Sánchez Prado y compañía atacan de nuevo

Con honrosas excepciones, A history of Mexican poetry es servil con dos de los grandes vicios de la academia estadounidense: la búsqueda de opresiones y la idolatría por todo cuanto huela a experimentalismo. La crítica está en su mayor parte ausente en esta obra, más preocupada por complacer las políticas del campus que por ejercer el juicio.
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Ocho años después de A history of Mexican literature (2016), Ignacio M. Sánchez Prado y su equipo culminan un proyecto a la vez de mayor riesgo, por acotado, y preciso, porque en esta ocasión lo hicieron con mayor cuidado: un manual de divulgación académica dedicado a la historia de la poesía mexicana. El libro, pese a sus bondades, no dejará de sufrir la suerte de casi todas las compilaciones profesorales de su naturaleza: cuando uno quiere aligerar los estantes de su biblioteca, suele deshacerse –antes que de otros volúmenes– de estas misceláneas de gran utilidad por cierto tiempo, pero carentes, en la mayoría de los casos, de ensayos memorables.

El primer capítulo, escrito por Jorge Téllez, me tranquilizó. “The practice of epic and lyric writing in colonial Mexico”, pese al apellido que se le enjareta a la Nueva España, no se entrega del todo al ofensivo absurdo de volver a la literatura virreinal materia de los estudios decoloniales en boga, acaso porque Téllez sabe de la antigüedad premoderna de la escritura en español en el Nuevo Mundo. Que tratar a nuestras letras como si estuvieran dando el primerizo andar de un país independiente apenas en 1945 y con una lengua impuesta hubiera sido un despropósito, aunque incurren en él no pocos de sus colegas. Desde luego que difiero del anacronismo de hablar de México antes de 1821 y de llamar “colonias” a los virreinatos porque propiamente hablando las colonias fueron las trece de la costa este de lo que serían los Estados Unidos.

La Nueva España fue un virreinato y actuó como tal cuando en 1808 las tropas de Napoleón Bonaparte invadieron España y depusieron a los Borbones, quienes –debe decirse– desde fines del siglo XVIII habían dado comienzo a una modernización desde arriba con el propósito de “recolonizar” administrativamente el reino criollo, una de las causas de la guerra de 1810-1821. Ello es significativo para la historia literaria pero, como los mexicanistas suelen ignorar la historia universal, no debería pedirles peras al olmo.

El gesto autonómico y nacionalista de 1808, como lo he tratado de demostrar en mis propios libros, determinará el sentido de la escritura de la historia durante y después de la Guerra de la Independencia, aunque para Sánchez Prado y sus amigos ese afluente intelectual y narrativo –aun en las condiciones de principios del siglo XIX– no sea literatura, insisto en que también la poesía de los árcades y de José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) sufrió del síndrome de lo que llamaré “la pérdida del reino”, término que quizás le guste a Martha Lilia Tenorio, la autoridad en ese dominio.

Tampoco aprecia Téllez la noble acepción de “literatura novohispana” pero como su análisis precisa, desde la tercera línea, que una cosa es la historia literaria y otra el literary criticism, en poco podemos entendernos. Desde su lectura del siglo XVI, A history of Mexican poetry es servil –no puede ser de otra manera– con dos de las características esenciales de la academia en este cuarto del siglo en curso: la búsqueda de la opresión de la clase dominante sobre el resto de la sociedad como prioridad (aunque se haya difuminado la añeja simplicidad marxista del dogma) y la idolatría por todo cuanto traiga perfume a experimentalismo, aun se trate de antiguallas, como veremos.

Apoyándose en los clásicos de aquel primer momento (Bernardo de Balbuena, Diego Mexía), Téllez nos recuerda, por mor de obediencia ideológica, que toda aquella literatura se proponía excluir al multitudinario mundo indígena, que al aliarse con los invasores hizo posible su derrota. El resto del capítulo firmado por Téllez es aceptable: se resalta la naturaleza pública de la poesía novohispana como actividad cortesana aunque “la dimensión performativa de la lírica poética colonial se ha perdido por completo hoy en día”,1 lo cual desanimaría el entusiasmo de sus colegas por lo performático como una de las características “revolucionarias” de la poesía actual. En su conjunto, A history of Mexican poetry se mueve, con pausada determinación, de los ya un tanto percudidos “estudios culturales” que dominaban la entrega de 2016 hacia el culto en boga de lo performático.

Muy interesante, por ejemplo, es la pregunta de Téllez sobre por qué no prosperó la poesía épica castellana en la Nueva España, acaso por su cercanía al poder imperial, y por qué no tuvimos nuestra versión de La Araucana. Creo que sí la hubo, pero en prosa y gracias a Bernal Díaz del Castillo y otros tempranos o tardíos cronistas de Indias. Allí se ve con claridad la impertinencia de excluir a la historiografía de una historia literaria y más aun tratándose del siglo XVI. El capítulo de Téllez termina saludando a la bandera: leer “literatura colonial” es encontrarse con un discurso que legitimaba el rol hegemónico español.

No me detendré en el didáctico y apropiado ensayo de Anna M. Nogar sobre sor Juana Inés de la Cruz aunque se deje seducir un poco por quienes hallan “andrógino” el genio de la monja de Nepantla. Y me felicito, con ella, de que lo performático haya llegado, entre 2020 y 2021, a El Claustro de Sor Juana, con las tertulias virtuales que incluían al Fénix de México en su menú. En efecto, durante la pandemia, hacíamos de todo para entretenernos y mantener el ánimo alerta.

El capítulo tercero es de lo más estimulante que encontré en A history of Mexican poetry. Lo escribió Jesús A. Ramos-Kittrell (“The sound of the word: Music and social transgression in lyric poetry from the Colonia onward”). Aunque al principio desalienta por la confusión mental académica que propician las citas sucesivas de autores tan disímbolos como Gayatri Spivak, Roland Barthes y Margit Frenk, la utilización del término “aural poetics”, seguramente derivado de la enésima relectura de Walter Benjamin, permite hallar algo efectivamente performático en la práctica metaliteraria de leer y musicalizar poesía. Lo dicho y lo escuchado nos permite entender mejor las complejas relaciones entre la música y la poesía, entre la aurality y la oralidad, recurriendo lo mismo al Ovidio de sor Juana que a la Poética (1737 y 1789) de Ignacio de Luzán.

Las justas poéticas novohispanas, se nos dice, anteponían el buen gusto de los dominados al mal gusto del vulgo, expresando la riqueza multirracial de aquel reino, con figuras como el compositor Manuel de Sumaya (1680-1755) a la cabeza. Y en efecto, en los albores del XIX, los árcades sostenían que el buen gusto, a través de la filarmonía, tenía un efecto liberador y durante una larga época la declamación fue una práctica tan frecuente que merece la atención que le dispensan en A history of Mexican poetry. En cuanto a la “transgresión”, la palabra no deja de ser una exigencia del syllabus, un requisito a palomear.

En el grupo de Sánchez Prado es José Ramón Ruisánchez Serra quien mejor conoce la vida literaria en México y ello se nota cuando interviene. Si me refiero a “vida literaria”, no estoy hablando solo del comercio mundano de los escritores sino de la manera en que circulan (y se leen) los libros, lo cual tiene su importancia, como veremos, al hablar de las omisiones de A history of Mexican poetry en cuanto a nuestra poesía contemporánea. Pero en este libro Ruisánchez Serra queda a deber. Su visión de la difícil cesura entre neoclasicismo y romanticismo en México es apropiada, recalcando lo que ya sabemos desde Stendhal en sus estudios sobre el Romanticismo publicados en los años veinte del XIX: en un principio, los románticos fueron antiliberales y los neoclásicos, liberales. La comunión entre liberalismo (y hasta socialismo) con romanticismo es posterior a 1851, cuando Victor Hugo desafía a Luis Bonaparte. México fue uno de los países que hicieron propia esa comunión que fue, en sus orígenes, extravagante aunque acabó por imponerse como moneda corriente y a menudo falsa.

La tesis en “We, the romantics” es bastante simple. La historia de nuestro pobre romanticismo va del quejumbroso “nosotros” de los José María Heredia y los Ignacio Rodríguez Galván al tímido “yo” de los Manuel M. Flores y los Manuel Acuña (que no fue tan tímido: a Samuel Beckett, su traductor con ayuda de Octavio Paz, sus poemas le parecieron obras maestras del género cómico).2 Es decir, el romanticismo, siguiendo a Kojin Karatani, permite a la colectividad convertirse en nación al rechazar porciones del pasado que obstaculizaban la creación de un Estado nacional.3 Pero al leer “En el teocalli de Cholula” (1820 y 1832) de Heredia y “Profecía de Guatimoc” (1839), de Rodríguez Galván, Ruisánchez deja pasar lo esencial.

El primer poema es corregido por Heredia cuando se convierte en conservador y abomina de los sangrientos rituales aztecas y el segundo tiene su punto nodal en el verso donde el antiguo “rey del Anáhuac” le pide al poeta (o a su máscara) que le hable en “la lengua del gran Nezahualcóyotl” y este contesta que la ignora. Esa confesión de Rodríguez Galván es probablemente lo más importante que se escribió en el lapso decimonónico mexicano y lo que regula las rutinarias imposturas del nacionalismo cuando trata de refugiarse en lo indígena. Al convertirse el español, mediante la violenta parénesis de la predicación católica, en lengua franca y en lengua literaria, México pasó a ser, sin adjetivos, otra nación occidental que rezaba en latín. Sus orígenes mestizos y sus singularidades históricas son –metodológicamente– las mismas que las de Francia, cuyos escritores acabaron por escribir en una lengua neolatina “impuesta” por Julio César, pero más de mil quinientos años antes. Al final, A history of Mexican poetry nos ofrece una nutrida lista de poetas actuales en las diversas lenguas indígenas que se escriben en México.

Para que la poesía mexicana se vuelva íntima hay que esperar a Flores, dice Ruisánchez y lo hace tras dar ciertas muestras de pereza intelectual: que, en el teatro, Rodríguez Galván fue bueno (me consta que era horripilante su dramaturgia) y que fue real ese recuerdo brumoso de Guillermo Prieto (1818-1897) llamado “la Academia de Letrán”, grupo cuya existencia y alcances requieren ser documentados. Haciendo uso de una convención benjaminiana, la del poeta romántico marginado por la sociedad burguesa, Ruisánchez dice que la lectura de esos poemas individualiza al lector en las condiciones pacíficas del porfiriato (no sé de dónde sacó que aquella dictadura era “corporativa”) pero, a la vez, los trabajos y los días de El Nigromante (1818-1879) y de Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) fueron dedicados a fincar una “literatura nacional” sobre bases románticas, como ocurrió pasando el medio siglo. Si existe esa fértil contradicción entre el poeta como el presuicidado de la sociedad y el poeta como bardo de la nación, el asunto, en A history of Mexican poetry, no es examinado con propiedad.

En cuanto a “Sentimental sociabilities: The young romantics and their long-lived widows”, de Lilia Granillo Vázquez, me uno al tributo en honor de Laura Méndez de Cuenca y María Enriqueta Camarillo (aunque compararla con sor Juana sea una broma), las mujeres del modernismo a quienes ningún devoto de nuestra literatura suele olvidar. Se agradece la presentación en sociedad de Isabel Pesado (1832-1913), poeta, filántropa y mujer de salón en París, hija de don José Joaquín, el prerromántico que fue uno de los primeros en ocuparse de la poesía atribuida a los aztecas.

El plato fuerte del libro es el texto de Sánchez Prado, el dueño de casa a quien no pocos de los convidados a A history of Mexican poetry le dan las gracias mediante una citación apropiada y encomiosa. Su contribución se titula “Modernismo’s strategic occidentalism: Notes on Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, and José Juan Tablada”. Sánchez Prado repite todo lo que los lectores interesados (aunque a veces se me olvida que estas personas escriben para su alumnado) sabemos del modernismo gracias a la Antología del modernismo, 1884-1921 (1970 y 1999), de José Emilio Pacheco (1939-2014) y a su “Inventario”. Sí, la prelancia de Gutiérrez Nájera (1859-1895) sobre Rubén Darío (1867-1916); sí, la leyenda de Nervo (1870-1919), quien siempre ha tenido magníficos editores y curadores, desde Alfonso Reyes (1889-1959) hasta Gustavo Jiménez Aguirre, o, tratándose de últimas noticias, Sánchez Prado anuncia, en nota a pie de página, que se confirma que Tablada (1871-1945) finalmente sí viajó (comprobado con boleto en mano) al Japón. Un verdadero crítico se hubiera preguntado por qué el orientalismo de Tablada, al menos en sus evocaciones en prosa, parece tan prefabricado si estuvo por allá, pero un “profeteórico” (como los llama Guillermo Sheridan, a quien no se atrevieron a ignorar, como también recurren a Malva Flores) como Sánchez Prado tiene urgencia de competir con Harold Bloom o con Edward Said.

En el primer caso, resulta que quienes sufren del mal de “la angustia de las influencias” somos, de preferencia, los pobres periféricos, ansiosos de mimetizar el “eurocentrismo”, lo cual me parece ocioso, dada mi idea de la universalidad de la literatura, pero agregaría que esa ansiedad es caracterológica y temporal (en la formación de cada escritor, de cada literatura) y no geográfica, pues habría que recordar el sufrimiento padecido por la heredad de Virgilio en plena Europa y durante siglos por el imperio sempiterno de la Eneida. En el segundo caso, Sánchez Prado presume la acuñación del “strategic occidentalism”.4

Ah, caray. Si lo entiendo bien, los escritores del quinto patio escogieron, o escogimos, una “estrategia” para introducirnos de incógnitos en una literatura mundial donde nos tenían, o nos tienen, por indeseables. Como no somos propiamente occidentales (sino ‘whitemexicans’ o ‘europeos de segunda’ como nos llamaba un nobel francés a sus editores del Fondo de Cultura Económica porque ‘mexicanos-mexicanos’ solo los tarascos), debemos ser astutos.

De ser cierta esta argucia militar, la decisión de Petrarca de escribir a la vez en latín o en italiano ¿fue estratégica o táctica? Y la de Voltaire, al arremeter contra Shakespeare por ser una mala influencia para los jóvenes dramaturgos educados con las reglas del Gran Siglo, ¿qué tipo de embestida fue, a mediano o a corto plazo? Cuando Baudelaire decidió hacer el ridículo (o poner en ridículo a su avergonzado protector Sainte-Beuve) y se postuló para la Academia francesa, su deseo de ser miembro de la mera mera de las instituciones literarias del occidentalismo ¿fue, repito, táctico o estratégico? Pareciera, según Sánchez Prado, que es más difícil encontrar acomodo en la tercera clase del barco, lo cual requiere de sesuda estrategia, que dar golpes tácticos y elegantes en la Bolsa de Valores del capital cultural, con el iPhone en la mano, desde la primera clase.5

Tras esta involuntaria representación del “complejo de inferioridad del mexicano” tal cual la planteó Samuel Ramos (1897-1959) en El perfil del hombre y la cultura en México (1934), más vale proseguir con la reseña de A history of Mexican poetry con “The crepusculars: Criollo modernism and the invention of the literary province”, del linajudo Luis Vicente de Aguinaga, quien hace quedar mal a varios de sus colegas en esta historia, simplemente porque tiene más lecturas y más mundo que ellos. No necesita de ninguna gesticulación teorética para explicar con pulcritud cómo los poetas Rafael López, Enrique González Martínez, Luis G. Urbina, Francisco González León y Manuel José Othón –nacidos entre 1858 y 1875– reformularon el concepto conservador y católico de “provincia” (a la manera de La Joven Bélgica, estudiada por Gabriel Zaid) para introducirse, sin necesidad de dar codazos, en las filas del modernismo, atemperándolo para beneficio, desde luego, de Ramón López Velarde, nacido en 1888, como T. S. Eliot.

Sorprende (y vamos en la página 139 del libro) que Aguinaga se atreva a ejercer aquello que causa horror en el resto de los autores de A history of Mexican poetry: el ejercicio de la crítica del juicio, a proclamar un canon, afirmando con toda razón y certeza que El libro de Dios, de Alfredo R. Placencia (fallecido en 1930), es uno de los grandes logros de la poesía religiosa en el español del siglo XX,6 declaración que ilustra, por antagónica, los miedos académicos vigentes. Además del militantismo identitario y el celo comercial por la novedad, se niegan a jerarquizar, no vayan a ser tomados por micro o macroagresores, incapaces de declarar que existen escritores capitales y existimos, muchísimos, muy menores. Ese problema concierne al resto de los textos dedicados a la poesía contemporánea, donde –como en cualquier libro de esta naturaleza– es inevitable que se vayan acumulando las quejas por omisión. Si no hay grandeza, si la excepción no regula nada, todos cabemos en la tercera clase del barco. Sánchez Prado y compañía despiden un tufo medieval: así como en aquellos tiempos se creía que todos los Antiguos, por el solo hecho de serlo, eran grandes autoridades, en A history of Mexican poetry parecería que todos nuestros contemporáneos valen lo mismo.

Siendo así, que el examen de Poesía en Voz Alta (cuya ausencia en A history of Mexican literature les reclamé en estas mismas páginas7 y ahora la repara Jill S. Kuhnheim) se deba, no a que fue teatro poético, sino un evento performático, es lo de menos. Es muy discutible la relación de aquella experiencia de Paz y Juan José Arreola (1918-2001) con los poetas performanceros de la actualidad (José Eugenio Sánchez y Rocío Cerón, nacidos en 1965 y 1972, entre otras personas y grupos) pero dejémosla pasar en nombre del oprobioso magnetismo que el presente le impone a su público, del que se quejaba André Gide.

En relación al propio Paz, los editores prefirieron no tragar lumbre y llamaron a un especialista (Anthony Stanton con “The great synthesis of the critical poets: The rise of Octavio Paz”) y comisionaron a Ángel M. Díaz Miranda una crónica pulcra y objetiva (“Octavio Paz and the institutions of poetry”) que ilustra lo que en mi opinión fue una de las contradicciones fecundas del poeta: su apego a lo que los franceses llaman el “Estado cultural”, en contraste con la “otra voz” propia del intelectual independiente.

La predilección por la poesía comprometida (como se le llamaba antes), asociada a la poesía experimental como el culmen de la lírica, es particularmente visible en “The form that contains multitudes: The Mexican long poem (1924-2020)”, de Tamara R. Williams. Tras exaltar a los estridentistas Manuel Maples Arce (1900-1981) y Germán List Arzubide (1898-1998), tiene que pasar a Muerte sin fin (1939) y Canto a un dios mineral (1942).

Los críticos radicales nunca se han resignado a que el estridentismo, sobre todo el poético, durase tan poco –lo que tardaron sus jefes de escuela en agarrar chamba en los gobiernos revolucionarios–, mientras que los antes vejados “conservadores” del grupo de Los Contemporáneos pasaron a la historia como los agredidos por el Estado de la Revolución mexicana, pese a lo cual fueron algunos de sus más brillantes constructores. Así las cosas, exaltar a José Gorostiza (1901-1973), a Jorge Cuesta (1903-1942) y al Paz vanguardista de Blanco (1967), tanto como al memorioso de Pasado en claro (1975), ya no representa ninguna inconsistencia política que inquiete a las buenas conciencias.

Tras esas indispensables concesiones canónicas, Williams se mete en un pantano. Habla de la fenomenal popularidad de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973), de Jaime Sabines (1926-1999), y la opone, como reza la vulgata, a Paz, cuya “tradición de ruptura” (sic) habría apostado por separar a los poetas de sus lectores.8 Y en un solo párrafo menciona dos veces a Sabines como activista político: primera noticia de que esa ocupación fuese compatible con cobrar como diputado del PRI. Acto seguido elogia a quien puede ser considerado como un heredero de Sabines, un Efraín Bartolomé (1950), por su Ojo de jaguar (1982) y de inmediato pasa al encomio del Incurable (1987), de David Huerta (1949-2022), solo porque este último es también un “poema largo” cuando no solo es eso. Es uno de los poemas más extensos de la lengua, probablemente solo comparable (no son lo mismo) al Cántico, de Jorge Guillén, o al Canto general nerudiano.

El nuevo siglo en poesía se caracteriza, según Williams, por acontecimientos fascinantes como la rebelión de Las Cañadas en 1994, que extrañamente no dejó ninguna canción de gesta, ni ninguna novela memorable, como si los comunicados del subcomandante Marcos fuesen suficientes como literatura neozapatista. Pero, apoyándose en Luis Felipe Fabre (1974), Williams festeja el fin del modo dominante de hacer poesía en México (no en balde Paz moría en 1998) gracias a la aparición de la uncreative writing a lo Kenneth Goldsmith, que habría sido importantísimo para los mexicanos. Se trata de un comediante y poeta conceptual estadounidense orgulloso de jamás haber escrito un soneto y que renuncia a toda originalidad, grabando o copiando enteras las páginas de los periódicos, los procesos judiciales o los reportes del estado del tiempo.

En este contexto –que proviene de las páginas más fatigosas y en su día singulares de los Cantares de Ezra Pound– a Williams no se le ocurre otra cosa que incluir como campeones de la hibridez “transwarholiana” a poetas tan distintos como María Rivera (1971), la propia Cerón, Luigi Amara (1971) o Balam Rodrigo (1974): todo lo que hacen cabe en el poema largo o en el no poema igualmente largo. La lista de títulos y personas incluidas en esa categoría es heteróclita y abrumadora. Si esa largueza poética debe ser antisistémica y rompedora, políticamente desafiante, se entiende la presencia de Antígona González (2012), de Sara Uribe (1978), poema sobre las miles de desapariciones de personas y sobre las mujeres que buscan enterrar a sus muertos, pero no la de Elsa Cross (1946), con Nepantla (2019).

No es concebible relación alguna entre la búsqueda de la espiritualidad mesoamericana de Cross, quien ya se había saciado con el budismo, con la poesía humanitaria y militante de Balam Rodrigo, poeta intertextual como no lo era la vieja y envejecida Espiga Amotinada. Semejante manera de leer, basada en los textos solo por su extensión, tampoco explica la completa exclusión del gran poeta hispano-mexicano Tomás Segovia (1927-2011) y de María Baranda (1962), autores ambos de poemas largos muy significativos, unos cercanos a la poesía de la palabra erótica, otros a la épica que une y separa humanidad y naturaleza, pero del todo ajenos a los experimentalismos posmodernos y conceptuales. Una omisión de esa envergadura solo puede tener una razón de ser: Williams no leyó a José María Espinasa (1957), el crítico de poesía más importante en el cambio de siglo y quien es, como todo escritor interesante, un antimoderno. Increíblemente, Espinasa no aparece citado ni una sola vez en A history of Mexican poetry. Eduardo Milán (1952), un poeta y crítico de origen uruguayo pero esencial en la historia reciente de la poesía mexicana, más empático con el espíritu novator, solo aparece enlistado un par de veces.

Tras el desfiguro cometido por Williams al inventariar el poema largo, sabe a agua de mayo leer a un crítico profesional como Jacobo Sefamí, autor del capítulo doce que lleva el título de “Radical freedoms: Neobaroque, postpoetry” donde se examina, por ejemplo, a Gerardo Deniz (1934-2014), a quien se presenta como un erudito “antipoeta”.

No sé si a Deniz le convenga esa etiqueta, pero se agradece la descripción precisa de su poesía, en efecto erudita, pero por antisolemne, entre el arcaísmo y el neologismo. De igual manera, Sefamí se atreve a exaltar Incurable, de Huerta (notablemente, su padre, Efraín Huerta, casi se esfumó por completo de nuestra poesía, en el cabal entender de Sánchez Prado y compañía), y a Coral Bracho (1951), quien en mi opinión fue, en sus primeros libros, la misma poeta, pero en dos instantes diferentes del tiempo, que Huerta, habiendo sido ambos los escritores mexicanos que se nutrieron con más provecho del giro lingüístico. Y, gracias a Sefamí, los autores de esta obra me hicieron caso cuando les reclamé la ausencia, en su anterior libro, de La sodomía en la Nueva España (2010), de Fabre, de quien ahora se ocupan anchurosamente, por aquello del género, aunque creo que ese libro va más allá de la homosexualidad vigilada y castigada. No me asombra que Sefamí sea el único de los colaboradores de este libro que se refiera al resto de la poesía latinoamericana, neobarroca o no, pues para el resto México es una isla y Guadalajara, un llano.

De mucho interés es “The age of anthology”, de Alejandro Higashi, donde dice, con razón, que los lectores mexicanos (de poesía, se entiende) confunden las antologías con el canon. Ello ocurre también en otros lares, pero aquí el Estado cultural, ogro y filántropo, suele agravar las cosas. Entre la Antología del centenario (1910) y las del siglo en curso, destacan tres: la Antología de la poesía mexicana moderna (1928) firmada por Cuesta, Poesía en movimiento (1966) y el Ómnibus de poesía mexicana (1971), de Zaid (1934). La primera impuso, sin contemplaciones, el gusto de un grupo, las afinidades electivas contra una tradición exhausta; la segunda escenificó la tradición de la ruptura (aunque aquel Paz habría querido más ruptura que tradición) y la tercera amplió los linderos del continente poético, para beneficio (y no lo reconocen) de los autoproclamados posmodernos, mismos que, tan preocupados de la poesía indígena, al no practicar la hemerografía, ignoran que Zaid, en Letras Libres, está haciendo el rescate más notable de la vieja vertiente de esa poesía que está en extinción.

Para acabar de darle cariz combativo a A history of Mexican poetry, un Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea fue convocado para firmar un capítulo, el catorce, sobre lo popular y lo político. Allí se equipara polémicamente a Paz con los infrarrealistas (imitadores cansinos y escandalosos de Allen Ginsberg que alcanzaron la posteridad gracias a que uno de ellos, Roberto Bolaño, resultó ser un gran narrador tras fracasar como el pésimo poeta que fue), entre otros abusos de confianza. Le da este seminario su merecido lugar a Renato Leduc (1897-1986), un raro cuyos poemas son tan políticamente incorrectos que nadie se atrevería a publicar hoy (¿lo haría el SIPMC?), mientras que Abigael Bohórquez (1936-1995), el poeta homosexual preferido de las nuevas generaciones, brilla por su ausencia, otra muestra de la desconexión de los autores de esta obra con la vida cotidiana de la poesía mexicana.

No aparecen ni Elisa Díaz Castelo (1986) ni Fabián Espejel (1995), entre los más jóvenes. En cambio, se quejan de la “persistente exclusión” de Ricardo Castillo (1954), cuyo Pobrecito señor X (1976) es un clásico vernáculo indiscutible desde el primer día en que yo leí poesía mexicana. Que algunos poetas abandonen su trabajo y se dediquen a vivir del cuento es otro problema. Exaltan –y hacen bien en hacerlo– la poesía pública, y política por ciudadana, que escribieron, durante sus largos años de creación, Pacheco y Eduardo Lizalde (1929-2022). En opinión del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea, la politización de la estética, entre nuestros poetas, ha sido un éxito. Y van por más.

Se sorprenden, estos seminaristas, de que un poeta tan radical como Deniz haya gozado de fama y fortuna desde el principio, siendo Paz quien reseñó y celebró su primer libro, Adrede (1970). Quizá sea la hora de decir que la poesía mexicana no resultó tan crepuscular y montañesca como la creían Menéndez Pelayo (cuyo amplio examen de nuestra poesía fue el primero venido del extranjero y subrayaba a poetas como El Nigromante y Acuña que le eran políticamente irritantes a don Marcelino) y Pedro Henríquez Ureña, y la denostada tradición de la ruptura no fue un oxímoron, sino una realidad.

Si es materia de controversia debatir las inclusiones y exclusiones en una antología, no creo que lo sea hacerlo en una historia de la poesía mexicana concebida para estudiantes. Me sorprende, insisto, el creciente desdén académico, al parecer, de Rubén Bonifaz Nuño (que cumplió su centenario) y la indiferencia ante Rosario Castellanos (muerta hace cincuenta), ante Francisco Cervantes (1938-2005) o frente a Zaid, destacado como antólogo, pero no como poeta. Me parece inadmisible la ausencia de José Luis Rivas (1950), ignorantes los autores de A history of Mexican poetry del terremoto que causó la aparición de Tierra nativa en 1982. O la de Lotes baldíos, de Fabio Morábito (1955), dos años después. En ninguno de estos casos se ofrecen explicaciones. O que de un poeta neorromántico que ha dejado tanta huella, como Francisco Hernández (1946), solo destaquen una obra ancilar como las coplas firmadas por Mardonio Sinta, su pseudónimo popular (¿Quién me quita lo cantado?, 2007), habla de que Carlos Monsiváis ganó la batalla cultural: lo marginal está en el centro. Y qué bien que, a la hora de las intertextualidades infinitas, se recuerde a Jaime Reyes (1947-1999). Y qué mal que se omita a Alfonso d’Aquino (1959), quien, en opinión de Cruz Flores en Letras Libres, es más inquietante que muchos de los poetas de su generación, la nacida en los años noventa.

Entiendo muy bien la benjaminiana estetización de la política, aunque no la comparta. Es propia del crítico (y más aún del profesor universitario en los Estados Unidos que, en lugar de alumnos, debe complacer a una clientela, ahíta de novedades, que paga mucho dinero por recibir sus clases) la servidumbre ante el tiempo presente. Sacudírsela, en una institución académica, es casi imposible y por ello la crítica debe escapar de la academia, ahora más que nunca. Hay, ejerciendo en México, estupendos investigadores especialistas en distintos momentos y personajes de nuestra poesía, pero llamarlos a actuar de consuno podría ser contraproducente.9

Lo que es imperdonable, en A history of Mexican poetry, de Ignacio M. Sánchez Prado y sus asociados, es la renuncia –con las excepciones enumeradas– al ejercicio del criterio, el olvido de la crítica como sanción canónica, la calculada pereza al no apostar. Sin ese hilo conductor un libro como este tiene escaso futuro. Pero debo ser humilde y esperar a que algún crítico de poesía, quizá en compañía de algunos pocos amigos y sin la cobertura presupuestaria de una universidad sometida a la política del campus, se atreva a lo que hicieron, como antólogos o teóricos de la poesía, Alfonso Reyes, Jorge Cuesta, Octavio Paz, Gabriel Zaid o Tomás Segovia. Mientras ello no ocurra habrá de aguardarse a ese solitario improbable que esté escribiendo una verdadera historia de la poesía mexicana. ~

José Ramón Ruisánchez Serra, Anna M. Nogar e Ignacio M. Sánchez Prado (editores)
A history of Mexican poetry
Cambridge, Cambridge University Press, 2024, 338 pp.


  1. Jorge Téllez, “The practice of epic and lyric writing in colonial Mexico” en A history of Mexican poetry, p. 25. ↩︎
  2. Octavio Paz, “Samuel Beckett y la poesía mexicana”, Vuelta, febrero de 1990. ↩︎
  3. José Ramón Ruisánchez Serra, “We, the romantics” en A history of Mexican poetry, p. 82. ↩︎
  4. Ignacio M. Sánchez Prado, “Modernismo’s strategic occidentalism: Notes on Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, and José Juan Tablada”, en A history of Mexican poetry, pp. 112-114. ↩︎
  5. Acaso a Sánchez Prado le sirva de consuelo que Paz mismo, en El laberinto de la soledad (1950), cometió un error similar al de su “strategic occidentalism”, al usar aquel concepto de Gabriel Tarde de la “imitación extralógica” para explicar por qué los mexicanos del XIX habían “importado” el liberalismo constitucional europeo cuando este fue una creación de las Cortes de Cádiz que rigieron lo mismo (y en diferente medida) a la vieja y a la Nueva España. Ni fue imitación, ni fue extralógica. ↩︎
  6. Luis Vicente de Aguinaga, “Criollo modernism and the invention of the literary province” en A history of Mexican poetry, p. 139. ↩︎
  7. Christopher Domínguez Michael, “Un triste manual escolar” en Letras Libres, núm. 223, julio de 2017. ↩︎
  8. Tamara R. Williams, “The Mexican long poem (1924-2020)” en A history of Mexican poetry, p. 206. ↩︎
  9. Entre los académicos excelentes que he leído y citado no solo está Jiménez Aguirre (Nervo), sino también Alejandro González Acosta (Heredia), Esther Martínez Luna (los árcades), Nancy Vogeley (Lizardi), Mariana Ozuna Castañeda (Payno), Luz América Viveros Anaya (Ceballos), Manuel Sol Tlachi (Othón), para hablar solo de poesía mexicana del siglo XIX. ↩︎
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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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