No es frecuente que una riña de vecinos sea recordada como un acontecimiento histórico mundial. En el verano de 1846, Henry David Thoreau pasó una sola noche en la cárcel de Concord, Massachusetts, después de negarse a pagar su impuesto electoral al alguacil de la localidad. Este hecho menor de resistencia sería más tarde inmortalizado en el ensayo de Thoreau “Desobediencia civil” (1849). En él explicaba que se negaba a proporcionar un apoyo material a un gobierno federal que había perpetuado la injusticia masiva, especialmente la esclavitud y la guerra entre México y Estados Unidos. Aunque el ensayo no fue apenas leído mientras vivía, la teoría de la desobediencia civil de Thoureau inspiraría después a muchos de los pensadores políticos más importantes del mundo, desde Lev Tolstói hasta Gandhi o Martin Luther King.
Pero su teoría de la disidencia tuvo también disidentes. La teórica política Hannah Arendt escribió un ensayo sobre “Desobediencia civil”, publicado en la revista The New Yorker en septiembre de 1970. Thoureau, sostenía, no practicaba la desobediencia civil. De hecho, Arendt insistía en que su filosofía moral era antagónica con el espíritu colectivo que debe guiar los actos de rechazo público. ¿Cómo es posible que la gran celebridad de la desobediencia civil pudiera ser acusada de malinterpretarla tan profundamente?
El ensayo de Thoreau ofrece una crítica contundente a la autoridad estatal y una defensa intransigente de la conciencia individual. En Walden (1854), decía que cada hombre debe seguir su propio “genio” individual en vez de la convención social, y en “Desobediencia civil” insistía en que debemos seguir nuestras propias convicciones morales por encima de las leyes del país. El ciudadano, sugiere, no debe nunca, “ni por un momento, o en el menor grado posible, renunciar a su conciencia por la legislación”. Para Thoreau, este consejo ha de mantenerse incluso cuando las leyes se producen a través de elecciones democráticas y referéndums. Claro que, para él, la participación democrática solo degrada nuestro carácter moral. Cuando metemos la papeleta en la urna, explica, votamos por un principio que creemos que es cierto, pero al mismo tiempo reivindicamos nuestra disposición a reconocer cualquier principio –sea correcto o no– que la mayoría prefiera. De este modo, colocamos la opinión popular por encima de la rectitud moral. Al dar tanta importancia a su propia conciencia, y tan poca a la autoridad estatal o la opinión democrática, Thoreau creía que debía desobedecer cualquier ley que fuera en contra de sus convicciones. Su teoría de la desobediencia civil está fundamentada en esa creencia.
La decisión de Thoreau de retirar su apoyo financiero al gobierno federal de 1846 era, sin duda, una decisión íntegra. Y la teoría que motivó esa acción inspiraría muchos actos íntegros de desobediencia. Y sin embargo, a pesar de este éxito extraordinario, Arendt afirma que la teoría de Thoreau era errónea. Cree, en particular, que se equivocaba al basar la desobediencia civil en la conciencia individual. En primer lugar, señala que la conciencia es una categoría demasiado subjetiva para justificar la acción política. Los izquierdistas que protestan contra el tratamiento de los refugiados en manos de agentes de inmigración del gobierno de eeuu están impulsados por su conciencia, pero también Kim Davis, la secretaria del condado en Kentucky que en 2015 se negó a dar licencias de matrimonio a parejas del mismo sexo. La conciencia en sí misma puede usarse para justificar todo tipo de creencias políticas y no es una garantía para la acción moral.
En segundo lugar, Arendt hace una reflexión más profunda y dice que, incluso cuando es moralmente irreprochable, la conciencia es “apolítica”; esto es, nos impulsa a centrarnos en nuestra propia pureza moral en vez de en las acciones colectivas que pueden provocar un cambio real. Es importante señalar que, al describir la conciencia como “apolítica”, Arendt no quiere decir que sea inútil. De hecho, creía que la voz de la conciencia tenía a menudo una importancia vital. En su libro Eichmann en Jerusalén (1963), por ejemplo, dice que fue la falta de introspección ética la que permitió al funcionario nazi Adolf Eichmann participar en los horrores inimaginables del Holocausto. Arendt sabía por su experiencia con el fascismo que la conciencia puede hacer que individuos cometan las mayores injusticias, pero consideraba que era un mínimo moral. Las reglas de la conciencia, escribe, “no nos dicen qué hacer; nos dicen lo que no tenemos que hacer”. En otras palabras: la conciencia personal puede a veces evitar que contribuyamos al mal y lo toleremos, pero no nos exige que emprendamos una acción política positiva que pueda fomentar la justicia.
Thoreau probablemente aceptaría la acusación de que su teoría de la desobediencia civil dice a los hombres solo “lo que no hacer”, ya que no creía que era responsabilidad de los individuos mejorar el mundo activamente. “No es deber del hombre, por norma”, escribe, “dedicarse a la erradicación de cualquier, incluso el más enorme, mal; es más probable que tenga otras preocupaciones en las que centrarse; pero es su deber, al menos, lavarse las manos de él…” Arendt estaría de acuerdo en que es mejor abstenerse de la injusticia que participar en ella, pero le preocupa que la filosofía de Thoreau nos pueda hacer autocomplacientes con respecto a cualquier mal con el que no hemos sido cómplices personalmente. La desobediencia civil de Thoreau está tan centrada en la conciencia personal y no, como dice Arendt, en “el mundo donde el mal se comete” que corre el riesgo de priorizar la pureza individual por encima de la creación de una sociedad más justa.
Quizá la diferencia más sorprendente entre Thoreau y Arendt es que, mientras que el primero ve la desobediencia como algo necesariamente individual, la segunda la ve como algo, por definición, colectivo. Arendt dice que para que un acto de ruptura de la ley cuente como desobediencia civil debe realizarse abierta y públicamente (en pocas palabras: si incumples la ley en privado, estás cometiendo un crimen, pero si incumples la ley en una protesta, estás mandando un mensaje). El dramático rechazo de Thoreau a pagar su impuesto local cumpliría con esta definición, pero Arendt hace una distinción más: quien rompe la ley pública pero individualmente es simplemente un objetor de conciencia; los que rompen la ley pública y colectivamente practican la desobediencia civil. Solo este último grupo –del que Arendt excluiría a Thoreau– es capaz de producir un cambio real. Los movimientos de desobediencia civil masiva generan un ímpetu, sirven para presionar, y desplazan el discurso público. Para Arendt, los grandes movimientos de desobediencia civil –la independencia de la India, los derechos civiles, el movimiento contra la guerra– se inspiraron en Thoreau, pero añadieron un compromiso vital con la acción pública de masas. Por su parte, Thoreau creía que “hay poca virtud en la acción de las masas de hombres”.
“Desobediencia civil” es un ensayo de una visión moral extraña. En él, Thoreau critica de manera inflexible al gobierno de su época, a la vez que refleja los poderosos sentimientos de convicción moral que a menudo afianzan los actos de desobediencia civil. Sin embargo, es la definición de Arendt la que finalmente resulta más prometedora. Arendt insiste en que nos centremos no en nuestra propia conciencia sino en la injusticia cometida, y en los medios concretos para revertirla. Eso no significa que la desobediencia civil tiene que aspirar a algo moderado o incluso alcanzable sino que debería estar ajustada al mundo –que tiene el poder de cambiar– y no hacia el yo, que solo puede purificar. ~
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado en Aeon.
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es escritora y editora de humanidades de Los Angeles Review of Books, y da clases en la Universidad de British Columbia, en Canadá.