No sabría cómo clasificar este libro.1 Aparenta ser una novela basada en la vida íntima y pública de Antonio López de Santa Anna, narrada por un testigo de los hechos que desembocaron en la pérdida de territorio mexicano; pero el autor interpreta ese periodo histórico a todo lo largo del cuerpo de la novela. Para los historiadores mismos la empresa no es fácil, ya que es uno de los momentos más dramáticos y menos estudiados de nuestro pasado, tanto por la frustración frente a la impotencia de México ante la injusta invasión norteamericana, como por la complejidad que acompañó a la fundación del Estado mexicano, tan impregnada de los partidarismos contemporáneos.
Hace unas tres décadas, estudios de historia económica y social del siglo XVIII novohispano hicieron que los historiadores cuestionaran la visión elaborada desde el siglo XIX sobre las primeras décadas de la vida nacional. Los historiadores se vieron forzados a romper con la tradición de separar la historia virreinal de la nacional, viéndola como una continuidad, y volver a los archivos para reconstruirla. De este proceso surgió una historia más coherente, que explica la vulnerabilidad que acompañó al nacimiento del México independiente, afectado por medio siglo de continuos cambios. En el último tercio del siglo XVIII, los Borbones impulsaron unas reformas administrativas y fiscales que afectaron profundamente la organización creada durante las dos primeras centurias del virreinato, que había permitido el florecimiento de la Nueva España. Ya estrenado el siglo XIX, se sumaron los cambios implementados por la revolución liberal española y las generadas en los once años de lucha independentista.
Pero eso no fue todo. Las crecientes demandas de la Corona española habían descapitalizado a Nueva España, de manera que, antes de iniciarse la lucha independentista, el rico y próspero virreinato estaba en bancarrota, como ha mostrado claramente Carlos Marichal.2 Así, al iniciarse la Guerra de Independencia, la prosperidad se había esfumado. Pero las consecuencias de la larga lucha, que hizo perecer la mitad de la fuerza de trabajo, no sólo dislocaron todas las ramas de la economía, sino que terminaron por desarticular la administración y el cobro de los impuestos, lo que afectó la productividad que mantenía. Por tanto, aunque la consumación de la Independencia fue recibida con gran optimismo, el nuevo Estado se fundaba sobre bases endebles, descapitalizado, con una economía estancada y cargado de una deuda exorbitante. En situación tan deplorable, forzado a expulsar a los españoles de San Juan de Ulúa y a defenderse de los intentos de reconquista, aumentó su deuda con dos préstamos ingleses que se convirtieron en la pesadilla de todos los gobiernos. Al mismos tiempo, la aparición del libro de Alexander von Humboldt, que describía las riquezas y el potencial de la Nueva España, contribuyó a despertar las ambiciones de las nuevas potencias comerciales, convirtiendo a México en el país más amenazado del continente. Ese complejo contexto nacional e internacional dificultó el funcionamiento de los diversos experimentos de gobierno: monarquía, república y dictadura.
Toda esta digresión sólo intenta mostrar las dificultades que conlleva reinterpretar ese periodo. Las aportaciones de los historiadores han logrado desplazar a la llamada “historia oficial”, que sólo suscriben malos maestros y políticos. No obstante, la era de las pérdidas ha quedado bastante relegada y por tanto arrastra inexactitudes y leyendas, sin reconocer la parte de culpa que nos corresponde como nación. Resulta más fácil atribuirla a traiciones, tanto que es posible que, si Santa Anna no hubiera existido, lo habríamos inventado.
Don Francisco Martín Moreno leyó parte de la bibliografía mexicana y norteamericana sobre la guerra de Tejas y con Estados Unidos, con lo que logró una visión general de los sucesos, pero no alcanzó a comprender los múltiples obstáculos que enfrentaron los pobres mexicanos que los vivieron. Claro que sería mucho pedirle al autor algo en lo que también han fracasado muchos profesionales. Creemos que Moreno se complicó la vida, pues una novela no requería tanta información, ni tenía por qué hilvanar una interpretación propia con tan pocos elementos. Entre la bibliografía citada están libros excelentes, como el libro de David Pletcher,3 junto a biografías noveladas, libros de divulgación y novelas como la de James Michener sobre la independencia de Tejas, utilizadas como si tuvieran el mismo valor. Es curioso que no mencione el libro de José María Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana, ni la obra clásica redactada en Querétaro durante la ocupación de la ciudad de México por varios testigos de los hechos, y publicada bajo el título de Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos,4 dos obras que le habrían permitido acercarse con mayor comprensión a los hechos.
Creo que el autor de México mutilado habría obtenido mejor resultado de haber seguido el camino de Leopoldo Zamora Plowes en su Quince Uñas y Casanova aventureros, que no estorbó su trama con tanta información y adaptó al género picaresco la sorprendente carrera de Antonio López de Santa Anna. Zamora se empapó durante largos años con la lectura de historias, descripciones y novelas contemporáneas al mismo periodo, lo que lo familiarizó con las ciudades y rincones de ese México en transición, y le permitió retratar la sociedad en toda su variedad, desde los miserables burócratas y soldados, siempre en vilo por la falta de pago y los cambios políticos, hasta los nuevos ricos, y del clérigo cínico, glotón pero compasivo, al capitán multiusos que lo mismo servía puestos de gobierno o asaltaba caminos cuando quedaba fuera del presupuesto. Zamora se refirió a los hechos de paso y para aclarar o presentar personas y lugares, incluyó unas sustanciosas citas, al fin de cada capítulo, que resultan útiles hasta para los historiadores. El libro resulta entretenido, aunque no estemos de acuerdo con la visión que refleja.
Moreno optó por ofrecer su versión de los hechos e incluso tratar de comprobarla con unas citas y una bibliografía que no logran cumplir con las exigencias del caso. El autor se toma libertades literarias, lo que es comprensible, pero intenta probarlas; además, se empeña en narrar no sólo la complicada historia del México de esa época, sino también la norteamericana contemporánea, lo cual multiplica los errores, naturales por las fuentes utilizadas. Lo peor es que eso afectó la trama, que muchas veces se pierde en medio de tanta información. Es posible que eso haya hecho comentar a Germán Dehesa, en la presentación del libro, que tanta información había dañado “el coeficiente estético de la narración”.5
En su advertencia inicial y su breve prólogo, el autor confiesa que fue la rabia que le despertaron las pérdidas de territorio mexicano la que lo llevó a escribir el libro. Ello es comprensible, pero el móvil es inconveniente para reconstruir los hechos, pues la ira obstaculiza la comprensión, tal y como le sucedió a la historia oficial con el resentimiento. Moreno quiere desmentir que la contundente derrota la produjo la inferioridad militar, y la atribuye a “una cadena de traiciones sin nombre, tanto por parte de los militares como de los políticos y de la iglesia católica” (p. 10).
No cabe duda de que el General veracruzano es difícil de juzgar, pues, amén de sus pecados, está lleno de contradicciones. No es posible defenderlo, pero tampoco hay que atribuirle las culpas de la transición y de la general falta de experiencia para la difícil empresa de fundar un Estado. Santa Anna era ignorante, irresponsable, corrupto y pésimo general, pero un buen soldado que, a su entender y con sus limitaciones, quiso servir a su patria. Sus paisanos fueron sus fieles seguidores, porque los comprendía y los apoyaba en sus necesidades, tanto en el ejército como en sus haciendas.6 Su pasta de líder es aceptada y fue lo que le permitió organizar ejércitos, sin recursos, varias veces. Lo consideramos cobarde porque firmó los tratados de Velasco en un contexto en que se clamaba por lincharlo, pero olvidamos que permaneció en Tejas largos meses, encarcelado y con grilletes. Su personalidad contradictoria lo llevaba, según varios testimonios, a exponerse en las batallas, al tiempo que su narcisismo le impedía atender los consejos de generales profesionales. De ese modo, tomó la decisión incorrecta de fortalecer el oriente de la ciudad, cuando su Estado Mayor pensaba que el general Winfield Scott atacaría por el sur, como en efecto lo hizo. El error más imperdonable fue ordenar el retiro del campo de la Angostura durante el segundo día de la batalla, justificándolo por la falta de agua y alimento, sin considerar que la única posibilidad de abastecerse estaba en Saltillo. En cambio, la decisión de atacar a Zachary Taylor en Saltillo, que había ocupado, resultó de la presión sobre el General veracruzano por la prensa. Poco después de su llegada, Santa Anna se apresuró a partir hacia San Luis Potosí para fortificarlo y disciplinar y entrenar voluntarios. Pero la prensa de México se empeñó en acusarlo de traición o de gozar en esa ciudad de “las delicias de Capua”. Su amor propio lo llevó a avanzar hacia el norte a enfrentar a Taylor, en lugar de dejar que éste fuera el que cruzara la desértica ruta.
Sin duda, como lo afirma Moreno, Santa Anna disfrutaba del poder por razones frívolas: recibir halagos y distinciones y repartir favores; pero le fastidiaban los problemas nacionales, que esperaba que resolvieran sus ministros. Por eso no tardaba en solicitar permiso para atender sus dolencias en sus haciendas, desde donde se mantenía al tanto de la política. Esa manera de ejercer el poder le permitía hacer regresos estratégicos. Tales ausencias hicieron que el tiempo total de su gobierno fuera menor que el de Anastasio Bustamante. Tampoco fue el más revoltoso, pues el general Mariano Paredes se pronunció el mismo número de veces, aunque sólo una vez resultó triunfante y por apenas siete meses. Lo más difícil de comprender es que muchos lo consideraran indispensable para la defensa o la reconquista del orden. En 1846, desterrado en La Habana, lo llamaron los radicales comandados por Valentín Gómez Farías; y en 1853, exiliado en Colombia, fue invitado por todos los partidos a volver para establecer un “gobierno fuerte”. En Veracruz lo recibieron dos planes de gobierno: el del conservador Lucas Alamán era un proyecto para instaurar una transición dictatorial hacia la monarquía, mientras que el del puro Miguel Lerdo de Tejada diseñaba un proyecto de desarrollo económico y patrocinaba la fundación del Ministerio de Fomento.
Aunque el principal apoyo de Santa Anna fue el ejército, contó con el de los comerciantes del puerto de Veracruz, de los tabacaleros y algodoneros de ese Estado y, especialmente de los usureros; su irresponsabilidad lo llevaba a aceptar préstamos en condiciones ruinosas. Pero si analizamos con lupa a los que hemos exceptuado de sus pecados, advertiremos su lado oscuro. Así el monarquista, iturbidista, republicano y conspirador profesional Valentín Gómez Farías, que gobernó dos veces como segundo de Santa Anna, favoreció a los mismos usureros y utilizó la infamante “ley del caso” para desterrar a todos aquellos que podían oponerse a la reforma liberal proyectada por los radicales en 1833. En 1846, a pesar de estar en guerra el país, Don Valentín no dudó en promover un pronunciamiento para traer a Santa Anna y restaurar la Constitución de 1824. El cambio de gobierno, y la rebatiña de puestos de ayuntamientos, poderes estatales y federales que produjo, distrajeron la atención de la guerra. Ese temor, precisamente, había hecho al federalista José Joaquín de Herrera conformarse con promover reformas en 1845. Por cierto, hay que aclarar que Herrera no le madrugó el poder a Mariano Paredes (p. 100). El 6 de diciembre de 1844 el Congreso, apoyado por el Poder Judicial, desaforó a Santa Anna y a Valentín Canalizo (propietario y sustituto del Ejecutivo) y, de acuerdo con la Constitución vigente (las Bases Orgánicas), Herrera, como presidente del Consejo de Gobierno, asumió el Ejecutivo provisionalmente.
El federalismo mexicano de la Constitución de 1824, en 1846, dejó al gobierno federal sin facultades fiscales, pues la reservaba a los estados, que colaboraron poco a la defensa.7 Al gobierno nacional se le reservaban los cobros de las aduanas, pero, al quedar en manos de los norteamericanos, no tardaron en contribuir al costo de la ocupación.
La forma en que el libro retrata a la sociedad y a la Iglesia resulta casi grotesca. Sin duda las dos requerían una reforma, pero Moreno debía recordar que todo lo humano alberga a buenos y malos. Gran parte de la jerarquía eclesiástica era retardataria, pero tenía distinguidos miembros progresistas y muchos masones. Por estudios recientes y documentación de archivo sabemos que no es posible afirmar que la Iglesia fuera “aliada del invasor, al igual que Santa Anna” y que, por el contrario, colaboró en la defensa de diferentes maneras. La escasez de capital líquido era general, pero la Iglesia contaba con crédito. Es cierto que la corporación acumuló propiedades, casi todas urbanas; poseyó también haciendas que fueron muy productivas, el considerarlas como bienes de “manos muertas” se refiere a su falta de circulación, tan necesaria para multiplicar la riqueza.
En su afán de hacer historia, Moreno se remonta también al intento de reforma del 1833, sobre el que hace afirmaciones dudosas. Es indiscutible que la Iglesia deploró la abolición de la coacción en el pago del diezmo, pero entre los más afectados estuvieron los gobiernos estatales, que recibían un porcentaje de su cobro y, como favorecía a los hacendados, el decreto nunca se revocó. Los obispos suscribieron “representaciones”, por medios legales, contra las medidas anticlericales, pero sólo resistieron las reformas que afectaban las “potestades espirituales” (como la ocupación de curatos y cargos vacantes).8 Por otra parte, es bueno recordar que buena parte de la riqueza de la Iglesia, hasta la aplicación de las Leyes de Reforma, proveía la mayoría de los servicios sociales (asilos, orfanatos, escuelas, hospitales, cementerios).
Adentrado en las hazañas santanistas, Moreno también menciona los acontecimientos de 1835 y el ataque a “Zacatecas por oponerse a la República centralizada”. El malentendido es total, pues el ataque no tuvo lugar ante la deserción de la milicia y la huida de su comandante y el gobernador. Santa Anna simplemente ocupó la ciudad. Por otra parte, Zacatecas no resistía el centralismo, sino que, junto a Coahuila y Tejas, desafiaba el decreto aprobado por el Congreso Nacional el 31 de marzo de 1835, que reducía la milicia cívica. No fue sino en junio cuando en el Congreso se empezó a plantear la posibilidad de adoptar el régimen centralista, justificado por el desafío zacatecano y el movimiento de independencia de Tejas, que parecían darle la razón a los que pensaban que el federalismo estaba en camino de fragmentar la República. Moreno atribuye la rebelión tejana al centralismo y a la erección de aduanas. Los tejanos, en su declaración de independencia, se quejaron de tiranía militar, de intolerancia religiosa y del centralismo, pero las verdaderas razones fueron la apertura de la aduana y la esclavitud que, por las leyes del Estado y de la República, estaba destinada a desaparecer. Al quejarse de intolerancia, se olvidaron de que habían entrado como católicos y habían gozado de privilegios que no tenían otros mexicanos, pues habían recibido tierra casi gratis, ya que, a diferencia de Estados Unidos, que había utilizado la venta de baldíos para sanear su hacienda pública, México decidió otorgar enormes concesiones de tierras para poblarlas.
Moreno hace gran uso de libros de difusión que privilegian las anécdotas, lo que parece apropiado para una novela, pero no para su fin de contar “la verdadera historia”. A veces sus citas desmientan sus afirmaciones, como cuando el autor atribuye el deplorable levantamiento de los polkos al periodista Moses Beach, el agente enviado por Polk a México para asegurarle a la jerarquía eclesiástica que Estados Unidos respetaría sus propiedades, citando a Pletcher y a Merk que mencionan el fracaso de la misión de Beach, quien tuvo que salir huyendo. Por fuentes documentales sabemos que el levantamiento lo organizaron los federalistas moderados, opositores del vicepresidente Gómez Farías, quien ejercía la presidencia en ausencia de Santa Anna. Los moderados consideraban que la salida de Gómez Farías del gobierno era indispensable para la defensa del país, ya que su radicalismo dividía a la nación.9
Aunque Polk estaba dispuesto a apoderarse del territorio mexicano, prefería evitar la guerra para evitar costos materiales y morales. Por eso no dudó en explorar todo camino que lo lograra. Uno fue enviar un ministro plenipotenciario con diferentes ofertas de compra, pero el gobierno mexicano no lo recibió por falta de credenciales apropiadas. También intentó sobornar a Santa Anna. Desde hace mucho se conocen las visitas del coronel Atocha y el agente Alexander Slidell Mackenzie a Santa Anna en La Habana. El veracruzano parece haber actuado como típico vivillo. Sabía que las costas estaban bloqueadas por la flota de Estados Unidos, circunstancia que le impedía cruzar si no se comprometía a facilitar la firma de un tratado de paz “favorable”; lo que no se ha podido comprobar es que lo cumpliera. Cuando las huestes norteamericanas estaban en el Valle de México, Santa Anna aceptó un soborno de Trist y Scott, pero el mismo Pletcher reconoce que lo hizo para ganar tiempo para la defensa de la ciudad. De todas maneras, como el acuerdo hecho en La Habana con Mackenzie se filtró a la prensa, la noticia despertó la desconfianza en el presidente y comandante general del ejército, lo que vulneró aún más la frágil situación mexicana. El autor pasa por alto el contexto político mexicano, tan dividido. La Constitución de 1824 (y, después de la guerra, la de 1857) mantenía al Legislativo como el poder fundamental. Eso hacía casi imposible un equilibrio de poderes que respondiera a la situación del país, puesto que estaba polarizado y, al terminar sus sesiones a mediados de 1847, después de decretar que el Ejecutivo no podría firmar un tratado de paz, dejó a Santa Anna solo ante la guerra.10
Para los historiadores especializados en el periodo, la derrota de México era del todo previsible. Para la década de 1840 el país se encontraba en condiciones lastimosas: en bancarrota, con una economía estancada, un ejército poco profesional, con armas obsoletas y una artillería de corto alcance que tenía que enfrentarse a armas modernísimas y artillería de largo alcance. Desde las primeras batallas, esta asimetría desmoralizó al ejército, que no contaba con servicios médicos ni de intendencia. El ejército iba seguido por las familias de los soldados, para alimentarlos y curarlos, lo que obstaculizaba el avance. La inferioridad del ejército mexicano es indudable. El norteamericano era pequeño pero profesional, con armas modernas, bien abastecido y con servicio hospitalario y hasta con salario. Estados Unidos pudo movilizar varios ejércitos para atacar simultáneamente diversos frentes y, gracias a la inmigración, contó con miles de voluntarios que podía entrenar. El Septentrión mexicano estaba prácticamente despoblado y el país, en su totalidad, tenía la tercera parte de población que Estados Unidos, y su economía paralizada contrastaba con la dinámica norteamericana.
Por si fuera poco, el contexto internacional también le fue adverso al país. El gobierno mexicano cifró su única esperanza en que las pretensiones de Polk sobre el Oregón provocaran una guerra con Gran Bretaña, misma que se esfumó al firmarse un acuerdo. Francia y Gran Bretaña, interesadas en detener la expansión norteamericana, habían instado a México a reconocer Tejas para evitar “mayores pérdidas”, pero ningún gobierno lo hizo para no pagar el precio de la impopularidad de la medida, a pesar que desde 1840 los políticos estaban convencidos de la imposibilidad de recuperar Tejas. Un grupo pequeño pero influyente creía que sólo si se adoptaba la monarquía se obtendría el apoyo de Europa. Esta posibilidad la sobrevaluó el gobierno español, conspirando para instaurarla, justo en vísperas de la guerra, lo que incrementó la discordia nacional y dejó a México entre dos amenazas. El verdadero traidor, Mariano Paredes y Arrillaga, comandante de la división de Reserva, aceptó el proyecto monarquista y utilizó el único ejército armado, uniformado y disciplinado con que el país contaba para asaltar el poder, en lugar de obedecer la orden de marchar al norte amenazado.
Casi no vale la pena señalar los múltiples errores que presenta el libro. Algunos son pequeños, como considerar cada vuelta de Santa Anna al ejercicio del Ejecutivo como una nueva presidencia (p. 621). Tampoco es cierto que Santa Anna disolviera el congreso de 1833 (p. 50). Canalizo ordenó la disolución en 1844, lo que resultó en el desafuero de los dos. Moreno acepta la acusación tejana de la dictadura santanista en 1835, cuando gobernaba Miguel Barragán; sólo fue dictador de 1841 a 1843 y de 1853 a 1855. Se habla de embajadores, en lugar de ministros extranjeros, pues las representaciones de todos los países no fueron elevadas a categoría de embajadas sino mucho más tarde. También habría que eliminar las afirmaciones de que el obispo de Puebla bendijo la bandera norteamericana y hospedó a los invasores, y que Scott “llegó a la plaza de la Constitución entre vítores y aplausos provenientes de los balcones repletos de aristócratas y de buena parte del sector adinerado del país” (p. 12). El diario de Carlos María de Bustamante, que vivió ese amargo día, no lo menciona, y por otras fuentes sabemos que casi todos habían abandonado la ciudad. La interpretación de Moreno debe derivar de la idea posterior de algunos políticos tradicionalistas que, impresionados por la capacidad de Scott para cobrar impuestos e imponer el orden, trataron de retenerlo. En realidad los más acusados de traición fueron los federalistas radicales, por su admiración hacia Estados Unidos y por ocupar algunos cargos durante la ocupación.
A pesar de que en su bibliografía se incluye el libro México al tiempo de su guerra con Estados Unidos, no parece haberlo leído, pues en él habría descubierto la variedad de experiencias estatales durante la guerra. También se habría dado cuenta de que la declaración de neutralidad de Yucatán la dictó el pragmatismo: evitar que los norteamericanos bloquearan los puertos yucatecos, algo esencial para una región cuyos alimentos dependían del exterior.
El título mismo del libro, México mutilado / La raza maldita, causa escozor. No cabe duda que ha resultado atractivo para la venta, pero preocupa a los interesados en la reeducación de los mexicanos. Convencida de que el complejo de inferioridad de los mexicanos deriva de la carga histórica que provocó el pobre desempeño que el país tuvo durante aquella guerra, sólo podría combatirse con una narración honesta que explicara por qué era imposible ganarla ante la inferioridad de recursos, de armas y del ejército, y de nuestros aliados. Podríamos subrayar que México se negó a rendirse a pesar de las costosas derrotas. Ha sido nefasto historiar el evento empeñados en encontrar culpables. Individuos como Paredes debilitaron a la nación, pero su traición sólo facilitó la derrota. Como los partidos políticos, que optaron por acusarse unos a otros, los federalistas radicales acusaron a los tradicionalistas por haber impedido eliminar las instituciones “caducas” heredadas del virreinato. A su vez, los tradicionalistas acusaron a los federalistas de haber debilitado a la nación al “copiar la constitución norteamericana”, sin aceptar que el federalismo mexicano había sido la respuesta al regionalismo generado durante el virreinato.
La guerra era inevitable y, como todas las de conquista, injustificable. La asimetría aseguró la victoria para la nación que estaba en expansión y con instituciones más sólidas. México, en proceso de la difícil transición para construir un Estado, se vio amenazado por el monarquismo europeo y el expansionismo norteamericano. Sin duda, perdimos ese enorme territorio porque no lo pudimos poblar. Lo paradójico es que lo hemos poblado cuando ya no era nuestro.
Desasosiega la versión y el mensaje que trasmite este libro a un público desconcertado y lleno de incertidumbres ante las dificultades que la nueva transición nos presenta. Me queda el temor de que sirva para abonar el cinismo o la decepción. Eso es algo que le quita el sueño a cualquier educador que sigue confiando y no se rinde a la moda de hablar mal de México. –
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