Hace meses, cuando leí la muy sarcástica reseña de El mago, de Colm Tóibín, aparecida en The Times Literary Supplement y firmada por Michael Hofmann, creí que mi remoto amigo, el gran puente entre las literaturas alemana e inglesa, exageraba.
{{Michael Hofmann, “Mann without qualities” en The Times Literary Supplement, 10 de septiembre de 2021.}}
Poco más, poco menos, Hofmann, poeta, crítico y traductor, decía que El mago –lo de “La historia de Thomas Mann” se lo agregaron los editores españoles– era una novela tediosa y mal contada, una soap opera. Le tenía yo buena voluntad al escritor irlandés nacido en 1955, por The master, su novela sobre Henry James, y por libros breves e incisivos como el consagrado a los padres de Oscar Wilde, W. B. Yeats y James Joyce: Mad, bad, dangerous to know. The fathers of Wilde, Yeats and Joyce (2018) o el dedicado a Elizabeth Bishop (2015), que habla bien de la variedad de sus influencias y de sus afectos. No es un gran escritor Tóibín, pero es un autor necesario y confiable, aunque Hofmann tiene razón: su novela sobre Mann es pésima.
Tóibín, habiendo leído toda la bibliografía disponible en inglés sobre Mann y su luminosa, extravagante y frenética familia, se limitó a contar los hechos cronológicamente. Desde el jovencito consagrado a los negocios por su burguesa familia de Lübeck mientras su hermano mayor Heinrich Mann empezaba a triunfar como escritor, hasta el venerable anciano fallecido en Zúrich, transcurre la vida de Thomas, entre 1875 y 1955, como una sucesión de acciden- tes existenciales que al narrador solo le importa consignar. Es decir, el universo de Mann es demasiado rico como para permitirse otra cosa que un panorama, así que Tóibín no pudo –supongo que más por incapacidad que por abulia– ejercer cualquier tipo de interiorización en su personaje. Su muy temprana homosexualidad nunca lo perturbó emocionalmente: llegó a temer, según Tóibín, un castigo como el sufrido por Wilde, pero el novelista anota como si fuera cualquier cosa que llegó a desear a sus niños desnudos. Katia, su esposa de origen judío, con la que tuvo seis hijos, aparece como una dama superflua a quien le bastaba con evitar el escándalo. Y la tradición suicida de la familia aparece como solo eso, como cualquier otra tradición germánica; el suicidio del brillante y tortuoso Klaus Mann (1906-1949) ni siquiera mereció que sus padres abandonaran su lujoso hotel para ir al entierro en Cannes. Lo grave no es que Tóibín retrate la “frialdad hanseática” (cualquier cosa que ello sea) del novelista, sino su renuncia a averiguar qué resortes la movían. ¿Para qué imaginar si los datos son tan contundentes?
El abierto lesbianismo de Erika Mann (1905-1969), casada en su día y por conveniencia con el poeta W. H. Auden, la sexualidad desgarradora de Klaus, “gemelo” de Erika, los flirteos del propio Thomas con camareros aquí y allá, son vistos por Tóibín con cierta displicencia woke, muy propia del siglo XXI, como acontecimientos normales que apenas se ocultaban para no asustar a los multitudinarios lectores de Mann. En El mago no hay tragedia, ni mucho menos magia; ningún esfuerzo se ejerce por averiguar por qué fue como fue la última de las grandes familias románticas. No hay nada que aventurar ni que imaginar: el relato está por encima de la imaginación. Quien nada sepa de los Mann, desde luego, se quedará sorprendido de que hubiese existido clan tan etimológicamente monstruoso; quien algo sepa de ellos –recuerdo los amargos recuerdos de Katia Mann que murió casi centenaria en 1980 confesándole al crítico Marcel Reich-Ranicki lo infeliz que siempre había sido– se quedará helado ante la cabeza dura de Tóibín y la impericia de sus maneras. Por ejemplo, en cuanto a la rivalidad entre Heinrich y Thomas, el socialista y el tradicionalista, el fracasado y el triunfador, el pobretón y el millonario, el alcohólico y el más saludable de los hombres, nos encontramos con diálogos al estilo del siguiente:
Ella se volvió hacia el piano como si las hubiera oído. Mientras echaba un vistazo a las partituras, él se acercó con los poemas.
Tóibín, El mago. La historia de Thomas Mann, p. 52.
–Los he escrito yo –dijo–, y he publicado unos cuantos. Quiero consagrar mi vida a ser escritor.
Es Thomas quien le habla a su madre (previamente le eché un ojo a la versión original en inglés, sin encontrar mayor brillo o eficacia).
((Tóibín, The magician, Nueva York, Scribner, 2021.))
Su madre pasó las hojas.
Tóibín, El mago, p. 52.
–Los conozco casi todos –afirmó.
–Lo dudo.
–Heinrich me los envió.
–¿Heinrich? No me lo había dicho.
–Tal vez sea mejor así.
–¿Qué quiere usted decir?
–No le han merecido una gran opinión.
–Me escribió para decirme que admiraba algunos.
–Fue muy amable de su parte, pero a mí me escribió una carta muy distinta. La tengo en alguna parte.
–Me dio muchos ánimos.
–¿Sí?
–¿Puedo ver lo que escribió Heinrich?
–No te lo aconsejo. En cualquier caso, ahora tienes un empleo y empiezas el lunes.
–Soy escritor, no quiero trabajar en un despacho.
¿No tendría el genial autor de La muerte en Venecia (que no causó el escándalo temido por su asociación de la homosexualidad con la belleza) y de La montaña mágica (al parecer Hans Castorp es un trasunto de Katia Mann) una opinión más interesante sobre sus endemoniados hijos que la trasmitida por Tóibín: “A Thomas le intrigaban a veces sus dos hijos mayores. Eran más bulliciosos que los pequeños de la familia. Sin embargo, en ocasiones hablaban con seriedad y buen criterio de libros y de política. Daba la impresión de que habían leído mucha literatura alemana, francesa e inglesa.”?
((Ibid., p. 192.))
¿Sin comentarios? Hagamos un esfuerzo porque las novelas perezosas provocan artículos de esa índole:
No es que Tóibín haya querido dibujar a Mann como a un gigante cretino (como se supone que lo fue el compositor Richard Strauss, si es que genio fue), ni como un burgués que milagrosamente hizo la transición entre las literaturas del siglo XIX y XX. Genuinamente lo admira el irlandés, no lo dudo, pero ignora por qué y El mago es una lectura mucho menos interesante que varias de las biografías del autor de Los Buddenbrook. El Mann de Tóibín es banal, nunca demoníaco (ni en el sentido de Sócrates). Un famoso que cumple con su deber de ser famoso. Le tocó leer a Friedrich Nietzsche y a Sigmund Freud; hubo de escuchar a Richard Wagner y a Arnold Schönberg y de combatir al nazismo. En otra época se hubiera ocupado, este Mann, de quien estuviera en el candelero y de hacer lo correcto. Repito: El mago es un panorama turístico a través de un siglo con sus luces y sombras. Como cualquier otro.
Una vida –es obvio de decir– como la de Mann, novelada o no, despierta hasta al más inadvertente o somnoliento de los lectores. Subráyase su conversión democrática a la República de Weimar tras haber sido un patriota de la Gran Guerra, su lentitud de reflejos ante el ascenso del nacionalsocialismo –dudaba de que Adolf Hitler fuera sostenido mucho tiempo por el ejército– y no quería arruinar a su editor (y a sí mismo) con declaraciones políticas estridentes. Poco dice Tóibín, a su vez, del dilema manniano. Ya exiliado en California era contemplado por F. D. Roosevelt como un probable presidente de la nueva Alemania, pero fue la voz que acompañaba, en la radio, el incendio devastador de las ciudades alemanas bombardeadas. Creía en la culpa alemana, como se desprende (creo) de Doktor Faustus, pero no de leer a Tóibín.
Más galleta tiene, en El mago, el episodio macartista, cuando la insistencia de Mann por visitar a la sovietizada e inminente República Democrática Alemana le causó la inquina de sus anfitriones estadounidenses y terminó por obligarlo a irse a morir a Suiza. Muy rápidamente, el novelista deja de ser el hombre de la hora y el heroísmo, que lo tuvo, ya a nadie le importa; los comunistas lo consideran un títere de Washington, el fbi ficha a toda la familia y cuando visita Alemania, por primera vez después de 1945, en los restoranes le hacen firmar los mismos libros de visitantes distinguidos donde pocos años atrás habían dejado su rúbrica los gerifaltes nazis, sin que gerentes o meseros se preocupen por arrancar las hojas. Mann sabía que Weimar, el reino de Goethe, era vecino del campo de concentración de Buchenwald y que ello condenaría para siempre el alma fáustica de Alemania. Eso lo digo yo, sacándolo de algunas de mis lecturas, pero en El mago, digamos, apenas se infiere.
Así como Louis Aragon arruinó los Cien Días de Napoleón Bonaparte con una mala novela (La Semana Santa, 1958), el dramaturgo Rodolfo Usigli volvió infumable la conquista de México (Corona de fuego, 1960), tenida por el cronista López de Gómara como “el acontecimiento más grande desde que el mundo fue creado”, Colm Tóibín volvió un soponcio la vida más rica, dramática e incomprensible de quien, para mí, sigue siendo uno de los grandes novelistas de la historia. Suele suceder. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile