La Caravana por la Paz es un hecho sin precedentes; lejos de las agendas de los partidos, de la disputa por el poder que inunda los medios y desata una lucha de intereses donde participa la clase política, los empresarios y sindicatos, los poderes públicos y fácticos, incluido el crimen organizado, un grupo de alrededor de quinientos ciudadanos, encabezados por Javier Sicilia, Julián Le Baron y Olga Reyes Salazar, seguidos por un grupo de decenas de víctimas de la violencia y apoyados por defensores de derechos humanos, comunidades eclesiásticas de base y personas de todas las identidades imaginables (estudiantes, ambientalistas, indígenas, poetas, teatreros, payasos, músicos, maestros, sindicalistas, chamanes, filozapatistas, altermundistas, amas de casa, cineastas, periodistas, ojos, oídos y bocas de las más diversas posiciones políticas y sociales, que van del izquierdismo radical al kundalini yoga), partían el 5 de junio de Morelos, para visitar el Distrito Federal, Michoacán, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Coahuila y Chihuahua, y encontrarse en el camino con cientos de víctimas de la violencia que asuela el país y compartir con ellos experiencias, brindarles solidaridad y consuelo y abrir espacios públicos para escuchar su dolor e indignación.
Esta movilización tuvo dos momentos: el primero, el más extenso y valioso, fue la caravana misma, el encuentro con los habitantes de las ciudades y con las víctimas y agraviados de cada entidad, con la gente de pueblos y rancherías que salió al paso para celebrar el esfuerzo de Sicilia y sus acompañantes por poner fin al silencio que pesa sobre las víctimas, que a este momento suman decenas de miles de mexicanos. Un segundo escenario tendría lugar en Ciudad Juárez, donde la cita a un diálogo sobre la agenda del Pacto Nacional y sus seis puntos convocó mayor interés entre los activistas, organizaciones políticas, sindicales y estudiantiles que acompañan la caravana, pero que no habían tenido la oportunidad de expresar sus proyectos ni sus cosmovisiones (marxistas, anarquistas, animistas, católicas, cristianas, humanistas, etcétera), ya que los frágiles templetes que se levantaron en las distintas ciudades estaban reservados para las víctimas, con la única excepción de la poesía, que en todas las plazas abría y cerraba el uso de la palabra, para dar paso después a un minuto de silencio.
Participar en la caravana nos cambió definitivamente la imagen del país: la indefensión de la ciudadanía frente a los hombres de la muerte es absoluta, el furor criminal es de una enfermedad mental aterradora, la autoridad es omisa, cómplice o directamente forma parte del crimen organizado. La desgarradura es terrible, el dolor no para. Me vienen en cascada las imágenes que escuché relatadas en las diferentes ciudades: talamontes escoltados por policías, las cabezas rodando en las carreteras, la madre a la que le mataron tres hijos, el niño al que le mataron al padre, el rostro de un muchacho asesinado en Monterrey desfigurado a balazos tras ser abatido por soldados para dificultar su identificación, la madre a la que le mataron al esposo y hoy tiene que defender a su hija adolescente del asedio sexual de los asesinos, los jóvenes detenidos en las plazas públicas de los que no se vuelve a saber nada, los adictos acribillados en centros de recuperación miserables, las muchachas a las que se violó y mutiló hasta provocarles la muerte, los defensores de derechos humanos asesinados en la calle, a pleno día, para escarmiento de la sociedad, y lo de siempre: ni ministerio público ni investigación ni juez ni justicia. Impunidad, simulación y crueldad de parte de los servidores públicos, centenares de licenciados, policías y militares haciéndose literalmente pendejos, cuando no encubriendo a los agresores e intimidando a las víctimas.
En Juárez, una parte del movimiento, la integrada por universitarios educados en la radicalidad discursiva, decidió que era el momento de la grilla: tomar la moderación y la relatoría de las mesas, pedir uno tras otro la palabra para repetir las mismas ideas que sus correligionarios, cansar a quienes piensan diferente, en fin, lo que se conoce en la jerga universitaria como “ganar la asamblea”. Esta acción, un tanto pueril, obligó a Sicilia y a Emilio Álvarez Icaza a desconocer algunos de los “acuerdos” tomados en las mesas, sobre todo aquellos con los que se pretendía impedir el contacto con las autoridades y se condicionaba cualquier diálogo al regreso del ejército a los cuarteles. Sicilia les dijo a estos jóvenes que de ninguna manera permitirá que se coaccione el derecho a hablar de este colectivo, el de las víctimas, que se propone justo lo contrario: expresarse por todos los medios, hacer oír su voz en todos los espacios, convertirse en interlocutores de las instituciones para ser capaces de obligarlas a reconocer los efectos de la guerra y a modificar las políticas públicas en favor de la paz y no de la guerra.
La respuesta de los medios a este desencuentro entre una expresión de la izquierda universitaria y el movimiento tiene dos extremos patéticos: de un lado, el de aquellos que ven en el proverbial infantilismo de izquierda el rostro encubierto del crimen organizado, con lo que se insiste en uno de los mitos de esta guerra: el de que todas las víctimas tienen cierto grado de vinculación con los criminales, e insistiendo en el peligrosísimo error de criminalizar la protesta social (posición que favorece el camino de la represión policíaca o la supresión violenta por parte de los múltiples grupos criminales que operan en un escenario de inexistencia del Estado de derecho). Del otro lado está Octavio Rodríguez Araujo con su artículo “Congruencia, poeta”, que celebra que el poeta católico haya sido “rebasado por la izquierda”, y que las contradicciones en el seno del movimiento hayan provocado su radicalización revolucionaria. De un lado aquellos que ven al poeta como un tonto útil manipulado por las fuerzas oscuras (o las malas compañías); del otro, quien considera al poeta un blando que aún cree que el diálogo con la burguesía sirve para algo, un cursi que considera que el amor puede sensibilizar el corazón de los poderosos, un pequeñoburgués romántico al que hay que imponerle de una vez el programa revolucionario que la izquierda verdadera enarbola desde el 2006.
Ante esta situación, Javier envió una carta en que aclaró su punto de vista, unas palabras que van dirigidas a todos los que participaron en la caravana pero que también busca hacer recapacitar a ese grupo de muchachos, más o menos de la edad de su hijo, y a quienes no estigmatiza, pero con quienes no piensa jugar el juego de la asamblea permanente y la multiplicación de las consignas.
Los movimientos sociales son a veces grandes ejercicios pedagógicos, y este movimiento está dando una clase magistral de responsabilidad civil y dignidad (como en la concentración de San Luis Potosí, donde Le Baron y Sicilia emplazaron a los manifestantes a dejar el lenguaje de las mentadas y a cambiar el país con amor e inteligencia). En cada mitin las víctimas de la violencia le han mostrado al país que no todos los mexicanos son corruptos, cínicos y criminales, que también existe una ciudadanía pacífica y valiente, que a pesar de estar amenazada por criminales y/o autoridades, de no tener acceso a la justicia y ser ignorada por la clase política, está convocando a la refundación de una república pacífica a partir de la defensa de la verdad, la justicia, la fraternidad, la participación democrática y el bienestar público.
La caravana abrió un espacio imprescindible para la expresión de quienes han padecido las peores consecuencias de la guerra; hoy ese trabajo debe traducirse en una red nacional de apoyo y construir un relato diferente al que ha divulgado el gobierno y han repetido las televisoras (el drama reducido al asesinato entre sicarios, criminales abatidos por las fuerzas del orden y unos cuantos civiles enterrados en la fosa común de los “daños colaterales”). El otro terreno en el que se mueve el movimiento es el de la política, pues el testimonio que difunde revela lo que Javier Sicilia llama el pudrimiento de las instituciones y la absoluta corrupción del poder político en México. Pedirles a las víctimas que además de su duelo, desde la absoluta indefensión que han padecido, se hagan cargo de la refundación de la nación, es pedirles demasiado, es un acto más de injusticia. Por eso el movimiento necesita del diálogo, porque tiene que hacerse oír en el Senado y con los diputados, en las procuradurías, en Palacio Nacional, en los cuarteles, en las universidades, en los medios y en la plaza pública; porque no se trata del reclamo de otro sector social con demandas particulares digno de ser atendido por operadores políticos, por profesionales de la neutralización o la cooptación, sino de la voz de cientos de personas que nos alertan sobre el avance del fuego en un país sin ley envuelto en un baño de sangre. ~
(ciudad de México, 1962) es promotor cultural, editor y poeta. Es director del Museo de Historia Natural y de Cultura Ambiental.