Frecuentemente, la crítica literaria en Hispanoamérica se limita a la reproducción de dualismos que presentan relaciones banales, sesgadas y poco productivas según las cuales se aprecia el movimiento de “lo literario” como fenómeno social. Se nos indican los autores y los libros entre tradición y ruptura, entre canon y contracanon, entre masculino y femenino, y a través de esa perspectiva se pierde una gran variedad de formas de leer, al ser sustituidas por una estrecha variedad casi algorítmica de títulos en los que el tema o la actualidad son más importantes que la riqueza estética: nada más habría que ver la lista reciente de los cien mejores libros españoles en El País para constatar esto. En la era de la inmediatez, un ejercicio crítico profundo y avezado resulta menos interesante que una hot take viral que simplifique o caricaturice un corpus literario hasta el cansancio. Así, es fácil llegar a conclusiones forzadas y barrocas como querer cancelar a Vladimir Nabokov por haber escrito Lolita o la tan viral como inconsecuente y absurda consigna “Elena Garro era mejor que Octavio Paz”. Estamos en el hervidero de una perspectiva distinta del arte, influida por lecturas encimadas, descuidadas, pero (eso sí) diversas. Habrá que advertir que si lo que nos espera es el puritanismo fordiano que tiende a leerse en las redes sociales, esta época pinta para ser sumamente aburrida.
Producto de esta necesidad de leer cosas distintas, o de crear narrativas cambiantes para un mundo en acelerada transformación, es la búsqueda por recuperar autores que fueron en su tiempo, muchas veces injustamente y otras no tanto, ignorados o poco leídos: la recuperación reciente de la obra de Emiliano González (uno de los primeros y mejores ejecutantes de la weird fiction en México) y el emprendimiento editorial de la unam con su serie Vindictas demuestran que estamos en uno de los mejores momentos para ser un escritor “de culto”. En la poesía, una referencia que parece volverse cada vez más ineludible es el antes poco conocido Abigael Bohórquez: nacido en Caborca, Sonora, en 1936 y fallecido en Hermosillo en 1995, el escritor se ha cimentado como una referencia clave para entender la producción de muchos poetas mexicanos jóvenes, aun sin formar claramente parte del canon literario ni ser una referencia académica estándar. De un tiempo para acá, es cada vez más usual encontrar ponencias sobre él, artículos que tratan su obra, poemas suyos en redes sociales o alguna antología de su trabajo en pdf escaneada por ahí.
Después de su recuperación crítica, impulsada principalmente por el poeta y performer Gerardo Bustamante Bermúdez (editor de su obra reunida en el Instituto Sonorense de Cultura, un libro que permite el acceso a su trabajo pero adolece de un aparato más hagiográfico que crítico o contextual), así como por acercamientos de Hernán Bravo Varela (en Los orillados) y Julián Herbert (en Caníbal), Bohórquez se podría entender en la amplia tradición de la poesía homoerótica mexicana. Sus poemas comparten el sentido del humor con Salvador Novo, la cadencia y la habilidad metafórica con su maestro Carlos Pellicer, y una cierta sensibilidad cercana a la cursilería, que remite a Amado Nervo. Otro de sus maestros, Efraín Huerta, le enseñó el valor de la musicalidad del habla popular, que le otorga a su escritura una falta de pretensión sumamente atractiva. Algo que distingue, sin embargo, a Bohórquez de esa breve enumeración de influencias es el ejercicio abierto y expresivo de la sexualidad: escribe el tacto y el deseo como pocos poetas en México. En él los impulsos que suelen, en nuestra tradición, caer en el ocultamiento y en la sugerencia salen a la luz y protagonizan los textos, como nos hace ver el poema inaugural de Digo lo que amo:
Tómame,
deshónrate, sométeme, contrístate, obedéceme,
enloquece, avergüénzate, desúnete, arrodíllate,
violéntame, vuelve otra vez, apártate, regresa,
miserable, amor mío, lagarto, imbécil, maravilla,
precipítate, aúlla.
Aquí, sin embargo, no quiero detenerme en las particularidades que distinguen a Bohórquez o que lo convierten en poeta de gran interés académico y popular (habrá que ver las lecturas críticas de Ignacio Sánchez Prado, Juan Rogelio Rosado, César Cañedo y el mismo Bustamante para abordar eso), sino que quiero ensayar sobre lo que lo convierte en un poeta clave para entender la literatura mexicana reciente, y que no se limita a su expresión de la sexualidad, a su uso de métricas y estilos líricos diversos, o a la claridad emocional de su escritura.
Me parece esencial entender a Bohórquez como un poeta distinto, en temperamento, historia y estilo, a lo que generalmente suele hacerse popular en nuestro ecosistema literario. En lugar de construir universos retóricos complejos (como exigieron las vanguardias), el sonorense utilizó la poesía como una forma de expresión de la vida cotidiana: sus textos se centran en lo autobiográfico y en lo memorioso, contándonos episodios que bien podríamos compartir (el encuentro amoroso, la relación con la madre, la muerte de la mascota) utilizando un lenguaje múltiple, que combina un preciosismo barroco (modelos formales como la elegía, el epitalamio y la oda le son comunes) con la energía de lo profano, poniendo un gran interés en el habla popular de Sonora o de la Ciudad de México y en las expresiones verbales de la disidencia sexual. En sus mejores poemas, estos niveles de lectura se encuentran para darnos retratos precisos de personas que no conoceremos (Poesida, 1996), claves sensibles para acceder a la experiencia amorosa (Navegación en Yoremito, 1995) o églogas atemporales para las partes más ignoradas de la ciudad (Las amarras terrestres, 1969). Integral para entender esta poesía es, también, su dedicación a la educación popular, su estancia de décadas en la delegación de Milpa Alta, y su no pertenencia (en parte por elección, en parte por falta de oportunidades) al statu quo de la poesía mexicana de su tiempo. A pesar de sus relaciones de amistad y linaje con algunos poetas fundamentales (los ya mencionados Huerta y Pellicer), Bohórquez, hasta hace poco, fue una presencia liminal: pocos poemas en antologías, un nombre en alguna secundaria, un poeta entre tantos que vivió una vez por aquí.
Quizás es por todas estas cosas que el sonorense tiene una presencia muy distinta en las letras mexicanas actuales. Sus poemas resultan cercanos y latentes, expresan emociones cotidianas con una sinceridad atronadora; su aproximación al cuerpo y al deseo desde la diferencia muestra que la sexualidad existe en la poesía mexicana, y puede ser escrita con la felicidad y la diversión con que también puede ser experimentada; su recuperación de palabras que ya nadie usa, de expresiones familiares y de fórmulas cliché, nos lleva a reconstruir la memoria de cosas que escuchamos una vez, y luego fuimos perdiendo. En una tradición que tiende a privilegiar la complejidad y la unicidad en la escritura sobre la calidez y lo personal (habrá que ver a otros poetas fundamentales de su generación, como el tan brillante como impenetrable Gerardo Deniz o el monumental sarcasmo de Eduardo Lizalde), Bohórquez ofrece un camino diferente tanto en la vida como en la poesía. Muestra una forma diferente de dedicarse a esto, al margen del juego de coqueteos y miradas a un Estado cuyas maneras de impulsar la cultura son ahora un recuerdo lejano, y siempre adscrita a una posición epistemológica más vital que de pensamiento: “Sucede todo / incluso la poesía, / en un cuarto de hotel, como este, / antipoético.”
Si bien otros poetas antes y después de él (vienen a la cabeza Jaime Sabines, Enriqueta Ochoa, José Joaquín Blanco, Ricardo Castillo) han transcurrido territorios estilísticos más o menos similares, Bohórquez es, quizás, quien mejor cumple la necesidad de ocupar un espacio en nuestro cambiante canon literario. En su escritura aparecen las paradojas de “lo mexicano” desde el otro lado, lo que no se dice, lo que no se nombra, ahora amplificado hasta hacerse evidente: donde, para quien no es cercano a la poesía, ser poeta conlleva un tanto de cliché monástico y solipsista, Bohórquez no se preocupa por la metafísica; sus poemas tratan de vida, identidad, deseo, carne. Frente a la idealización de la “poesía total” que en muchas ocasiones se entiende como tema fundamental de nuestra tradición (por la atención al poema largo y a la nitidez conceptual), el sonorense utiliza los elementos aprendidos de sus maestros personales para hacer una poesía sobre lo mínimo, propio y colectivo, que queda como una forma de manifestarse ante los embates hostiles del mundo.
En este sentido, sería fácil leer a Bohórquez desde el pragmatismo que Gilles Deleuze y Félix Guattari (en un momento excepcional de claridad) nombraron “literatura menor”, una literatura que existe en latencia dentro de la tradición en general, que nace de la necesidad política de nombrarse y se identifica con “escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”.
{{ Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor [trad. Jorge Aguilar Mora], México, Ediciones Era, 1983, p. 32.}}
Bohórquez, en tanto poeta homosexual, fronterizo y proletario, puede entenderse como un escritor “menor” con todas las de la ley, que adapta los principios formales de la misma poesía naturalista y metafísica que aprendió de Pellicer con la atención a lo popular y “callejero” aprendida de Huerta, para subvertir ambas dimensiones mediante su exploración de la disidencia sexual en el lenguaje. Si bien el corpus literario de Bohórquez está profundamente imbricado en el canon de la poesía mexicana, toma, por su naturaleza, una distancia fundamental ante él: es, me parece, en este conflicto que es más claro por qué su trabajo resuena tanto entre los escritores jóvenes.
La actualidad de la poesía en Hispanoamérica, con su influencia de corrientes como la poesía de la experiencia española o las escrituras del yo que cunden en los posgrados de creative writing de estirpe estadounidense, busca acercarse a la experiencia íntima, en detrimento de otras escrituras más despersonalizadas o puramente estéticas. Alrededor de nosotros se publican libros en los que el yo lírico se identifica de inmediato con el autor, poemas que suenan más a burdas confesiones personales que a textos complejos; estos escritores y sus públicos pueden, fácilmente, acercarse desde ahí a la obra de Bohórquez, pero encontrarán, al salir de ella, algo radicalmente distinto. Si bien su poesía puede ser leída bajo una serie de polaridades académicas (un poeta queer en una tradición machista, un escritor hombre que se enuncia en muchas ocasiones desde lo femenino, un poeta fronterizo en una tradición centralista, etcétera), lo que lo convierte en un autor ejemplar para nuestros tiempos no es la susceptibilidad que su figura tiene de acomodarse en una economía crítica que se creó después de su muerte, sino, justamente, la atención y el trabajo que su obra le pone a la poesía como una construcción estética.
En la obra de Abigael Bohórquez, la disidencia no es (como se pensaría de leerlo superficialmente) una condición que emerge naturalmente (no hay nada de natural en la poesía) de su experiencia personal, como si fuera una especie de savant literario, sino que es una decisión consciente. Muchos de sus poemas están meticulosamente construidos como respuestas a acontecimientos claros y toman referentes directos del barroco y la tradición grecolatina, reformulando estos modelos clásicos al atravesarlos con su profunda honestidad lírica. A pesar de que llegue a parecerlo, su poesía no es inmediata o improvisada, no obedece al canon buenista de “la expresión sobre todas las cosas”, sino que encuentra un claro nexo entre lo que conoce, lo que lo construye como persona, y la poesía en tanto fenómeno extenso. Es por eso que la reiteración de palabras, el uso de múltiples oraciones subordinadas y la música del esdrújulo están tan presentes en su trabajo: en lugar de adaptarse a los cánones de la que los franceses habrían considerado “la literatura mayor”, Bohórquez construye una casa propia dentro del continuo de la poesía mexicana con los elementos que le fueron dados, hace lo que le acomoda, y resiste desde ahí.
Si bien los cimientos de la casa lírica del poeta son, entonces, muy claros, la vastedad y poca consideración editorial de su obra pueden resultar en un impedimento para entender su valor estético. Como he dicho, la Poesía reunida e inédita editada por Bustamante en el Instituto Sonorense de Cultura funciona muy bien como variorum en el que el lector de interés académico puede acercarse a la totalidad de su obra poética, pero no ofrece una distinción clara entre las partes más poderosas de su trabajo y las de menor calidad. Por cada ciclo luminoso de textos en los que lo personal, lo barroco y lo cotidiano se mezclan perfectamente (Navegación en Yoremito podría ser su obra cumbre), hay largas series de poemas reiterativos y poco interesantes que exhiben a un poeta, sí, plenamente humano, sofisticado, pero también proclive al descuido, al tropiezo lingüístico, o a una cursilería que no opera en un nivel metaliterario como en algunos ejemplos, sino que es sencillamente cutre. Al recuperar al poeta también es necesario hablar de esos otros poemas dispersos a lo largo de la mayoría de sus libros, catálogos reiterativos de adjetivos y frases hechas, porque demuestran la artificialidad inherente a su trabajo. Recordemos aquella frase de Gonzalo Rojas, “los verdaderos poetas son de repente”, que se podría entender como que un verdadero poeta surge en ciertas condiciones y no muy frecuentemente, pero también (y esto es interesante de reflexionar con Bohórquez) puede decirnos que en toda producción artística habrá pocos momentos en los que nuestro trabajo será realmente bueno. El impulso autobiográfico de la actualidad literaria en México puede llevarnos a ignorar al escritor para convertirlo en un fetiche de su propia existencia, hacer que veamos su obra como una confesión en lugar de una construcción retórica: su poesía funciona, sí, como forma de representación contracanónica, como una declaración política sobre la disidencia sexual en un México profundamente homofóbico, y como lugar de encuentro para jóvenes que se dedican a la escritura, pero ninguna de estas cosas podría pasar si no funcionara (antes que nada) como un artificio lingüístico, como escritura.
Con esto es suficiente para poner su papel actual en perspectiva: ¿qué hacemos nosotros, agentes operativos de la cultura, para expandir las realidades que abarca nuestro trabajo? Cuando los espacios no alcanzan y el mundo se estrecha, aparece esta necesidad de crear, como el sonorense, una casa propia que haga de nuestra búsqueda por la escritura un espacio habitable. Recuperar a un artista que realizó una obra tan cercana en muchas maneras a los intereses de la poesía más popular actualmente, esa que se postula desde un “yo” identificado con el autor y opera desde lo sensible, se antoja más urgente al contemplar la falta de opciones que acecha a gran parte de los jóvenes artistas en México; el hecho de que labró, a su manera y desde sus medios, un camino propio, nutrido de poemas en los que es posible identificarnos (ya sea en la solvencia o el fracaso), lo hace sumamente inspirador. Sus mejores poemas caben perfectamente en el universo viralizado de pdf, redes sociales y macros en los que podemos encontrarlos: siguen frescos, más allá de las distancias temporales. Debido a su estilo, a sus temas y a su forma particular de combinar tradición con ruptura, culteranismo con calle, poesía con experiencia, Abigael Bohórquez anuncia el presente de la poesía mexicana desde un pasado en que fue poco leído, y muestra una imagen de que, tarde o temprano, las verdaderas obras de arte encuentran su lugar. ~
(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.