Coraje y tolerancia

En su libro más reciente, Timothy Garton Ash realiza una valiosa investigación sobre los desafíos a los que se enfrenta la libertad de palabra. Su defensa incluye resistir ante la censura integrista pero también mejorar la calidad de los debates.
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Me parece improbable encontrar a un liberal devoto del legado de John Stuart Mill que tenga algún desacuerdo de importancia con Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado, de Timothy Garton Ash. No solo es un libro gutemberguiano, sino el resultado de una investigación extensa y minuciosa sobre el terreno y en la red, cuyos resultados fluyen en freespeechdebate.com/en/. La libertad de palabra, afirma Garton Ash (Londres, 1955), está en el centro de lo humano y sus creaciones colectivas más preciadas, desde la más antigua tolerancia de cultos atribuida al emperador Aśoka hasta las más refinadas democracias liberales, pasando por la Ilustración, no son, como lo aseguran algunos censores multiculturalistas, solo un “invento occidental”. El autor de Libertad de palabra fue a encontrar las fuentes de la libertad de palabra –con el precedente de Amartya Sen, Kwame Anthony Appiah y Simon Leys– también en la tradición confuciana o en el tribalismo africano, de naturaleza deliberativa, e incluso en Senegal, tierra de humoristas donde las diferencias étnicas suelen resolverse en ese campo del ingenio.

Garton Ash, activo periodista internacional educado con los disidentes del comunismo antes de la caída del Muro de Berlín en 1989, ha recorrido, tras la libertad que hace posible el resto de las libertades, países como la India, con una importante minoría musulmana y un hinduismo cada día menos tolerante. Allí también se ha encontrado con hombres y mujeres, leyes y tradiciones, que invocan a la libertad de palabra, pues muchos seres humanos –nos dice este libro que si peca de algo es de optimismo– están dispuestos a hacer suya la frase atribuida a Voltaire, que muchos otros se han atribuido (vaya, hasta Ezra Pound), pero que nunca ha sido localizada tal cual en algún texto del filósofo: “No estoy de acuerdo con lo que dices pero daría la vida por tu derecho a decirlo.”

El principal problema de Libertad de palabra se encuentra fuera del libro y es consecuencia de los crepusculares días que dieron fin al año pasado cuando Donald Trump fue electo presidente de Estados Unidos. Se trata de un personaje ausente en el índice onomástico de la edición en inglés, ya en librerías para ese entonces. Garton Ash asume que, más para bien que para mal, vivimos, gracias a internet, en una Cosmópolis algo distinta de la aldea global profetizada por McLuhan. Pues bien, hemos descubierto con horror que no solo los terroristas islámicos o los menos enfadosos abogados de la cienciología, perseguidores de todo el que ose investigar a la poderosa secta, no viven o no quieren vivir en Cosmópolis (la conflictiva tierra donde, según el autor, se bate la libertad de palabra) sino que tampoco el nuevo presidente estadounidense lo desea. Las devastadoras consecuencias del anticosmopolitismo emanado de la Casa Blanca vuelven urgente un nuevo libro del londinense, pues Libertad de palabra, como periódico de ayer, envejeció la noche del 8 de noviembre de 2016. Y junto al libro de Garton Ash, muchísimos de nosotros.

Y lo digo pensando en un punto que Garton Ash solo toca de manera superficial: la relación entre el lenguaje políticamente correcto y la libertad de palabra. Trump –y varios de sus antagonistas liberales le dan con tristeza la razón– se presentó como el abogado de la libertad de palabra de aquellos condenados de la tierra en la mismísima tierra de la Gran Promesa que, hartos de los eufemismos de las élites, lo votaron contra los demócratas y su identitarismo. La corrección política –nacida en las universidades norteamericanas y emigrada, desde la academia, hacia Washington y después replicada por todo lugar– mutiló la libertad de palabra, gracias a lo cual un demagogo que amenaza a los grandes periódicos con la censura se presenta como el salvador de los valores defendidos por Garton Ash, quien tampoco aborda cómo el tipo de comunicación promovida por Twitter es ideal para la propagación de la media verdad, el hecho alternativo o la mentira ponzoñosa. Nunca como antes el medio fue el mensaje y no encuentro nada más lesivo para la libertad de palabra que el tuit. Y aunque la rabia de Trump contra los eufemismos de la política identitaria es solo otro eufemismo cuya verdadera naturaleza autoritaria irá perdiendo sus ropajes de oro mediante la censura, ese odio nos obliga, a Garton Ash y a sus lectores, a preguntarnos cómo las democracias liberales llegamos, defendiendo la tolerancia, a la intolerancia.

Libertad bajo palabra nos ubica en el mapa. Cosmópolis no es la realización de la utopía soñada por los ciberlibertarios del año 2000 sino un planeta donde internet está dominado por cuatro hermanas omnipresentes, monstruosas, codiciosas y omniscientes (Google, Apple, Facebook y Amazon) que, bautizadas por la anglofobia francesa como GAFA, son un nuevo tipo de superpotencia, sin territorio fijo, animada por el lucro y guardiana de totalitarismos como el chino. Se trata de verdaderas multinacionales capaces de decidir qué deben ver (o mirar primero) millones de ciberciudadanos, dueñas de una capacidad de ocultamiento nunca antes vista en el planeta.

Convenencieras, las GAFA se presentan, cuando así les beneficia, solo como intermediarias entre millones de personas que eligen libremente servirse de ellas y, cuando les conviene, se descaran como contrabandistas que cruzan leyes y reinos sin ningún escrúpulo y con patente de corso. Al mismo tiempo, los Estados nacionales, cuya extinción, tras el Brexit, quedará para el año de la castaña, reivindican una doble soberanía: la antigua, la de la Paz de Westfalia de 1648 sobre sus territorios, y otra, sobre su dominio de la red en el siglo XXI. Esta última, venturosamente, es un queso con demasiados agujeros a través del cual los ratones, armados de nuestros “ratones” adjuntos a la computadora, podemos ser libres lejos de los ciberpoderes, casi todopoderosos gatos y perros. En Libertad de palabra siempre se apuesta a que los ratones nos saldremos con la nuestra.

Si Garton Ash fuera un antiliberal, como Žižek o Badiou, lamentaría, hipocritón, que hemos llegado al mundo de 1984 donde son las corporaciones –tan temidas desde el siglo XIX por el anarquismo norteamericano a la Thoreau–, y no el Estado, quienes se han adueñado del universo, dejándonos como esclavos sin pan bajo el poder del Gran Dinero. Pero Garton Ash, liberal, ve en Cosmópolis una oportunidad de coraje y tolerancia. Y lo hace no solo llenando el vaso medio vacío con la libertad de palabra que llega, gracias a internet, a todos los confines del planeta, incluso los más pobres, donde un teléfono inteligente puede significar la diferencia entre el hambre y la sed o la vida, sino explicándonos lo que internet no es. Resulta falso, y ya es hora del desengaño total, que la red estimule la discusión de ideas.

Esfuerzos como el del propio Garton Ash –freespeechdebate.com/en/– parten de la convicción de que necesitamos más y mejor debate, una calidad cada vez mayor de libertad de palabra para impedir una internet donde, como ocurre, cada fiel solo acuda en busca de su verdad a su propia parroquia: los extremistas islámicos con sus ulemas, los compradores a su wish list de Amazon, los animalistas con sus gurús, los pedófilos a sus ergástulas virtuales y un largo etcétera. Cass Sunstein, citado en Libertad de palabra, asegura que internet potencia la llamada polarización grupal. Nuestro universalismo es un multiparroquialismo, parece decir Garton Ash, y solo Wikipedia, con todos sus defectos, cumple con el sueño libertario y humanista de una internet sin fronteras ni lucro, diseñada para una humanidad mejor.

Garton Ash aborda uno a uno los retos que debe afrontar Cosmópolis. El más grave –a propósito de los cartones daneses de 2005, el video titulado La inocencia de los musulmanes divulgado en YouTube en 2012 o las caricaturas de Charlie Hebdo, causantes de matanzas fundamentalistas– es la violencia contra la libertad de palabra (y de imágenes: Jimmy Wales, fundador de Wikipedia, le contó al autor que la mayoría de las quejas recibidas y analizadas por su singular compañía tienen que ver con las imágenes y no con las palabras).

Como en ningún otro tema, el tolerante Garton Ash es intolerante: “el veto del asesino”, como lo llama, no puede permitirse e, incluso si eso significa perder más vidas, los ciberciudadanos debemos arriesgarnos a defender el derecho a la libertad de palabra (y de imagen) propio de las democracias: el delito de blasfemia no puede ni debe implementarse. Garton Ash examina qué es la ofensa en todas sus variantes (y al abordar la tesis de MacKinnon de que toda pornografía es misoginia activa y debe prohibirse, se niega a seguir a la feminista en nombre de la libertad de expresión) y cuáles tipos de agresión conlleva. En buena lid liberal, el inglés concluye que, a estas alturas, prohibiciones como la alemana de mostrar esvásticas en público, habiendo tenido acaso su razón de ser después de 1945, son ahora contraproducentes en Cosmópolis. Ni el más virtuoso de los Estados puede monopolizar la verdad histórica, interpreto a Garton Ash y agrego un argumento: prefiero a la ultraderecha alemana, holandesa o francesa, mostrando su verdadero rostro y no reptando oculta tras los eufemismos nacionalistas que esta particular forma de intolerancia garantista y antiliberal les ha otorgado con gratuidad. Garton Ash cita a Soli Sorabjee, un antiguo fiscal general de la India: a una magnífica pedagogía histórica le corresponde imponer la verdad de los horrores del pasado y no el facilismo, a veces tan tentador, implícito en las paternalistas prohibiciones legales.

El gran problema de la libertad de palabra es la religión y, en concreto, el islam. Garton Ash charló con los más refinados doctores musulmanes y encontró un diferendo capital. Ellos no pueden compartir con el liberalismo la idea de que es posible respetar individualmente al creyente como hombre de fe, reducido a la esfera privada, pero no a su religión como comunidad que actúa políticamente. Esa unidad indisoluble entre fe individual y creencia colectiva lleva, en Libertad de palabra, a una conclusión sorprendente. Siguiendo al islamólogo francés Olivier Roy, Garton Ash aclara que el terrorismo islámico no se debe a la ausencia de Reforma en el islam sino precisamente a que esta atraviesa, ahora mismo, por su momento calvinista más álgido. La tercera generación de creyentes islámicos, nacidos en sociedades laicas, concibe de manera individual su relación con Dios y su Profeta, es decir, más allá del conservadurismo de sus padres y abuelos, de la prudencia de las mezquitas levantadas en tierra de infieles y de las lecturas tradicionales del Corán. Y, como ocurrió en la Ginebra de Calvino, esa lectura no puede ser sino fundamentalista y violenta. Que los jóvenes yijadistas protagonicen una Guerra de Religión cabe dentro de la lógica de la historia de las religiones. Las locuras expansionistas de ISIS, ansiosas de homologar fe y territorio, no son del todo distintas, agregaría yo, a las de los príncipes alemanes que le dieron la espalda a Roma para seguir a Lutero y crear pequeñas naciones protestantes. De ser cierta esta hipótesis evolucionista queda por saber cuándo y cómo esos reinos, de establecerse, se convertirán, como llegaron a serlo los Países Bajos o Escocia, en oasis de la Ilustración.

De Libertad de palabra se colige que seres tan distantes, como el universitario invariablemente ofendido en Occidente y el terrorista, islámico o antiislámico (como el noruego Anders Behring Breivik), quienes no se conciben como criminales sino como “mártires de una guerra justa”, son eslabones de una misma cadena. El primero tiene en tan poca estima la certidumbre de sus ideas o de su fe que considera que no solo un chiste sino una teoría contraria (el evolucionismo, la negativa a creer en la teorética del feminismo radical o la libertad de cultos, etc.) lo daña como individuo, mientras que el segundo usa la polémica noción de “guerra justa” como consecuencia de la impermeabilidad de la opinión propia. Quien pide respeto a sus prejuicios personales, para no discutirlos con sus semejantes y someterse al riesgo de verse intelectual o sentimentalmente desarmado, está más cerca del mártir de la guerra justa de lo que cree. “La libertad de ofender es una libertad necesaria”, acabó por confesar el comentarista, británico y musulmán, Inayat Bunglawala, tras recorrer el mundo islámico investigando la fetua contra Salman Rushdie, por sus Versos satánicos, en 1989, un momento capital –dice Garton Ash– en la historia de la libertad de palabra. En aquellos tiempos anteriores a Cosmópolis, se nos recuerda en este libro, los menos interesados en perseguir al escritor indio fueron los musulmanes británicos, educados en la tolerancia anglicana.

En cuanto a la persecución de la libertad de palabra en el campus –las hoy muy comentadas “microagresiones” que dicen sufrir los estudiantes cuando se acerca (literalmente) a su hábitat un profesor de ideas ajenas a las suyas–, Garton Ash prefiere mostrar cierta flema. Se trata de excesos anticanónicos que en su opinión nunca prosperan del todo, pese a que en Libertad de palabra el “veto del ofendido” precede al veto del asesino. De igual manera, así como Lenin decía que hasta cierta edad los jóvenes están autorizados a decir estupideces, Garton Ash sostiene, con humor, que imaginar una universidad en donde los estudiantes, de vez en cuando, no expulsen a los conferencistas que les resulten antipáticos o irritantes, es como imaginar un bosque sin árboles. Garton Ash deja en la sabiduría de las autoridades universitarias conciliar a los rijosos con aquellos que desean escuchar a los indeseables.

Ese optimismo proviene de su fe en el universalismo de la libertad de palabra y en su necesidad de defenderla, no solo de toda censura integrista, sino del mercantilismo de Silicon Valley, tan hábil para hacer pasar un interesado relativismo moral por universalismo. Tampoco habría que olvidar (aunque al propio Garton Ash a veces le ocurre) que no todos los seres humanos son ciberciudadanos ni todo el mundo vive en línea. Y es en la libertad artística, se razona en Libertad de palabra, donde está, desde hace 2,500 años y a pesar de todos los monoteísmos, la pócima más nutritiva para vivir la libertad en diversidad.

En un mundo conectado, concluye Garton Ash, la libertad de palabra debe arreglárselas para defender las cuatro características de la privacidad, a decir de Alan F. Westin: la soledad, la intimidad, la reserva y el anonimato. Se trata de un cuarteto que ha acompañado todo el proceso de democratización y liberalización del planeta –el voto es, por fortuna, secreto–, pero que ha encontrado en Cosmópolis una peligrosa vida a la intemperie. Hay que defender la privacidad incluso en el caso de aquellas personas públicas que, según algunos, al elegir serlo, pierden esa inmunidad (a pesar de esto, Garton Ash es realista en cuanto al “derecho al olvido” que reclaman a Google criminales falsos o verdaderos o personas que han purgado ya largas penas por sus delitos, a fin de que las noticias de su vida pasada sean borradas de la red). Causa justa de difícil concreción. La reputación puede ser restaurada, mientras que la violación a la privacidad es una ofensa imprescriptible, dijo Max Mosley –el rico heredero de lord y lady Mosley, nazis británicos encarcelados por Churchill–, quien ganó una demanda contra Rupert Murdoch. Uno de los periódicos amarillistas del magnate de origen australiano acusó a Mosley, patrón de la Fórmula Uno, de haber organizado una orgía nazi, que no era nazi pero sí privada.

Algunos puntos de Libertad de palabra son más polémicos que otros, desde luego. A mí no me quedó del todo claro por qué Garton Ash simpatiza con Edward Snowden y no con Julian Assange. A ambos les reconoce la valentía de no ocultarse tras el anonimato, sin embargo, al segundo lo culpa de poner en riesgo, debido a su vanidad de hacer circular información que a la postre resultó baladí, vidas inocentes en tiempos de guerra irregular. A Snowden, en cambio, aun admitiéndolo entre los moralizadores narcisistas, Garton Ash lo presenta como un defensor de la privacidad de los ciberciudadanos frente al poder de los Estados informáticos y de las corporaciones dueñas de la metadata. Pero objeto que, al ingresar a la CIA y a la NSA, el joven consultor no ignoraba el hecho de haber sido reclutado por el espionaje. A algunos podrá parecerles muy digna su caída de Damasco pero es ingenuo pedir para él que no se le persiga según el acta estadounidense de 1917, contra quien devela secretos de Estado. Del mismo modo es evidente qué clase de gobiernos, celosos censores, se han aprovechado de su heroísmo. Desde la batalla de las Termópilas, el destino de los espías que han cambiado de bando no es ciertamente halagüeño.

Con Libertad de palabra, Garton Ash le ha prestado un gran servicio a nuestro doliente mundo interconectado. Al final de su obra, así como Isaiah Berlin distinguió a los erizos de los zorros, Garton Ash dice que necesitamos lo mismo de la tolerancia incluso permisiva de un Berlin que del coraje indómito y muy escaso en autocrítica de Christopher Hitchens (que tenía en poca estima el valor civil de sir Isaiah, por cierto). Equidistante, Timothy Garton Ash escribe que son indispensables tanto los Berlin como los Hitchens, los cautos Erasmos junto a los incendiarios Luteros. Que saberse mover, regidos por la libertad de palabra en este mundo multitudinario es, como lo supieron los epicúreos, un arte tan difícil como el de aprender a navegar, por primera vez y sin instructores, en el antiguo mar Egeo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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