Quiero y debo comenzar agradeciendo la doble distinción de la que soy objeto el día de hoy al ser investido como miembro de la academia más antigua de México, y por haber sido invitado para hablar no solo a nombre propio sino también en representación del grupo de médicos extranjeros con quienes hoy comparto el mismo honor. Las biografías académicas de Christiane Woopen, Stephen L. Hauser, Charles Mitchell Balch y sir Michael Gideon Marmot son un recuento de su labor excepcional como médicos, investigadores, docentes y editores de revistas científicas que, a pesar de los problemas que enfrentan en nuestros días, desde la aparición de las Philosophical Transactions of the Royal Society en 1665 siguen siendo el medio más importante para la socialización del conocimiento científico.
La fundación de la Accademia dei Lincei en Roma, la Académie Montmor en París y la Royal Society en Londres a lo largo del siglo XVII marca para muchos el nacimiento de la ciencia moderna. Quienes crearon estas instituciones heredaron a los pensadores de la Ilustración la certeza de que la verdad científica no puede depender ni del poder político ni del poder religioso. Ese es uno de los objetivos de la evaluación de pares, que hace del aparato científico un sistema participativo pero no democrático. Hoy la medicina y la biología tienen frente a sí oportunidades extraordinarias, pero también presiones políticas que demandan respuestas firmes de nuestra parte. Contra lo que afirma la hipocresía de la corrección política, el reconocimiento de la diversidad cultural y los llamados conocimientos ancestrales no pueden ser utilizados para debilitar el valor histórico y social de la ciencia. Como bien dice Tzvetan Todorov citando al marqués de Condorcet, el matemático, filósofo y político de la Ilustración que tanto desconfió del populismo autoritario de Robespierre: “El poder público no tiene derecho a decir dónde reside la verdad.”
Las ciencias de la vida recibieron de la Ilustración dos grandes herencias filosóficas íntimamente ligadas entre sí. Una fue el afianzamiento de la visión secular de la naturaleza de lo vivo y la otra, el reconocimiento del carácter histórico de los fenómenos biológicos. La perspectiva laica de lo vivo no representa, como lo pretende el simplismo trasnochado de algunos jacobinos, una actitud antirreligiosa, sino la certeza de que no necesitamos invocar fuerzas místicas para explicar la naturaleza de la vida misma. Por otra parte, la visión histórica está representada por las ideas evolucionistas de Jean-Baptiste de Lamarck, uno de los autores de la Enciclopedia, a quien Charles Darwin consideró como su predecesor más importante. El objetivo primario de la teoría de la evolución no está en la discusión inacabable sobre si Dios existe o no, sino en el estudio de los procesos y mecanismos que explican la diversidad pasada y presente de la biósfera.
Los dos autores más mencionados por Charles Darwin en El origen de las especies son Newton y Lamarck, pero no es fácil entender la ausencia de su abuelo paterno Erasmus Darwin, uno de los grandes personajes de la Ilustración. Erasmus había estudiado en la escuela de medicina de la Universidad de Edimburgo, una de las instituciones educativas más avanzadas del Reino Unido. Era médico y poeta, pero, aunque fue uno de los fundadores de la Sociedad de los Lunáticos, no era un demente. La agrupación se reunía en fechas en las que había noches de luna llena, para evitar que al regresar a sus casas los carruajes se salieran del camino y se desbarrancaran. Con sus amigos, Eramus Darwin se opuso a la esclavitud, apoyó las ideas de la Revolución francesa, fomentó el desarrollo científico y tecnológico, respaldó la independencia de las colonias estadounidenses, promovió en la teoría y en los hechos la educación femenina, y, como le escribió a Edward Jenner, imaginó un futuro en el que los niños fueran bautizados y vacunados al mismo tiempo.
Era una época feliz en la que las disciplinas científicas no estaban separadas por fronteras infranqueables, y en los consultorios médicos y los gabinetes de historia natural había herbarios, fetos con dos cabezas, pulgas vestidas, telescopios y microscopios al lado de colecciones de minerales, meteoritos, fósiles y cálculos renales. Erasmus Darwin era a la vez médico y naturalista, y publicó poemas sobre las plantas y su taxonomía. Su libro Zoonomía o las leyes de la vida orgánica era, a un tiempo, un llamado a la modernización de la medicina y a la promoción de las ideas de la evolución biológica. Sus convicciones transformistas lo llevaron a rediseñar el escudo familiar con una banda con tres vieiras, las coquille Saint-Jacques de los franceses, y adoptó como lema “E conchis omnia”, para proclamar que todo proviene de las conchas, todo evoluciona a partir de los moluscos, todo se originó en los mares a partir de los invertebrados.
Nieto, hijo, sobrino y hermano de médicos, Charles Darwin estaba destinado al estudio de la medicina y a los dieciséis años fue enviado a la Universidad de Edimburgo. Era un vago irredento y distraído que se aburría en las clases y, aunque tenía letra de cirujano, no pudo con los estudios de medicina. Como anotó años más tarde en su autobiografía: “Asistí en dos ocasiones al quirófano del hospital de Edimburgo, y atestigüé dos operaciones que me dejaron un recuerdo terrible, una en un niño, pero en ambos casos tuve que salir corriendo antes de que concluyeran. El recuerdo de ambas cirugías me continuó atormentando durante muchos años.”
La familia no tardó en darse cuenta de que la tradición familiar se había roto y que el joven Darwin no tenía futuro como médico. “Después de haber permanecido durante dos sesiones escolares en Edimburgo, mi padre se percató o, mejor dicho, se enteró gracias a mis hermanas, de que no me atraía la idea de ser médico”, escribió Darwin muchos años más tarde, “y me propuso que me convirtiera en un presbítero de la Iglesia anglicana”. Para encaminarlo hacia una carrera sacerdotal, fue enviado a Cambridge, pero tampoco destacó en los estudios teológicos. Como escribió Niles Eldredge en The Lancet, cuando Darwin abandonó Edimburgo llevó consigo no solo el recuerdo traumático de las cirugías, sino también las enseñanzas de dos maestros que lo marcaron para siempre. Uno era Robert Grant, médico, naturalista y promotor de las ideas evolucionistas de Lamarck y del abuelo Darwin, y el otro el doctor Robert Jameson, que creó en la escuela de medicina de Edimburgo el mejor museo de historia natural que hubo durante mucho tiempo en el Reino Unido.
Esos tiempos se han ido para siempre pero, como nos mostró la pandemia de covid-19, la interacción entre la biología y la medicina nos abre continuamente nuevos horizontes que nos pueden ayudar a limitar los riesgos del reduccionismo. Como lo demuestran el VIH-sida, el zika, la influenza y el dengue, las epidemias causadas por virus de ARN, una molécula más antigua que el ADN mismo, son cada vez más frecuentes. Debido a que la evolución biológica es un proceso multifactorial, no podemos predecir ni qué virus van a surgir ni qué mutaciones se van a fijar en una población, pero la especificidad molecular no es tan estricta como creemos, y para un patógeno las diferencias que separan a un murciélago de un humano no son tan grandes como se pudiera creer.
Esto lo comprendió muy bien Charles Darwin, que en 1871 publicó su libro sobre el origen del hombre en donde afirmó que “es sabido por todos que el hombre está construido sobre el mismo tipo general o modelo que los demás mamíferos. Todos los huesos de su esqueleto son comparables a los huesos correspondientes de un mono, de un murciélago o de una foca. Lo mismo se puede afirmar de sus músculos, nervios, vasos sanguíneos y vísceras internas […] el hombre puede adquirir de los animales inferiores, o comunicarles a su vez, enfermedades tales como la rabia, las viruelas, etc., hecho que prueba la gran similitud de sus tejidos, tanto en su composición como en su estructura elemental, con mucha más evidencia que la comparación hecha con el auxilio del microscopio, o del más minucioso análisis químico”.
El origen del hombre no es el mejor libro de Darwin, pero, como escribieron hace unos treinta años James Moore y Adrian Desmond, hasta sus críticos más intransigentes reconocieron que en sus páginas, además de la aplicación audaz de procesos y mecanismos evolutivos para tratar de entender a nuestra especie, se subrayaba el significado del altruismo, la solidaridad, el sentido del deber, la compasión y el compromiso con el bienestar de los humanos. Y esas, ni duda cabe, son virtudes que muchos reconocemos en la comunidad médica. ~
Discurso de ingreso como miembro de honor
de la Academia Nacional de Medicina.
es biólogo y doctor en ciencias
por la UNAM. Es especialista en biología evolutiva y miembro de
El Colegio Nacional.