
tu amiga
en
ti alumbraba esa hermosura de lo feo
de
mis mejores versos,
un
estilo que habría de ser el mío,
maestra
hallada hoy
después
de tanto tiempo y pienso
que
todos en algún lugar
de
nuestro cuerpo o espíritu tenemos
una
nariz de gancho
o
un labio leporino,
pero
unas buenas piernas
para
agotar de joven todas las carreras
y
adelgazarse como rama
que
guarda su secreto con fervor,
sólo
unos cuantos, y tú entre ellos. ~