Agonía romántica de Mariana Enriquez

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Mariana Enriquez

El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones

Edición de Leila Guerriero

Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2020, 704 pp.

Ante el lado oscuro de la alguna vez llamada “contracultura”, leyendo a quienes reivindican la expansiva vigencia de lo gótico en literatura, al terror como esencia cósmica más allá de los subgéneros, a los asesinos seriales como antihéroes cuyo Adán fue Jack el Destripador, al rock como la gran ópera y a la vez la ópera bufa de los hipermodernos, o al vampiro como mito fundacional que trasciende tiempos y soportes, tengo la tentación de repetirme y decir, con Stendhal o Eugenio d’Ors, que lo romántico (o si se prefiere, lo dionisíaco), al oponerse a lo clásico (o lo apolíneo, diría, también, Nietzsche), no corresponde a una época determinada entre los siglos XVIII y XIX, sino que es un carácter intrahistórico. Cada edad, de acuerdo con esa apreciación antihistoricista, tiene a sus temperamentos clásicos y a sus temperamentos románticos.

Según ese baremo, la agonía romántica de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973), a la cual no le falta –como columna vertebral– la confesión de las propias adicciones (alcohol y cocaína) como título de nobleza, resulta ejemplar. Si El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones –la recopilación de su vasta obra periodística– fuera solamente un testimonio de ese “otro lado” en el tránsito entre nuestro siglo y el pasado –pese a las contingencias de la crónica, la reseña, el reportaje, el ensayo a la inglesa, la confesión prerromántica y el trato íntimo con la terapia de las más variadas obediencias–, sería, de suyo, un libro notable pese a sus más de setecientas páginas. Pero son los retratos, testimonios y fetichismos –dice bien el título– de una de las prosistas más poderosas de la lengua española, autora no solamente de un puñado de auténticos e inolvidables cuentos (Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego en 2009 y en 2016, uno y otro) sino de una de las grandes novelas latinoamericanas del siglo XXI: Nuestra parte de noche, obra de una Flannery O’Connor rebasando los límites estrechos del gótico sureño para perderse en esa inmensidad increada de la Argentina que asombró al conde de Keyserling, una suma del satanismo romántico con la Golden Dawn de Aleister Crowley, alias La Bestia, cuyo trasfondo, a veces invisible, es la dictadura militar de 1976-1983 y su horrenda huella en una escritora que si algo sabe, no sin el debido morbo, es qué es el terror, el físico y el metafísico.

Periodista cultural muy distinguida en Página/12, personaje no solo público sino político cuyas posiciones a favor del aborto y en contra de la maternidad son desenfadadas y encratistas, enemiga de la censura puritana contra Eminem como de la del marqués de Sade, célebre como joven promesa en sus días, Enriquez dice amar más el rock que la literatura y sus experiencias en el cine deben ser más arriesgadas que las sufridas leyendo a Edgar Allan Poe, Bram Stoker o H. P. Lovecraft. Me aflige seguirla. Hube de meterme a YouTube para saber a qué sonaban los músicos que ella escucha con desenfado de fan (“el fan ha encontrado una manera de aliviar las desdichas de este mundo”),

(( El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones, p. 193.
))

 como desenfadadamente se adhiere al stendhaliano género, hasta hace poco de masas, del turista (París se ve genial desde la torre Eiffel y el tour de “Jack el Destripador en Londres esta buenísimo”,

((
2 Ibid., p. 446.
 
))

 nos cuenta) contra la muy esnob soledad siempre insatisfactoria del viajero misántropo y alérgico a las venerables guías turísticas.

Ignoro, también, buena parte de su filmografía preferida: Gus Van Sant y River Phoenix, por poner un par de nombres. Desde que en esta casa dejó de oírse Patti Smith y Klaus Nomi, en los años ochenta, la aventura sonora se detuvo en Jacqueline du Pré y en Glenn Gould, aunque a Serge Gainsbourg (“Un poco de punk francés”)

((Ibid., p. 599.
))

 sí lo conozco. Escuché un rato, así, gracias a Enriquez, a Bruce Springsteen (sabía quién era), a Nick Cave y a Manic Street Preachers, y no mucho más, si acaso sorprendido por la debilidad de la argentina por cierto country. Tomé nota, ante la muerte de David Bowie en 2016, de la afirmación de Enriquez de que “la bowiefilia tiene tantas ramas que la especialización es imposible”.

((Ibid., p. 634.
 
))

Mi ignorancia, desde luego, en algo se vio recompensada con la minucia con la que Enriquez describe en El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones a sus héroes románticos, a sus rebeldes autistas, a sus solitarios autodestructivos. Más en confianza me sentí en los meandros del “horror arquitectónico” (“la casa de mi infancia parece una mansión gótica pero no lo era en absoluto”)

((Ibid., p. 688.
 
))

 del cual ella es consumada proyectista en cuentos y novelas; en sus rutinas en las necrópolis del orbe –allí sí– podría acompañarla, sin desdoro de aficionado ni complejos de inferioridad (Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios apareció por vez primera en 2013), tratándose de los mitos de Cthulhu –que conocí a profundidad en el 76 gracias a un amiguito exiliado en México que venía de Salta– y, desde luego, cuando Enriquez elogia con autoridad a Mary Shelley o a las hermanas Brontë, entendí complacido que ella tiene su lugar en esos paralipómenos a La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, de Mario Praz, que reescribo ingenua e imaginariamente. Si Edmund Wilson condenó a Lovecraft, yo en cambio sigo sin saber qué pensar de los novelones de J. R. R. Tolkien o C. S. Lewis, aficionado como soy a las sagas cinematográficas que de ellos provienen.

El universo romántico –el que va de Horace Walpole a Charles Baudelaire y cruza primero hacia el continente y luego viaja al Nuevo Mundo– fue del dominio público y no es raro imaginar que, para Enriquez, Mick Jagger y Keith Richards sean los avatares vampíricos de Lord Byron y P. B. Shelley, pues los rockeros, a diferencia de los poetas, sí han logrado vencer a la muerte. O que para ella (como para millones) la más célebre de las aristocracias la encarnen los Rolling Stones y conozca, a su vez, todos los detalles de ese armorial, aunque no encuentro ninguna heroína romántica decimonónica a la altura de Marianne Faithfull, de la que tuve pronta noticia gracias a mi madre recién llegada de la India en los años setenta y es ella, ahora caigo en cuenta, quien debería estar dialogando con la escritora argentina. Ambas odian, una muerta y otra viva, a los Beatles. Yo, muerto-vivo, los odio también.

Se dice con celeridad y sin mucha razón que la posmodernidad –esa criatura lovecraftiana por lo que tiene de “no euclidiana”– minó la frontera entre lo popular y lo culto, y un libro como El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones sería una muestra más, entre miles. Mi temperamento conservador me previene contra esa solución más bien facilona. Poe, por ejemplo, pertenece a ambas culturas y el que es familiar a Paul Valéry habita un universo paralelo, mirándose de reojo, con el que se asocia al asesino Charles Manson (que grabó, me entero, al menos un disco, One mind), ese ángel caído a quien Enriquez considera la negación de lo bucólico que de los años sesenta se recuerda con notoria imprecisión.

Ambas lecturas de Poe, insisto, se vigilan. Conozco bien vida y obra de Balzac, y vida y obra de George Sand, y ambos, al buscar (y encontrar) su lugar en la literatura popular, ignoraban que la propia “novela burguesa” era un disolvente entre lo popular y lo culto, pero que, tarde o temprano, estaban destinados al canon. Sylvia Plath, cuya tragedia reseña Enriquez, dada la difusión del feminismo, sus valores y sus víctimas, por más instalada en la midcult que pueda parecer, no dejará nunca de pertenecer, por derecho propio, a la alta literatura de la que escapó en vida.

Y ese proceso, esa coexistencia no necesariamente pacífica, la entiende perfectamente una prosista de la inteligencia de Enriquez. Cuando habla de Anne Rice (cuyas metáforas hemáticas del sida son más convincentes que las de la querida Susan Sontag), no se confunde, no rompe lanzas por darle una estatura distinta a la que tiene, mientras que es cauta con una autora más problemática, como Ursula K. Le Guin, cuyo lugar en el canon de los cultos está garantizado, como ocurrió (y en ello siempre meten la mano los franceses, canonizadores imperturbables) con Philip K. Dick, quien un buen día saldrá fresco de la imprenta en un tomo de la Pléiade. Véase si no el camino recorrido por J. G. Ballard, otro de los penates de Enriquez, cuyos espacios imagina empáticos con los de Yves Tanguy. En cuanto a la benevolencia con Stephen King, no juego con ustedes pero asumo, con Enriquez, que, mientras no aparezca la ansiada vacuna, todos somos Soy leyenda (1954), de Richard Matheson.

Es la alta cultura, es el canon el que absorbe, no solo en literatura, a la cultura popular, sustrayendo lo que en ella persiste de folklore o de artesanía, alejándola del mercado público, de lo nacional-popular, finalmente. Ese proceso de cristalización, una suerte de enamoramiento (otra vez Stendhal), ocurre ante la dichosa indiferencia de la democrática afición multitudinaria. Por ello fue un error de apreciación –en el asunto ya se sabe que me he contradicho varias veces– darle el Premio Nobel a Bob Dylan: para el cantante no significó nada y abochornó a la turulata Academia Sueca, la cual confundió a los lectores más jóvenes sobre qué es la poesía. En el fondo, nadie resultó premiado y a nadie honró esa ocurrencia. Creo que Enriquez no se pronuncia al respecto.

Enriquez, a su vez autora de La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014), solo cita una vez a Borges en El otro lado, a propósito de Ray Bradbury. Esa biografía de la menor de los Ocampo, junto a esta miscelánea donde impera lo pop, habla muy bien de cómo en ella, como suele ocurrir en los escritores en verdad grandes, cada universo paralelo encuentra su conexión con otro: de un concierto de los Manic Street Preachers en el Teatro Karl Marx en La Habana pasa al seno criollo y estanciero de la tantas veces oprobiosamente maldecida revista Sur. Silvina es tan suya como Kate Moss.

Hija de una familia muy “progre”, según ella misma, para Enriquez el satánico Lord Byron pareciera reconciliar otra vez al romanticismo con la Revolución y, cuando los tiempos obligan a Fidel Castro –tras tantos años de satanizar el rock– a asistir a ese concierto de 2001, Cuba se convierte en lugar de reencuentro. Allí, ella se reúne, sin cicatrices visibles, con el mundo de sus padres y con su querencia guevarista, esa convención argentina. Radical y romántica (con lo que de tradicionalista hay en la otra cara del romanticismo), a Enriquez la dota de ubicuidad su sentido del humor, el que le permite narrar su fracaso con el Kamasutra o contar cómo se libró de la toxicomanía a partir del antiheroísmo (“Desde que había leído El almuerzo desnudo, quería ser una adicta callejera. Y conseguí mi ambición de una manera espectacular”)

((Ibid., p. 221.
))

 hasta el heroísmo de quien confiesa: “Yo me meto (me metía) cualquier cosa. Calidad y veneno, cielo e infierno: si tiene alcohol, para mí funciona (funcionaba).”

((Ibid., p. 466.
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Estamos, en buena medida, ante una autobiografía vicaria que va de los remotos secretos de familia al orgullo del adicto que se salva (sé de eso) y llega a Ítaca, protagonizando una agonía romántica cuyo fin no resultó en el suicidio o la consunción. Cuando, en una videoconversación, le pregunté qué pecado de juventud no había cometido (asumiendo que yo me privé del rock), Mariana Enriquez me contestó, sin ninguna duda, que “el amor”. Por ello, el testimonio que cierra El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones, “La canción de la torre más alta”, es su pieza maestra, la crónica desgarrada de un amor suscitado, a principios del siglo XXI, por un “bello tenebroso” parisino que no hubiera desentonado en los cenáculos románticos de 1830. Aquello fue ejemplar y, canónicamente, fugaz. ~

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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