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Hace unos días me topé con una curiosa nota sobre un médico florentino que asegura que tras la enigmática sonrisa de la Mona Lisa no se esconde otro misterio que una enfermedad, más bien común, llamada bruxismo o hábito involuntario de apretar y rechinar los dientes. Cuenta Vasari que para pintar el retrato de la mujer de Francesco del Giocondo Leonardo contrató a un grupo de músicos y bufones para alegrar a la modelo. A decir del doctor Surano, el intento resultó inútil, pues la sonrisa contenida de la joven es prueba indiscutible de que se encontraba sumida en un espasmo incontrolado de opresión dental, provocado por el esfuerzo de posar para el gran maestro. Aparte de ser una muestra ejemplar de razonamiento acrobático y flotante, la tesis del galeno (sólo la última de las que cada año llegan para revelarnos el secreto de la Gioconda) nos habla de la vitalidad milagrosa de la Mona Lisa. Ni siquiera la frecuencia desmedida de reproducción parece ser letal para ella, quien llega al siglo XXI con quinientos años y con un cuarto propio de 25 millones de francos.
     En realidad, los doscientos metros cuadrados que el Museo del Louvre, gracias a la Nippon Television, destinará a la presentación estelar de la Gioconda, son una bicoca si pensamos que la dama recibe seis millones de visitantes al año (i.e., en promedio 16 mil cada día, que, de coincidir en la sala, podrían ocupar algo así como un centímetro cuadrado cada uno). Pero el público conoce el camino (y si no, puede pedir el mapa de los highlights de Louvre). Sus miembros pasarán a lo mucho tres minutos al interior de la habitación buscando un resquicio entre la multitud de espaldas y, después de pagar el tributo de fetichismo ante ella (¡la original!), correrán al bazar de postales, camisetas y calendarios que el museo ofrece como coda y que, por desgracia, se vuelve el único momento placentero de la experiencia. Pero qué importa, ya pueden decir que la vieron. You're the Nile, you're the Tower of Pisa, you're the smile of the Mona Lisa.
     Es difícil imaginar que la reiterada y bruxítica Gioconda de la que hablamos sea la misma Lady Lisa que Walter Horatio Pater, en su libro El Renacimiento, describe como "una belleza modelada en la carne desde dentro, el sedimento, célula tras célula, de pensamientos extraños, sueños fantásticos y pasiones exquisitas". Mona, la verdad, ya no te conocemos. En otro tiempo, cuando el Louvre todavía no era el caótico centro de peregrinación masiva y distracción vacacional que es hoy (cuando sólo era un caótico centro de atesoramiento y acumulación), la Joconde, como le dicen los franceses, aunque siempre admirada por algunos connaisseurs, se presentaba como una obra maestra más de la colección de pintura italiana del museo. En 1911, sin embargo, el mundo entero volteó a verla: el gran robo, pintoresco episodio porque Picasso y Guillaume Apollinaire se vieron implicados y fueron interrogados por la policía, la lanzó a la fama. La Mona Lisa apareció en Italia (de donde, en palabras del ladrón, no debería haber salido nunca) dos años más tarde y la primera plana de todos los periódicos anunció su regreso al Louvre que, desde luego, la esperaba con bombo y platillo: la reina quedó entonces coronada. Seis años más tarde, Duchamp se sumó a la fiesta. Su versión: L.H.O.O.Q. (letras sin sentido pero que leídas de corrido y en francés revelan que elle a chaud au cul). Este célebre "readymade corregido", que consiste en una fotografía de la Gioconda con bigotes y barba, provocó un escándalo similar al del gran robo, pero esta vez todos salieron beneficiados: Duchamp se divirtió infinitamente leyendo las indignadas críticas y el Louvre empezó a cobrar por utilizar la imagen de su reina. La bestia de dos cabezas (el arte y la moda), de la que nos advierte Tom Wolfe, apenas había probado a la bella sonriente. El toque final lo daría el préstamo de la Mona Lisa a los Estados Unidos (concedido por André Malraux), en 1963 (por cierto, el año en el que Andy Warhol realizó su famosa obra, Four Mona Lisas). Las dos mujeres más famosas del mundo, Jackie y Mona, reunidas en un mismo cuarto: locura total. Después seguirían la clonación sistemática y la reventa.
     Nadie mira el arco iris, decía Goethe, cuando ha estado más de media hora en el cielo. El Louvre, familiarizado con esta observación, recibe encantado los 25 millones que la televisora japonesa le regala a su arco iris. ¿Volveremos a verla con los ojos enamorados de Pater? –

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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