Cuando todos los caminos llevan a Bach

Da la impresión de que Bach está en todos lados: en canciones de jazz, discos de salsa, en piezas de Brahms, Berio y The Beatles. Su obra pone en evidencia el diálogo entre épocas que propicia la música.
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El poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer revivir el pasado, sino, por el contrario, de su capacidadde hacer limpieza con todo, de extraer el contexto, de destruir.

Walter Benjamin

Dicen que Johann Sebastian Bach es el músico que más ha inspirado a músicos de otras épocas. Es más, podríamos decir que lo que estos compositores han hecho ha sido robar su música: han (re)arreglado, transcrito, recortado, deformado, plagiado y destruido fragmentos, piezas e ideas musicales del llamado “padre de la música”, que de alguna forma les ha robado a su vez a ellos algo. ¿Pero qué? Recordemos aquella escena en que un jovencísimo Wolfgang Amadeus Mozart –que hasta ese momento conocía muy poco la música de Bach, una obra que apenas se seguía interpretando en público– en su primera visita a Leipzig interrumpió al coro doble de estudiantes de la escuela de santo Tomás que interpretaban un motete, al grito de “¿Qué es esto?”. Un viejo alumno del Kapellmeister escribió esta curiosa historia: Mozart, relata, se había levantado de su asiento sobresaltado y “parecía tener el alma en sus oídos”. A todos nos ha pasado esto, me refiero a escuchar música que nos arroja el alma a los oídos y nos hace detenernos de repente. Patti Smith cuenta cómo tuvo que parar su coche al escuchar por primera vez “Light my fire” de The Doors. A esta sensación me refiero: a escuchar algo que hace que, de manera súbita, cese el rumor ininterrumpido de nuestros pensamientos.

Pero regresemos a Mozart, quien –impresionado con la música de Bach– no tuvo más remedio que reciclar, por poner un ejemplo, algunas de las fugas a cuatro voces de El clave bien temperado, a las que adaptó para cuarteto de cuerdas. Re-ciclar en el sentido de insertar de nuevo una cosa a un círculo o ciclo de vida, música que nace de la aprehensión de otra música pero que a su vez prescinde de ella. Así, para escuchar esa otra adaptación que Mozart hizo de la Sonata a trío para órgano n.º 2 de Bach para trío de cuerdas, no se necesita que el oyente (re)conozca la versión original. No es como cuando lees un artículo académico o una noticia cultural que te remite inevitablemente a la obra de la que se está hablando, a sus influencias, antecedentes, contexto, trascendencia histórica y tantas otras cosas. Para nada. Por eso George Steiner decía que “las mejores lecturas del arte son el arte mismo”, porque es el arte, y no los discursos, el que nos inquieta desde el silencio más hondo, el que anula nuestras certezas para interrogarnos. Cuando el Menard de Borges lee el Quijote de Cervantes no pretende explicarlo u otorgarle un juicio valorativo. Lo que hace, más bien, es reescribirlo. De forma similar Johannes Brahms escucha el movimiento de “Chaconne” de la Partita para violín solo n.º 2 de Bach y queda tan sacudido que lo reescribe para ser tocado con la mano izquierda en el piano, transcripción que, por cierto, le dedica a su amiga Clara Schumann: “Si yo pudiese imaginarme a mí mismo escribiendo, o incluso concibiendo tal obra, estoy seguro de que la excitación extrema y la tensión emocional me volverían loco.” Seguramente hay algo de locura en lo que Brahms escribió, la necesaria para que él y tantos otros –Ferruccio Busoni, Robert Schumann, José Limón, Rudolf Lutz, Andrés Segovia– se hayan reapropiado del mismo movimiento desde otros lenguajes. Después de todo, de ahí viene la palabra traducción: “pasar de un lado a otro”, recorrer un trayecto, lo que implica una pérdida y un encuentro.

Anton Webern se reencuentra con el “Ricercare a 6 voces” de la Ofrenda musical de Bach a través de su propia orquestación, en la que cada línea musical aparece nítidamente revestida. Influenciada por las orquestaciones de Webern, Sofía Gubaidúlina se apropia del tema real de la misma Ofrenda para componer algo así como una ofrenda de la ofrenda de Bach: Offertorium, un concierto para violín y orquesta sinfónica que le dedica al violinista Gidon Kremer. Luciano Berio orquestó el aparentemente inconcluso “Contrapunctus XIV” de El arte de la fuga, aquel laberinto contrapuntístico que Bach había escrito como un diario muy personal los últimos años de su vida. Berio lo concluyó con una especie de amén discordante, un des-acorde de notas que, entretejidas al mismo tema, forman la palabra B-A-C-H. ¿No suele decirse que una traducción es también una traición? Y es que la creación, como mencionó alguna vez el mismo Berio, “implica un cierto grado de destrucción e infidelidad”.

Las apropiaciones no tienen derechos sino que son más bien torcidas, como el Sankt-Bach-Passion, el oratorio que Mauricio Kagel compuso inspirado en La pasión según san Juan. Aquí es el recuerdo de Bach el que es revivido y convertido en el protagonista de su propia historia. Las citas musicales de Kagel, a pesar de remitir a textos de la época y mostrar residuos de una puesta en escena barroca con su coro de niños y su especie de bajo continuo surrealista, no tienen nada que ver con la música de Bach. De hecho, a lo largo de la obra no aparecerá ninguna melodía. Es Bach mismo el que le interesa a Kagel. Como decía Emil Cioran: “Sin Bach, la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada perentoria. Si alguien debe todo a Bach es sin duda Dios.” Y más hoy en día, ¿quién forma parte de aquella fe tan bachiana en donde la ausencia del nombre de Dios habita el sonido?

Probablemente David Lang, aunque de una forma distinta. En su pasión minimalista, el personaje que sufre (passio en latín significa sufrir, aguantar) no es Jesús sino una niña pobre y alejada de la fe de la sociedad hipercapitalista ajena a cualquier Bach, aquella que promete que el sentido de la vida es ser felices. Ella, por el contrario, es tan ingenua y poco razonable que no espera ningún happy end sino que sostiene el último instante de su vida entre el horror y la belleza. En The little match girl passion, Lang toma fragmentos e ideas tanto de La pasión según san Mateo de Bach, basada a su vez en el Evangelio, como del cuento de Hans Christian Andersen, como si en cada uno de estos textos existiese algo primario que sigue latiendo en la actualidad. La estructura musical de su pasión es la misma que la de Bach: un narrador, coros que comentan las escenas, corales y arias. La belleza de La pequeña cerillera es, para Lang, algo tocado por el dolor, la compasión y el carácter irremediable de la vida, ese destino oscuro que por más que prendamos una luz siempre nos estará esperando. Su relato es profundamente actual y, por lo mismo, abierto a la interpretación del público y los ejecutantes:

En la madrugada, allí yace la pobre chiquita, con las mejillas pálidas y la boca sonriente, recostada contra la pared; había muerto congelada la última noche del año; ¡y el sol de Año Nuevo se alzó y brilló sobre un pequeño cadáver! La niña seguía sentada, en la rigidez de la muerte, sosteniendo los fósforos en su mano, un manojo de los cuales se había quemado. “Intentó calentarse”, dijo alguien…

Gilles Deleuze decía que la música de Bach “es un acto de resistencia contra la separación de lo sagrado y lo profano”. Y es que tratar de comprender a Bach desde la esfera del “arte por el arte” ha creado cientos de clasificaciones que no solo provocan que la cultura de los medios y la educación musical laica le den preferencia a sus obras “profanas” sino que también han puesto bajo una lupa academicista la relación que este llegó a tener con la religión protestante luterana. Por ejemplo, a partir de la Ilustración nos encontramos con calificativos tales como: Bach “el piadoso cristiano”, “el quinto evangelista”, el “supremo cantor y acérrimo luterano”. O más adentrados ya en el siglo XX: Bach “el agnóstico que se limitaba a tolerar la teología y las prácticas luteranas para poder componer e interpretar”. ¿No son precisamente las etiquetas las que revierten siempre los ideales y los prejuicios de la época que las utiliza? ¿Cómo “razonar” la música cuando la escucha misma es olvidarse de las referencias del mundo?

A veces me imagino a Bach un poco como a Fred –el protagonista de la película Youth de Paolo Sorrentino–, un director de orquesta y compositor pensionado que decía que en realidad él no sabía nada de la vida y por eso se refugiaba en la música. Y es que se sabe poquísimo de la vida de Bach además, claro, de que tanto él como su familia se aferraron a la música como si esta fuese una tabla flotando en medio de un océano. Sabemos, por ejemplo, que siendo organista en la iglesia Nueva de Arnstadt se peleó con un fagotista que estaba a su cargo, quien le reclamó el haberlo insultado al decirle Zippel Fagottist (alevín o principiante), o que estuvo un mes en la cárcel por haber renunciado a su trabajo en la corte de Weimar sin autorización previa (“insistió demasiado en el asunto de su destitución”, dice el documento oficial). Me encantan estas anécdotas, sobre todo cuando hacen pedazos cualquier espejo que trate de reflejar la personalidad de Bach en su música. ¿No es una actitud muy propia del capitalismo esperar que las cuentas salgan? Me refiero a aquella idea del genio romántico que ve al artista como un gigantesco autobiógrafo. Más allá de las pequeñas anécdotas, la vida de Bach que se ha conservado en documentos, al contrario de su música, tiene pocas dimensiones emocionantes, a pesar de que es el compositor de quien más biografías se han escrito. Aparentemente a Bach no le gustaba la teoría ni el blablablá tan sobrevalorado hoy en día. Y con esto me refiero a aspectos como que él prefirió siempre la especulación de la naturaleza a través del sonido, es decir: a través de la composición, la improvisación, la enseñanza y la puesta en práctica de la música. Por ejemplo, mientras Johann Mattheson, un colega suyo, argumentaba que todas las tonalidades podían ser arregladas por temperamento de tal forma que se usaran diatónica y cromáticamente, Bach escribió Das wohltemperierte Klavier, dos colecciones de preludios y fugas en todas las tonalidades mayores y menores de la gama cromática. ¿Cuántas réplicas no ha habido de El clave bien temperado? Como en el caso de El arte de la fuga, un terremoto musical tiene sus réplicas, y cada una de estas es una especie de insurrección que impone el ritmo de su propia vibración.

Una de ellas, quizá la más reciente, es la de Brad Mehldau. Es muy común que los jazzistas se interesen por Bach y hagan sus propias improvisaciones a partir de los sujetos (temas) que Bach compuso, además de que su escritura densamente tejida, esa que tanto molestaba a los cantantes de su época (y al fagotista de Arnstadt), se presta mucho para el swing. Me parece inolvidable, por ejemplo, aquella versión del Concierto para dos violines en re menor interpretada por Eddie South, Stéphane Grappelli y Django Reinhardt en el acompañamiento, sin mencionar las apropiaciones que hicieron John Coltrane o Miles Davis, entre otros muchos. Y es que Bach también es un clásico del jazz. Aunque justamente la grabación a la que me refiero no tiene nada que ver con el jazz, con el atresillado del swing o con los trabajos anteriores de Mehldau. Es más bien una respuesta, como él mismo lo menciona, a lo esencial de la vida que no se puede poner en palabras, aquello que, como El clave bien temperado, nos habla de una interioridad que al mismo tiempo compartimos con el exterior. After Bach, como se llama el álbum, surge entonces beyond Mehldau, es decir, como un proyecto bajo encargo que lo eligió a él y que, sin proponérselo, lo llevó no solo a reencontrarse de nuevo con una tradición musical de hace más de tres siglos sino también a experimentar la discontinuidad de un presente que se manifiesta a través de su propia mezcla.

La música de Bach después de Bach se ha convertido en cierta forma en una metamorfosis perpetua que incluso nos hace olvidar que alguna vez hubo un original. Me refiero a que nadie necesita saber, por ejemplo, que The Beatles compusieron “Blackbird” a partir de una bourrée de Bach, como Paul McCartney contó alguna vez. ¿A quién le importa que esta canción entrañable le robó la idea a otra entrañable pieza de Bach? Es más, ¿cuántas reapropiaciones, robos y mezclas que ni siquiera conocemos ha habido a su vez de “Blackbird” después de The Beatles? Y es que cuando la música te atrapa, aunque haya nacido en el estudio de una banda de rock o en el centro de cualquier tradición, lo ha hecho desde un tiempo detenido que lo junta todo. Ha nacido del silencio de lo ahistórico, que se permite el lujo de ser interpretado libremente. Así, cuando Nina Simone, en medio de su canción “Love me or leave me”, empieza a tocar una fuga en do mayor al estilo de Bach, no lo hace por la institución que el nombre de Bach representa sino para exiliarse en el acto mismo de la creación. Si su canción es original es porque se ha convertido de pronto en una zona de indeterminación donde los sonidos y la ausencia de otros seres (como Bach) se mezclan. Bien sabían de esto los salseros Ricardo Ray y Bobby Cruz, los cuales en su álbum 1975 le hacen un homenaje a Bach bajándolo del pedestal de clase que le otorgó el siglo XIX, es decir, el de la música clásica. Curiosamente, mucho antes ya nos había advertido Friedrich Nietzsche que cuidáramos de nuestras ideas, sobre todo aquellas que, de tan rígidas e institucionalizadas, tienden a convertirse en monumentos, pues estas, al caer de repente, podían aplastar nuestro movimiento. Para Richie Ray, más que “el padre de la música”, Bach es “mi amigo Sebastián”, y no por eso, canta en su “Juan Sebastian fuga”, deja de ser “la ley”. ¿Por qué no, entonces, bailar con él?

La seriedad de su música,

seguirá siendo la ley,

mas yo quiero interpretarla

al estilo Richie Ray.

Esto que es preludio y fuga,

en una forma especial,

le puse salsa, señores,

a mi amigo Sebastián.

Bach no solo es también muy popular en la música popular sino en el cine, la danza, la literatura y básicamente cualquier manifestación artística. Muchos recordamos aún la película Fantasía con sus coloridos paisajes de sombras y luces armonizando la Tocata y fuga en re menor arreglada y dirigida por Leopold Stokowski, la cual, si hoy en día cambiáramos por una versión un poco más “histórica”, sería probablemente abucheada por nuestro niño interior. Otra película es El Evangelio según san Mateo de Pier Paolo Pasolini, en donde escuchamos fragmentos inconexos de La pasión según san Mateo y otras obras de Bach junto con música de Mozart, Prokófiev, canciones populares y la Missa Luba. También, desde los sesenta, aparece en la cultura pop con Switched-on Bach, uno de los primeros elepés de música barroca, en donde Wendy Carlos y Rachel Elkind interpretan música de Bach en el entonces prometedor sintetizador Moog. Y aún más, ¿a quién no le ha hecho reír la música y andanzas del célebre compositor Johann Sebastian Mastropiero de Les Luthiers, o aquellas de P. D. Q. Bach, otro compositor ficticio creado por Peter Schickele? ¿Cuántas coreografías, cuentos, novelas, ensayos y poemas no se han escrito a partir de él y su música, o de su ausencia, tan eternamente presente?

Parecería entonces que todos los caminos nos llevan a Bach si no es porque Bach es tan ilocalizable como lo es cada apropiación de su música que te ha hecho detenerte en medio del tráfico cotidiano. Tanto es así que mucha de la música que él compuso fue hecha a base de robos y apropiaciones de músicas de otros y de sí mismo. Por eso cuando Bruce Haynes decide interpretar lo más fielmente posible los Conciertos de Brandenburgo, lo primero que hace es destruir varios de los conciertos para reconstruir sus propias versiones a partir de música robada de algunas cantatas y otras obras vocales de Bach, como este último lo hizo cientos de veces sin que notáramos los pedazos cortados, pegados, modificados, transportados… ¿Quién ha notado acaso que la introducción de tal cantata utiliza el movimiento lento de un concierto y que, además, le roba el texto a otra pieza vocal de un reconocido compositor del Renacimiento? Y es que una buena mezcla es una entidad cualitativa, muy distinta a una mera suma de datos. Por lo mismo, cuando Walter Benjamin habla de escribir una obra compuesta solo por citas se refiere justo a esto. Para él, la autoridad de una cita consistía –paradójicamente– en destruir a su vez esa otra autoridad que se le atribuye a un texto por el único hecho de estar insertado en la historia de la cultura. Robar una cita ajena y separarla de cualquier referencia era, para Benjamin, hacer que esta perdiera su carácter de autenticidad para concederle así una fuerza distinta, despojada de la certeza y armada del instante mismo de su extrañamiento.

Otras veces me imagino también a Bach como a un niño al que le han robado algo, un niño que canturreaba para ahuyentar el miedo de las sombras de su soledad sacando de ellas un sinfín de vínculos, presencias, historias, fragmentos y formas sonoras. Cuando Ernst Jünger comenta que la obra que mañana tararearán miles de personas nace con frecuencia en la penumbra de una buhardilla muy humilde se refiere un poco a esto: si la música de Bach es memorable y, por lo mismo, plagiable, es porque ha surgido de una encrucijada sonora sin la cual no podríamos vivir. ~

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(Ciudad de México) Estudio en la Escuela de Artes de Utrecht (HKU), en Holanda. Es doctora en historia del arte (UNAM), profesora y psicoanalista.


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