En un ya clásico experimento, los psicólogos Richard E. Nisbett y Timothy Wilson de la Universidad de Michigan expusieron una serie de objetos, como pares de calcetines, y pidieron a la gente que eligiera uno. Los participantes prefirieron sistemáticamente los que tenían más a su derecha. Pero cuando se les pidió que explicaran sus elecciones, no mencionaron la posición de los objetos, sino que atribuyeron a una mejor textura o un color más bonito su elección de los calcetines escogidos, incluso cuando eran todos idénticos. Lo que hicieron fue fabular. Al no saber los motivos que explicaban su elección, construyeron una explicación que no se basaba en evidencias relacionadas con los factores que determinaban sus elecciones, sino que mencionaron en su lugar razones plausibles sobre por qué el objeto elegido era mejor.
Este tipo de comportamiento no se limita a situaciones experimentales. En nuestro día a día, a menudo explicamos nuestras elecciones con seriedad incluso cuando no sabemos algunos de los factores relevantes que explican las razones de las mismas. Cuando ofrecemos una explicación, proponemos un argumento plausible sobre por qué elegimos como elegimos. Imagina que un comité tiene que elegir entre dos candidatos para un trabajo, y los está evaluando después de considerar cuidadosamente sus currículums y sus actuaciones en las entrevistas. La mayoría del comité expresa una preferencia muy sólida por John (un hombre blanco) sobre Arya (una mujer de color).
Al explicar sus preferencias, los miembros del comité dicen que John tiene más experiencia que Arya, y que mostró más confianza en la entrevistas. Pero en realidad ambos candidatos tienen el mismo nivel de experiencia relevante, y exhibieron el mismo nivel de confianza en la entrevista. La preferencia de los miembros del comité es el resultado de un sesgo implícito contra las mujeres de color. Como no son conscientes de este sesgo, les falta información relevante para los factores que determinan su preferencia. La explican dando el tipo de razones comúnmente aceptadas en un contexto de contratación de un empleado. Es decir, fabulan. “Fabulación” proviene del latín fabula, que puede ser tanto un relato histórico como un cuento de hadas. Cuando fabulamos nos contamos una historia ficticia pensando que es real. Como no somos conscientes de que es ficticia, es algo muy diferente a una mentira: no tenemos intención de engañar. En la fabulación hay un desajuste entre lo que aspiramos a hacer (contar una historia verdadera) y lo que acabamos haciendo (contar una historia ficticia). Solemos fabular cuando nos piden que expliquemos nuestras elecciones porque no siempre conocemos los factores responsables de ellas. Sin embargo, cuando nos preguntan por qué hemos tomado una decisión, ofrecemos una explicación. La explicación puede sonar plausible, pero no está basada en evidencia relevante porque no tiene en cuenta algunos factores determinantes.
Parece obvio que la fabulación es algo que deberíamos evitar si podemos. Es el resultado de la ignorancia y extiende información engañosa sobre nosotros mismos (que elegimos, por ejemplo, calcetines en base a su color) o sobre el mundo (que Arya se mostró menos segura que John en la entrevista de trabajo). Pero, por muy contraintuitivo que parezca, la fabulación puede tener tanto costes como beneficios. Mi teoría es que cuando fabulamos, en vez de reconocer nuestra ignorancia construimos una mejor imagen de nosotros mismos, integramos información dispar sobre nosotros en una historia coherente y compartimos información sobre nosotros con otras personas.
Tengamos en cuenta estos tres efectos de uno en uno. Al tener una explicación de nuestras elecciones, en vez de reconocer nuestra ignorancia, mejoramos la imagen privada y pública de nosotros mismos. A pesar de nuestro estado actual de ignorancia sobre los factores que influencian nuestras decisiones, nos presentamos como agentes que saben por qué tomaron las decisiones que tomaron y que toman decisiones por buenos motivos. Si los participantes en el experimento de Nisbett y Wilson no hubieran explicado su elección de los calcetines, habrían dado la impresión de elegir al azar o de no ser clientes con criterio. Si los miembros del comité no hubieran dado una razón por la que preferían a John antes que a Arya para el trabajo, sus preferencias no habrían sido tan acreditadas.
Es más, cuando ofrecemos una explicación, un ejemplo de comportamiento cuyas causas nos resultan vagas puede integrarse en un sistema más amplio de creencias, preferencias y valores que contribuye a una sensación general de quiénes somos, lo que a menudo llamamos identidad. Las opciones particulares encajan en un patrón de preferencias y acaban formando parte de relatos comprensivos, donde las razones dotan de sentido a nuestro comportamiento pasado, y moldean nuestro comportamiento futuro. Los participantes del estudio de Nisbett y Wilson se atribuyen a sí mismos una preferencia general por las medias más brillantes o por los camisones más suaves. Esa preferencia puede también usarse para interpretar su comportamiento pasado o predecir sus elecciones comerciales futuras.
Finalmente, cuando fabulamos, compartimos información sobre nosotros, y nuestras elecciones pueden convertirse en un objeto de discusión o debate. Recibimos una valoración externa sobre temas que son relevantes para nuestras decisiones, y podemos volver a revisar las razones que usamos para explicar nuestro comportamiento. Si los miembros del comité de selección afirman que su preferencia por John se debe a su mayor experiencia de trabajo, el hecho de que es mejor que Arya al respecto puede cuestionarse. El currículum de John puede revisarse, y esto puede provocar un cambio de preferencia.
Aunque nuestras elecciones a menudo están influidas por pistas externas e impulsos inconscientes, solemos considerarnos agentes competentes y bastante coherentes que hacen y creen en cosas por buenas razones. Esta sensación de tener capacidad de actuar es en parte una ilusión, pero sostiene nuestra motivación para perseguir nuestros objetivos bajo circunstancias críticas. Cuando sobreestimamos nuestras capacidades, solemos ser más productivos, más resilientes, planeamos mejor, y somos más efectivos al resolver problemas. Cuando vemos nuestras opciones como motivadas por razones, y las integramos en un patrón coherente de comportamiento, es más probable que cumplamos nuestros objetivos. Las implicaciones de explicar una elección particular se convierten en más significativas cuando la elección se define por sí sola, como el voto a un partido político en unas elecciones generales o la elección de una pareja de por vida, que son también tipos de elecciones que a menudo explicamos de una forma fabuladora. Articular razones para elecciones que se explican por sí solas puede ser el comienzo del diálogo y la reflexión, y potencialmente puede conducir a un cambio y a la automejora.
Alguien podría objetar que una explicación mejor fundamentada de nuestra elección, incluida una explicación exacta (por ejemplo: “Elegí este par de calcetines por el efecto posición, del que en su momento no era consciente”), sería mejor que la fabulación (por ejemplo: “Elegí este par de calcetines porque tenían un color más brillante”), y nos ahorraría creencias falsas. Pero incluso si tuviéramos disponible una explicación exacta, probablemente no desempeñaría el mismo papel de aumento de autoestima que la explicación fabuladora. Explicar las elecciones de consumo basándonos en una tendencia inconsciente hacia los objetos a nuestra derecha no encaja con nuestra idea de que somos agentes competentes y coherentes. La fabulación pone en cuestión nuestra comprensión de la realidad y de nosotros mismos, pero, en términos de agencia y voluntad, a menudo va mejor que una explicación bien fundamentada, o incluso una exacta. ~
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Traducción de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en Aeon. Creative Commons.
es profesora de filosofía en la Universidad de Birmingham. Su libro más reciente es Irrationality (2014).