Cartas desde y hacia la verandah de Salvador Elizondo

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Como si hubiera querido gastarme una broma cruel de las que sólo se consienten los grandes y muy viejos amigos, Salvador Elizondo murió el 29 de marzo de este 2006, precisamente el día de mi 72 cumpleaños. Malvado azar que vino a terrenalmente cerrar una amistad de medio siglo, en los inicios de la cual, cuando estaba él de viaje por Europa o en los Estados Unidos, nos carteamos algunas veces. De la primera correspondencia nuestra no conservo las piezas porque me fueron robadas por un erudito amante de los autógrafos. Años después, habiendo pasado Salvador y yo la mayor parte de nuestras vidas en la Ciudad de México, no fue necesario seguir carteándonos, sino hasta sus últimos dos años, en los que el ya mítico solitario hombre de la veranda (su stevensoniana y conradiana verandah) había reducido a lo mínimo sus salidas, el uso del teléfono y casi todas las formas de vida social hacia “el exterior”, hacia cualquier parte fuera de la paterna casa de la cerrada Tata Vasco, en Coyoacán.

Transcribo para Letras Libres esta terminal correspondencia, suprimiendo en mis cartas algunos párrafos de interés escaso y meramente circunstancial. Las supresiones se indican con paréntesis cuadrados y puntos suspensivos. Las notas al pie son mías.

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7 de julio de 2003.

José de la Colina, a orillas del Churubusco:

Querido Pepe, hace un mes que quiero escribirte para darte las gracias por tu espléndida Teoría de S.E. en el número de Biblioteca que me dedican este bimestre.1 Tu artículo es el más cercano a mí. Tiene una carga de 50 años de amistad, a veces lejana, otras veces cercana; siempre cierta y sincera. Me acuerdo de nuestras rondas nocturnas cuando teníamos veinte años. Tengo muchas cosas que agradecerte: tu conversación inteligente y vehemente, tu inteligencia ávida y sensible, tu amistad discreta y durable a lo largo de tantos años. He cambiado mucho con los años; ahora soy un viejo más sabio pero menos inteligente y más lento que entonces… Ya leo poco; solamente los libros que escriben mis amigos, entre los cuales está Libertades imaginarias. Espero que no te ofenda que lo considere un gran libro amateur, es decir un libro que no está escrito por dinero sino por el gusto de escribir, que para algunos como nosotros es el más grande que hay. Tú lo entendiste muy bien leyendo mis escritos. Ahora ya dejé de ser profesional y gozo cabalmente mi condición de escritor aficionado que se cumple igual que hace 60 años en mis cuadernos en los que sólo guardo, como M. Teste, lo que desearé mañana. Ese mañana de entonces ya llegó y me nutro de los gratos recuerdos de una juventud que en sus mejores momentos hemos compartido. Gracias mi querido Pepe. Dale de mi parte un beso a María y tú recibe la gratitud de tu amigo que te abraza,

Salvador.

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8-VII-03

Querido Salvador:

Te escribo en la noche del mismo día en que Paulina me dejó tu carta. […]. Me ha emocionado todo lo que escribes acerca de nuestra ya longeva amistad que, me parece, ya está cerca del medio siglo. ¿Fue hacia 1955 que nos conocimos discutiendo de cine en las funciones del cineclub del IFAL,2 aquellas a las que también asistían Flores Olea, Enrique González Pedrero, Julieta Campos, et al., y que conducía José Luis González de León, “la bruja”? […] Por esos días al salir del IFAL “callejeábamos”, buscando en una especie de delirio ambulatorio nocturno por las calles de la Roma, intentando encontrar lo insólito de ciertos aspectos de ese rumbo, por ejemplo un mero guiño de luz de una ventana rota que reflejaba la luna a nuestro paso, la boca sórdida de un respiradero de sótano, ese rarísimo pasaje, El Parián, que se abre en la avenida Álvaro Obregón, y otros… Una vez fui a visitarte a tu casa paterna que, a menos que confunda recuerdos, es esa misma de Tata Vasco, la calle cerrada con la esquina en que hay esa tiendita miscelánea con pequeño cobertizo o alero y (¿todavía?) argollas en la pared frontera para amarrar los caballos. Como se decía ya por entonces (¿ya se decía o no?), me “apantallaste” con una serie de dibujos picassianos de aquel estilo que coincidía en el tiempo con las muchachas de cola de caballo y las chicas “snobs” de Filosofía y Letras, que eran conocidas como integrantes de la Orden del Ojo de Venado. ¿Fue también el tiempo en que planeabas una revista que iba a llamarse NO (pues S. NOB vino luego) y que decidiste que había que precelebrarla, por lo cual nos fuimos al Jena3 sin un centavo, pero allí tenías crédito por tu padre y nos emborrachamos con champagne y hasta invitaste a nuestra mesa a Agustín Barrios Gómez con el grupo de coristas francesas a las que por supuesto tratábamos de conquistar y no pudimos hacerlo porque ya nos caíamos de las sillas de tan borrachos y luego en un taxi volvimos a tu casa donde me invitaste a quedarme a dormir, lo cual me “apantalló” aún más, porque yo estaba melodramáticamente viviendo la novela del joven pobre amigo del joven rico, digamos el ratón de campo y el ratón de ciudad. Qué recuerdos, querido Salvador. Más tarde te irías a Europa y nos carteamos algo, yo debería tener tus cartas de entonces, pero me las robó R***; yo vivía en ese tiempo en un cuarto que me alquilaba la mamá de R*** (el mismo departamento, no sé si en la calle de Londres o la de Hamburgo, donde años más tarde R*** asesinaría a tiros a un joven amante de su exmujer, L*** B***) y acababa de publicar mi primer librito, del cual no quiero recordar ni el título, de modo que me sentía ya autor, infeliz de mí, y tú me parecías un genial touche-à-tout, sin prever que no tardarías en convertirte en mucho más autor que yo, mientras que yo, ay… dejemos eso, que duele.

Como ves, voy escribiéndote largo. Paulina me ha dicho que lo que más te gusta ahora es el género epistolar y resulta que a mí también, por lo que temo que con la edad y nuestra vocación de epistoleros despertemos un día convertidos en marquesas del siglo XVIII francés.

Pero ya me enredé en digresiones, cuando en realidad quería hablarte de la emoción que me causó tu carta con tu grafía inconfundible, tus recuerdos, el primer comentario que te leo, u oigo, de un libro mío. ¡Medio siglo de amistad ya, lo cual está muy bien, salvo porque hemos envejecido! Qué canallada la de los años, Salvador. No el tiempo: los años. Eso que dice el poema de la Sinfonía Antártica.4 El tiempo no es los años, ¿verdad? El tiempo, Bergson dixit, o es invención o es nada. Los malditos son los chingaqueditos años, la gran trampa. Me acuerdo de lo que decía nuestro capitán to the eternity Joseph Korzeniowski Conrad: “Cuando yo era joven creía que iba a durar más que el tiempo, que todos los hombres y que el mar”. Aunque por el otro lado, ¿águila o sol de la moneda?, qué bien está dicho el vulgar dicho español (como todos los dichos españoles, geniales precisamente por su increíble vulgaridad): “¡Que me quiten lo bailao!” Y, à propos: ¿con quién bailas en una de las fotos de Biblioteca, de quién es ese cuerpo fresco e inmortal de muchacha que nos niega su rostro? […]

No me molesta en absoluto que llames “amateur” a mi libro Libertades imaginarias publicado en nuestra casi quimérica casa editorial Aldus –¡oh al fin el libro con el áncora y el delfín!, sello inmortal de la Buena Imprenta. Aparte de que me emociona también que, acaso por primera vez, me hables (escribas, grafíes) de algo escrito por mí en formato de libro, y te lo agradezco, debo aclarar que se trata de textos escritos por un profesional del periodismo cultural, mi enfer professionnel que diría Cocteau […] pero, dentro de ese marco, escribo algunas piezas con verdadero placer, como por sólo darme gusto, y tú has captado perfectamente en qué sentido son textos amateurs. Gracias. […] Claro, el ideal es el sueño de Flaubert, el libro creado en el vacío, sin asunto, sin personajes, sin nada más que la escritura engendrándose ella misma. O ser como el duque de Saint-Simon o como el pícaro Restif de la Bretonne […], escritores torrenciales e inteligentes que escriben increíblemente más rápido que su pensamiento y lo hacen aún más inteligente. (Tengo los siete tomos, Pleïade, de Saint-Simon. ¡Qué fascinante océano de escritura! Temo que un día se me acabe, o que yo me acabe antes.) No me extraña que tengas, ¿cuántas dices?, cinco mil páginas inéditas; navegar es necesario, llegar no lo es tanto. En fin…

[ …] Te abraza

José de la Colina.

 

3

[Navidad de 2003]

José de la Colina

Riberas del Churubusco

Querido Pepe:

No te doy explicaciones ni pretendo decir nada de este libro5 que hace cuarenta años me parecía difícil de entender pero que ahora me resulta muy claro. Estoy seguro de que ya lo conoces porque tú has leído todo. Te lo mando como testimonio de nuestra larga amistad. El libro y la corbata ya pocos los usan y yo prefiero mandarte en estos días mejor un libro que una corbata. Comparte mis buenos deseos con María y recibe un abrazo de un viejo amigo.

Salvador.

 

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lunes 5 de enero de 2004

Querido Salvador, aunque tarde, tarde en el tiempo, pero, espero, no tarde en la vida, respondo a tu carta de antes de final del año enriquecida con tu magnífica traducción, o, mejor, tu lectura de Monsieur Teste (¿por qué no Tête, de una vez?). Gracias por ese libro que, dices, no habías entendido hace cuarenta años, y eso no te lo creo, yo juraría que lo comprendiste ab ovo, pues como Teste eres de esos solitaires qui savent tout avant tout le monde y que han tué la marionnette y trabajan en un lugar mental absolutamente puro, inaccesible para muchos, including me; un lugar en que el humor (y ¿verdad que esa obra es humorística?) es la última, la definitiva cristalización de la inteligencia. ¿Te enfadas si en eso de “Me voyant me voir, et ainsi de suit”, de Valéry, creo ver el origen de tu Grafógrafo? […]

Hace poco encontré, en el archipiélago de librerías anticuarias de las calle de Donceles y alrededores, un par de números de S. NOB, esa ave rara en el mundo revistero mexicano (¡y los encontré entre números de Vea y Vodevil!).6 Una madeleine mojada en té proustiano, un regalo del azar a la nostalgia. En uno de esos números está el cándido ensayo “Método de aprovechamiento terrorífico de una ciudad” que, muy imbuido del Paysan de Paris de Aragon, escribí a propósito de esas noches en que le buscábamos el misterio a la ciudad: buscábamos intoxicarnos con la otra posible cara de la realidad ordinaria, y cómo envidio al Elizondo y al De la Colina de entonces, tan inocentes que interrogábamos al mundo sobre el misterio que quizá no tiene, o quizá sí tiene, pero de otro modo. […] No sé si estarás de acuerdo conmigo, pero lo terrible de envejecer es que, tal vez porque la mera biología empieza a cobrarnos la cuenta, el mundo se le hace a uno más espeso y resistente que de costumbre, pero menos misterioso. Y me temo que para volver a hallarle misterio al mundo, y por lo tanto volver a ser joven, debería uno convertirse en el niño de Vallecas, en el cual Velázquez supo hallar la testa erguida de la estupidez total, la mirada del cabal vacío interior… y eso no: mejor que se pierda el misterio.

Como te escribo tardíamente, no quiero prolongar esta carta. Te envío, menos generoso que tú, mi traducción del Contra Uno, de la Boétie,7 que procuré poner en español con un sabor parecido al de una excelente prosa francesa del XVI, pero sin hacer anticuarismo y, mucho menos, sin caer, horror, en el casticismo. Un abrazo a Paulina y a ti, de tu viejo amigo

José de la Colina.

 

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Domingo 7-III-04

José de la Colina a orillas del Churubusco.

Querido Pepe:

No sé exactamente qué día es tu cumpleaños, pero sé que it’s in the air. Acabo de salir del quirófano hace unas semanas estrenando una nueva mandíbula y dentro de tres días voy otra vez para que me quiten toda la “tlapalería” de grapas y bridas que todavía llevo entre la marquetería de mi flamante manducatorial hecho con el peroné de mi pierna izquierda. He dicho a mis hijos que Mr. Merrick es al elefante lo que yo soy al hipopótamo, pero en fin, ya veremos los resultados finales dentro de unos días o al fin de año. El hecho es que por ningún motivo quiero que llegues a los setenta años sin celebrar los cincuenta que hemos sido amigos; unas veces cercanos, y otras veces distantes, pero siempre constantes. Así es la vida. La constancia, aunque sea lejana, vale más que una frecuencia convencional y puramente de aparato. Mi circunstancia clínica no me permite una nostalgia tan minuciosa como la de las cartas que me enviaste cuando yo cumplí los setenta, pero mis sentimientos, aunque menos literarios que los tuyos, son igualmente intensos. A los setenta se vuelve uno serio a chaleco, por lo menos ese ha sido mi caso. No sabe uno muy bien de quién ya se despidió y el ambiente de quirófano y de una inmovilizadora enfermedad casera sólo permite celebraciones sumarias como esta que te hago entre un viaje en camilla y otro. ¡Salud, Pepe! Y ojalá y que esta amistad y esta celebración duren, por lo menos otro tanto. Te abraza, como siempre

Salvador.

 

6

Miércoles 31 de marzo de 2004

Querido Salvador Elizondo, sentado en tu verandah:

Respondo a tu carta del domingo 7 de marzo de 2004, y cuido de citar aquí la fecha porque –no sé si a ti también te pasa– cuando se llega a (como dicen los hipócritas) la “tercera edad”, es decir: al tiempo de recordar, le resulta a uno importante fijar “fotográficamente” las fechas. Leer esa carta me ha causado desasosiego porque me cuentas hasta con escalofriantes detalles de esa “tlapalería de grapas y bridas” que te han puesto. Sé por Paulina que has sido muy valiente, es decir todo lo contrario de quien esto te escribe, que siempre va a cada cistoscopia mensual estremeciéndose en una viril cobardía. Reconforta, sin embargo, saber que aún no estamos hechos polvo, que seguimos siendo inmortales del momento, es decir inmortales mientras no nos muramos. […]

Y a propósito: durante la comida en tu casa, con la tan grata compañía de Paulina Lavista de Elizondo, de Hilda y Eduardo Lizalde, de Sandra y Mario Lavista, de Jorge F. Hernández y Javier García Galiano y Pablo Elizondo Lavista y mi María, más unos divinos chiles en nogada correctamente fríos y sin capear (manjar que se perdió el fisiólogo del gusto monsieur Brillat-Savarin y que creó tu Paulina la de la Mirada), me calentó el corazón que inesperadamente nos encontráramos evocando tú y yo, para asombro de los demás, una película que hoy está olvidada por todo el mundo: Random Harvest,8 en México llamada En la noche del pasado, ¿o tal vez En la niebla del pasado? Una película de Melvyn Leroy, que posiblemente no sea gran cine, pero qué importa, si ninguna otra que yo recuerde ha sabido ejemplificar el milagro de la memoria como ese melodrama lo hace con el momento final en que un hombre (Ronald Colman, la mejor voz inglesa del cine), en un zigzag de olvidos y remembranzas determinado por el azar (una herida de guerra, una mujer eventual en la persona maravillosa de Greer Garson, la amnesia, una nueva vida que en realidad es la continuación de la original, un ministerio, una huelga que como ministro se debe resolver, el viaje en tren a un pueblo que se cree desconocido, la necesidad de fumar y el súbito recuerdo de una tabaquería “a la vuelta de la esquina” ¡en el pueblo que dizque nunca visitó!), logra recuperar su identidad y lo que fue, vivió y amó. El milagro del recordar. Y si bien contra el veneno de la vejez no hay antídoto, sí se puede combatir acatando el lugar común de que recordar es vivir. De acuerdo: recordar es vivir sólo virtualmente… pero peor es nada, ¿o no, Salvador?

[…] Impresión tan o más fuerte, pero sin duda de mayor calidad me deja la relectura de tu Elsinore.9 Aunque no he compartido la experiencia particular que allí cuentas –ese colegio militar norteamericano a la orilla de un lago que tu mágica escritura hace parecer inmenso, brumoso, novelescamente escocés, un lago que es el mar de La isla del tesoro, la isla de la mocedad–, sí compartí, desde otros ámbitos y desde vivencias paralelas el aire de los años en que esa historia ocurre. Y tu relato me trae a la memoria una gran parte de los pequeños o grandes elementos mitológicos de época, que van desde la chamarra de piloto de Dana Andrews10 a los carteles de la segunda gran guerra, más muchas otras cosas que no están en el texto visible, pero que sí siento yo que respiran por debajo de la línea de flotación (lo que no está visible, pero sí está, como la parte sumergida, y mayor, del iceberg), desde la ubicua frase en las vallas: Killroy was here, y, pasando por las pin-up girls de Vargas y las proclamas de Winston Churchill y los closeups en que se daban el último beso de despedida Bogart e Ingrid Bergman,11 y las portadas del magazine Fortune dibujadas de línea maestra por Bartolí, hasta las muy sabrosas músicas de las big bands, con sus ya aromáticos títulos: Blues in the night, Time after time, Long ago and far away dicha y casi susurrada por Sinatra, inclusive Chattanooga choo-choo cantada briosamente por la inverosímil Carmen Miranda (una mujer que siempre me pareció de “caricatura animada”), y el cocktail medias de seda que se podía tomar en Lady Baltimore (en Madero casi esquina con San Juan de Letrán), y ese casi lied cantado por Vera Lynn: You are always in my heart, que era versión de un bolero de Alberto Domínguez llamado Sortilegio de mujer; etc., etc. Y… a propósito: tengo un disco con esas piezas, titulado Songs that won the war/Hollywood Canteen, fíjate, ¡Hollywood Canteen!, una frase cargada de temps perdu, y hay en él los bailes que las stars del cine hollywoodense ofrecían a that soldier of mine (de ellas) en la II Guerra, que es “nuestra guerra”, la que vivimos como una gran aventura que nos ofrecía el mundo entero… Y cierra la grabación con “broche de oro”: un locutor con un parlamento acerca del racionamiento de gasolina, y así se acaba de colocar las anteriores piezas en situación, como si brotaran en el presente. […]

Querido Salvador, espero que estés ya enteramente reconstruido, saludablemente dispuesto a tener una fuerte y sabrosa discusión conmigo en la verandah de ayer, de hoy, de siempre, como las peleas verbales que teníamos en el ifal y Nuevo Cine a propósito del neorrealismo y Einsenstein y los lentes Martelet, ¿te acuerdas?, y que disculpes esta carta demasiado “pasatista”, esta carta en que me he perdido hablando de la fragancia del vaso, es decir de la memoria como quedadiza constancia en ese cristal en que estuvo el vino que ya se bebió. Ya sabes lo que dice una de las más bellas canciones mexicanas: “La vereda quitarán, pero la querencia cuándo”. Yo oigo verandah donde dice vereda, y sé que nadie ni nada nos quitará tu/mi vereda/verandah.

“Que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero…” 12

Un abrazo a ti y a Paulina en este 31 de marzo de 2004.

Tu siempre amigo

José de la Colina. ~

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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