La
incomunicación y los malentendidos solían ser la
columna vertebral de la tragedia, los pretextos que empleaba el hado
para hacer su profana voluntad y desatar la maldición de los
linajes, el censo sanguinario de ciudades enteras, el destierro, el
caos y la muerte. No haber sido testigo de las conjuras entre dioses
y mortales; no haber escuchado atentamente lo que calló
Tiresias o el oráculo; no haber estado en el momento en que la
boca del mundo se abrió para confiar su augurio del combate
entre aqueos y troyanos a un guerrero que dormía, resultaba
tan funesto como haber tenido noticia del augurio y haber actuado en
consecuencia. Para cuando Edipo se dio cuenta de que un homicidio
imprudencial y contraer nupcias con una mujer madura no eran lo mismo
exactamente que un parricidio y cometer incesto con la madre, no
había nada más que hacer. Ya había sido cegado
por los celos de su propia sangre.
Sin
embargo, los malentendidos pueden ser el origen de una bendición
oblicua. Si Puck, a las órdenes del rey Oberón, no
hubiera colocado el jugo del amor en los párpados equivocados,
Hermia y Lisandro, Demetrio y Helena, no hubieran comprobado la
verdad a veces cruel pero siempre gloriosa de sus sentimientos. Si
algunos milenios después, muy lejos ya de la tragedia y un
poco más cerca de la mitología, un locutor no hubiera
preguntado dos veces a unos jóvenes por el nombre de su grupo
musical, The Who habría seguido llamándose The Detours
(Los Desvíos) o The High Numbers (Los Grandes Números).
“Los… ¿quiénes?”, preguntó el locutor
nuevamente, ahora sí confiado en registrar uno de los tantos
nombres olvidables que tuvo el cuarteto. “Eso es: Los Quiénes.
Somos Los Quiénes.” El resto del equívoco es silencio
e historia, no así el sonido y la furia de la banda en la voz
de Roger Daltrey, la guitarra de Pete Towshend, el bajo de John
Entwistle y la batería de Keith Moon.
A más de cuarenta
años de la salida de My
Generation (“Mi generación”), su primer álbum,
The Who, con todo y los reemplazos que ha sufrido en el bajo y la
batería a lo largo de todo este tiempo (Pino Palladino, Kenney
Jones, Zak Starkey), sigue tocando un rock de los aciertos, una
estridencia calculada y comunicativa, un vaticinio de la música
por venir.
El
arte no sólo mira el envés, sino el rostro futuro de
las cosas. Poco importa que nos hable en presente porque ignora el
paso del tiempo, aunque el tiempo mismo termine por reducir el arte y
al artista (o la visión y al visionario) a polvo. Cuando Allen
Ginsberg aulló largamente “He visto a las mejores mentes de
mi generación destruidas por la locura”, destapó y
examinó el cráneo de los años cincuenta, pero
cuando alguien toma Aullido y
lo lee, medio siglo después, continúa suscribiendo el
versículo de Ginsberg y asiente, en abierta sospecha de su
antigüedad.
Algo
semejante ocurre con la canción My
Generation, aunque la moira
le brinde una leyenda trágica que rebasa los escasos tres
minutos de su duración. Desde que la escuché por
primera vez, no dejó de asombrarme su ferocidad letrística
y la potencia de su sonido, que tan claramente anuncian el punk,
y su novedosa técnica de canto, que recuerda al Sprechgesang
(“o canto hablado”) de Arnold Schönberg.
En My
Generation, Towshend no sólo definió con
tino sociológico los predicamentos y contradicciones de la
juventud –tan invariables que aun yo me reconozco en ellos–, sino
que lanzó una oscura profecía como botella al mar que
más tarde fue devuelta a la playa. “Espero morirme antes de
envejecer”, canta en ella un Daltrey que no puede referirse a sus
contemporáneos sin tartamudear. Para Moon, al menos, el
antimanifiesto de Towshend fue su Casandra: una sobredosis de
pastillas terminó con él en 1978, décadas antes
de llegar a viejo.
“Yo
puedo ver La Torre Eiffel y el Taj Mahal en días claros./
Pensabas que necesitaría una bola de cristal para ver a través
de la neblina./ […] Yo puedo ver por millas y por millas.” La
música de The Who sigue sin errar el camino: ve lo que vendrá
(es decir, lo que ha llegado) sin nubes en el cielo, con la claridad
y la anticipación que otorga la supercarretera horizontal de
nuestra vida, nuestro estado del tiempo. En esa Teenage
Wasteland (o “Tierra baldía adolescente”) que
también ha escriturado mi generación, The Who sigue
percutiendo el mismo exabrupto, tocando el mismo desafuero,
tartamudeando la misma canción de las consignas juveniles. Su
pasado será la historia actual de los futuros. Habrá,
eso sí, que adivinar de quiénes. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).