Corría 1984 cuando pasé un semestre enseñando el Quijote en una universidad norteamericana. Nada más llegar, mis colegas me dieron un puñado de instrucciones. Las más complejas eran las relativas a la conducta sexual que debía observar, de la que he hablado aquí en alguna ocasión y que se parecía peligrosamente a la abstinencia total. El segundo grupo en importancia y prolijidad era el concerniente al vocabulario, con especial hincapié en los términos aceptables o condenables según la doctrina racistamente correcta. No podía llamar oriental a alguien de aspecto oriental, sino asian (asiático), aunque los hindúes, por ejemplo, pertenezcan a ese continente y sus rasgos difieran mucho de los de un chino o un japonés. Jewish (judío) era permisible en según qué contextos, pero más valía evitarlo en clase. Para hablar de la gente de raza blanca, era preferible recurrir al disparatado vocablo caucasian (caucásico), y en cuanto a los negros, por aquel entonces ya habían quedado malditas y bien abolidas tanto la palabra negro (dicha en inglés), como por supuesto su versión deliberadamente ofensiva (nigger), como asimismo la expresión que durante años se había considerado adecuada y respetuosa, coloured people o gente de color. ¿Qué me toca?, pregunté. Black, me respondieron, eso es lo que ellos quieren y lo correcto hoy. El hecho de que significara exactamente lo mismo que en español negro, tan intolerable entonces, les traía sin cuidado, claro está, no se iban a andar con etimologías. A black man, two black girls, no se hablara más. Era el nombre elegido por ellos y se acabó.
No sé cuánto más tiempo les duró el contento, pero no fue mucho, porque hace ya años que si uno emplea en los Estados Unidos la palabra justa de 1984, lo acusan de racista y puede perder su trabajo o algo más capital. Ahora, como bien sabrán, hay que llamar a gente como Michael Jackson (pese al lavado), Whitney Houston, Denzel Washington o Marion Jones african americans (un poquito menos largo en traducción, afroamericanos), del mismo modo que ya no puede referirse uno a Sitting Bull, Pocahontas o Gerónimo como a indios —no digamos a pieles rojas— si no quiere ser corrido a plumazos (este chiste me habría costado seguramente la cárcel allí), sino a native americans o americanos nativos, independientemente de que el grueso de la población del país sea tan nativo como el que más, al haber nacido en su territorio. Bien, si creen que la cosa es definitiva y está resuelta, van listos. Eso se creía en el 84 con lo de blacks, y aun antes con lo de gente de color, y ya ven. No pasará demasiado tiempo sin que los negros protesten por el ofensivo término que hoy tanto gusta: dirán que por qué han de ser llamados african americans si a los caucásicos no se les dice european americans, y que eso supone discriminación. O se les ocurrirá que el adjetivo african alude a la esclavitud del pasado y les da una connotación de extranjeros que a santo de qué; motivos para la queja no faltan jamás. En cuanto a los asians, un día caerán en la cuenta de que eso incluye a los hindúes y pakistaníes, con los que de pinta nada tienen que ver. O pedirán que se los llame westerners (occidentales) porque, según miran ellos el globo terráqueo, sus países de origen son el Extremo Occidente, y quién ha autorizado a los imperialistas caucásicos a apropiarse de la denominación. Y los americanos nativos, tan felices con su etiqueta hoy, se darán cuenta de que los despersonaliza y además los mezcla sin ton ni son, porque, oigan, ¿qué tendrá que ver un sioux con un seminola, un comanche con un cherokee, una arapahoe con un pawnee, acaso no leyeron a Thomas Mayne Reid y a Zane Grey, y no han visto mil westerns para saber que ni de aspecto nos parecemos? (Un apache luce melena y un iroqués va pelado con franja: es como confundir a Aerosmith con REM, al ex Beatle George Harrison con Yul Brynner: este otro chiste me habría valido celda de castigo, ya lo creo que sí.)
Me considero eximido de comentar el asunto en su ridícula traslación a España, pues ya se encargó hace semanas Arturo Pérez-Reverte, y contaba que a él siempre lo habían llamado blanco los que no eran de su raza. Parece haberse olvidado que todos hablamos desde la subjetividad, que esa es la manera más honrada de hacerlo y que no existe la objetividad absoluta. Que cada cual se llame como desee a sí mismo, pero que nadie imponga sus efímeras elecciones a los demás. Puesto que yo soy blanco, veo al negro como negro, lo mismo que él a mí me ve como blanco, sin que eso implique racismo alguno. Como soy moreno, veo a un rubio como rubio, y éste me verá como moreno a mí, eso es todo. Los verdaderos racistas son los que renuncian a su subjetividad y fingen adoptar la de otros, para complacerlos. Eso es paternalismo, peloteo, adulación, hipocresía, fariseísmo, como prefieran. Cuando oigo a alguien emplear las palabras negro, moro, indio, blanco u oriental, no lo supongo por ello un racista, aunque lo pueda ser. En cambio estoy seguro de estar frente a uno, y bien profundo, si le oigo decir afroamericano, magrebí, americano nativo, caucásico o asiático. Y lo peor es que no se imaginará siquiera lo muy racista que es. –
(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.