Fotografía: Refugio de migrantes en Tijuana / © Carlos A. Moreno/ZUMA Press Wire.

El lugar de México en la política estadounidense

Sea cual sea el desenlace de las elecciones de noviembre próximo en Estados Unidos, México tendrá que navegar una relación bilateral difícil.
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En 2010, el 53% de los estadounidenses albergaba una visión favorable de México y el 55% de los mexicanos una visión favorable de Estados Unidos. La aprobación de cada país en la opinión pública del otro, al rayar el último tercio del gobierno de Calderón y la mitad del primer término de Obama, estaba muy pareja. Para 2017, esos números se habían separado significativamente: hasta 65% de los estadounidenses tenían una buena imagen de México y apenas 29% de los mexicanos una buena imagen de Estados Unidos. La percepción sobre México allá mejoró, a pesar de los múltiples escándalos que marcaron la presidencia de Peña Nieto, y la de Estados Unidos acá empeoró, muy probablemente gracias a Donald Trump. Siete años después, en 2024, esos porcentajes se han invertido: solo el 37% de los estadounidenses tiene una impresión positiva de México y los mexicanos con una impresión positiva de Estados Unidos ascienden al 61%. Esos son los saldos que dejan las presidencias de López Obrador y Biden.1

No deja de ser paradójico, pues durante los últimos cuatro años la prioridad de la Casa Blanca ha sido evitar conflictos con López Obrador, con todo y el deterioro de la imagen de México en Estados Unidos; mientras que Palacio Nacional no ha dejado de tensar la cuerda de la relación con Biden, sin importar la buena imagen de Estados Unidos en México. Cuando coincidieron Peña Nieto y Trump, se dijo mucho que el mandatario mexicano necesitaba comportarse como “el adulto en la habitación” para tratar de contener los desplantes pueriles del estadounidense. Con López Obrador y Biden la dinámica ha sido exactamente al revés.

En el contexto del cambio de gobierno en México y de las elecciones del próximo 5 de noviembre en Estados Unidos, no obstante, las cosas se están transformando. No tanto al sur de la frontera –donde López Obrador sigue picando pleito y Claudia Sheinbaum ganó prometiendo continuidad–, pero sí al norte.

Por un lado, cualquier oposición o resistencia al interior del espacio republicano ha sido derrotada, ya no es el Grand Old Party sino el nuevo partido de Trump el que ha hecho de la hostilidad contra México y los mexicanos una de sus banderas más visibles. Y a diferencia de su primera campaña presidencial, cuando destacó por proponer la construcción de un muro fronterizo o forzar una renegociación del TLCAN, en este ciclo son legión las voces dentro del Partido Republicano que proponen usar a la Guardia Nacional o incluso al ejército para deportar a millones de inmigrantes indocumentados, bloquear las rutas comerciales de China hacia México con el fin de impedir el contrabando de precursores químicos para la producción de fentanilo o desplegar unilateralmente su fuerza militar para combatir a los “cárteles” en territorio mexicano. Lejos de amainar, comparada con la de 2016, la retórica antimexicana del trumpismo ha escalado.

Por el otro lado, durante buena parte de la presidencia de Biden daba la impresión de que los temas mexicanos ponían a los demócratas a la defensiva y les representaban una vulnerabilidad electoral, pues sus posiciones (quizá por ser menos emblemáticas, más moderadas o estar muy comprometidas dado que estaban en el poder) parecían blandas o negligentes vis-à-vis las de los republicanos. Pero a lo largo de 2024 el Partido Demócrata poco a poco ha ido pasando a la ofensiva. ¿Cómo? Primero, con dos intentos de aprobar en el Congreso una reforma por la seguridad fronteriza originalmente negociada con los republicanos, pero que Trump terminó boicoteando con el alegato de que aprobarla ayudaría a la reelección de Biden; aunque, al hacerlo, quedó exhibido como un líder cuya principal preocupación no es ordenar la frontera sino ordeñarla políticamente. Segundo, presumiendo que los flujos migratorios no autorizados desde México ya están por debajo de los niveles con los que cerró la administración de Trump, dando a entender así que –en contraste con la narrativa de permisividad y caos promovida por los republicanos– los demócratas tienen la frontera bajo control. Tercero, arrestando en Texas a Joaquín (el “Chapito”) Guzmán López y a Ismael (el “Mayo”) Zambada, cabecillas del cártel de Sinaloa, señalado como el principal “exportador” de fentanilo a territorio estadounidense, en lo que todo indica fue una operación negociada y/o encubierta que se hizo al margen del gobierno mexicano. Y, por último, cambiándole el libreto al embajador estadounidense en la Ciudad de México, Ken Salazar, quien por primera vez se atrevió a expresar una diferencia clara e inequívoca con el gobierno obradorista, a propósito de la reforma al poder judicial. Los demócratas, en suma, están demostrando que ellos también pueden ser duros con México.

No es que republicanos y demócratas sean lo mismo ni que se hayan igualado en sus posiciones o su disposición respecto a México. Es, más bien, que México tiene una imagen cada vez más tóxica en la política estadounidense y que tanto republicanos como demócratas están respondiendo en consecuencia. En 2010, el 58% de los demócratas y el 47% de los republicanos tenían una opinión favorable sobre México; en 2017, eran 79% de los demócratas y 49% de los republicanos; para 2024, son 52% de los demócratas y 22% de los republicanos.2 Hay que poner ese dato en contexto para darle bien el golpe: en los últimos siete años, a pesar de que la fuerza de las organizaciones criminales en México es inexplicable sin la demanda de drogas del mercado estadounidense ni el acceso a las armas provenientes de allá; a pesar de las concesiones que hizo México en la renegociación del TLCAN al T-MEC; a pesar de haberse convertido en su “muro” y del trabajo sucio que México hace para Estados Unidos en materia migratoria; a pesar de que, desde 2023, México ya es su principal socio comercial, por encima de China y Canadá; a pesar de todo eso, la opinión positiva sobre México ha caído 27 puntos porcentuales entre los simpatizantes de ambos partidos.

¿Qué se puede esperar, entonces, del próximo proceso electoral en Estados Unidos y de sus posibles resultados? De entrada, tiene sentido partir del supuesto general de que a México le conviene más un triunfo de Kamala Harris que de Trump: por la amenaza que el republicano representa en cuanto a las deportaciones masivas y las intervenciones armadas unilaterales contra los cárteles en territorio mexicano; porque durante su presidencia extorsionó abiertamente a México con imponerle aranceles en la frontera si no cambiaba su política migratoria, y ahora en campaña ha advertido reiteradamente la idea de que es necesario subir sus tarifas comerciales para mitigar el déficit de Estados Unidos; por lo disruptiva que resultaría geopolíticamente otra victoria suya y el impacto que dicha disrupción podría tener sobre la paz y la estabilidad económica global; y, en fin, porque entre las bases sociales del populismo reaccionario trumpista México y los mexicanos son un chivo expiatorio de enorme eficacia simbólica. Por incómodo o desagradable, el tema se ha evitado en el discurso político y la conversación pública, pero lo cierto es que una segunda presidencia de Trump podría ser desastrosa para el país y sus nacionales (de uno y otro lados de la frontera).

Lo cual no significa, sin embargo, que una presidencia de Harris vaya a ser cosa fácil para Claudia Sheinbaum. Porque los demócratas comienzan a dar indicios de estar dejando atrás aquello que Nancy Fraser denominó el “progresismo neoliberal” de la eras de Clinton y Obama,3 un marco ideológico de justicia social basada en las reivindicaciones identitarias y políticas económicas a favor de la globalización, el libre mercado y la flexibilización laboral y, en su lugar, están confeccionando un nuevo tipo de agenda –todavía muy en ciernes pero algunos de cuyos rasgos ya se anticiparon durante la administración de Biden y se asoman también en la campaña de Harris y su candidato a vicepresidente, Tim Walz– basada en el compromiso con el combate al calentamiento global, la defensa de los derechos laborales y la libertad reproductiva, la justicia económica y un “liberalismo que construye”.4 Harris fue una de las pocas senadoras que votó en contra del T-MEC por considerar que no ofrecía suficientes protecciones a los trabajadores estadounidenses ni garantías en materia de cuidado al medio ambiente. Su campaña, asimismo, ha procurado un fuerte acercamiento con los sindicatos. De modo que la paulatina reconfiguración que está experimentando el Partido Demócrata, junto con el proceso de relocalización de las cadenas productivas y la falta de certeza jurídica que podría generar la reforma judicial en México, hacen que la incertidumbre respecto al futuro de la integración comercial con Estados Unidos sea quizá mayor que nunca.

Sea cual sea el desenlace, México tendrá que navegar una relación bilateral difícil, donde las presiones de la política interna de cada país parecen estar impulsando un cierto desalineamiento de sus respectivas prioridades nacionales. ~


  1. Tomo los datos de Jacob Poushter, Jordan Lippert y Sarah Austin, “How Mexicans and Americans view each other and their governments’ handling of the border”, Pew Research Center, 12 de agosto de 2024. Disponible en: www.pewresearch.org. ↩︎
  2. Ibid ↩︎
  3. Véase Nancy Fraser, “The end of progressive neoliberalism”, Dissent, 2 de enero de 2017. Disponible en: www.dissentmagazine.org. ↩︎
  4. Ezra Klein, “What America needs is a liberalism that builds”, The New York Times, 29 de mayo de 2022. Disponible en: www.nytimes.com. ↩︎
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es historiador y analista político.


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