Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant (“Los demonios hacen que hasta lo que no es se presente a los ojos de los hombres como si existiera”), sentenciaba Lactancio. Xa sei que non hi que crer nas meigas, mais habelas, hainas (“Ya sé que no hay que creer en las brujas, pero haberlas, haylas”), susurraba un inculto aunque sabio hombre campesino gallego. Y, como si no bastara el fenómeno de la sobrepoblación bibliográfica, además (se) aparecen de cuando en cuando los libros virtuales, esto es, los que, careciendo de realidad física, sin embargo gozan de una forma abstracta de existencia y llegan a parasitar las obras de autores grandes o pequeños, a infiltrarse en bibliografías y archivos bibliotecarios, a ilusionar a incautos espíritus lectores y a confundir hasta a las más avezadas erudiciones y bibliofilias.
De modo que, como en el caso del poeta Coleridge y su poema “Kubla Khan”, el astrónomo Kepler decía haber transcrito de un libro por él soñado su vertiginoso tratado Somnium Astronomicum, y fray Antonio de Guevara para escribir su Relox de príncipes o Libro áureo del emperador Marco Aurelio tradujo un manuscrito antiguo que sospechamos solo estaba impreso en la fantasía del mismo fray Antonio y, autor ya prolífico, Ramón Gómez de la Serna además encargó al protagonista de su novela El novelista escribir una multitud de otras novelas que solo existen por su íncipit y a veces también por su finis, y Vladimir Nabokov en La verdadera vida de Sebastian Knight noveló la búsqueda de la personalidad de un novelista a través de la vida de este y de sus libros, de los que llega a mostrar los títulos y algunos párrafos, y Umberto Eco pretextó la composición de su monacal y bibliófila novela El nombre de la rosa con la incertificable existencia de “una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del xiv” (o sea: Eco recoge un eco de un eco de un eco), e Italo Calvino, en la novela, de tan sugerente título, Si una noche de invierno un viajero, jugó a hacer y deshacer y rehacer una y otra vez un libro en el que nacen, desnacen, renacen otros libros, y Michael Ende, en La historia sin fin, produjo un libro infinito y vampírico que succiona al personaje lector hacia la historia narrada en sus páginas y finalmente lo compromete con ella. Y…
Entonces, además de los libros que poseen tres dimensiones físicas (los llamados volúmenes, precisamente), hay los libros que, sin un cuerpo propio, sin más elementos que un título y el nombre del autor, más tal vez algunas cuantas “citas”, se aparecen y viven virtualmente, como el “puñal en el pensamiento” que acosa a Macbeth, o como ese ingrávido objeto filosófico ¿y filoso?: “el cuchillo sin mango al que le falta la hoja”, que mariposeaba acaso en torno a la lamparilla de Lichtenberg. Y llega a ocurrir que la virtud de aparición de esos fantasmas tenga suficiente densidad para que, considerándolos reales, los sigan lectores, críticos, eruditos, bibliófilos, censores…
En otras páginas he hablado sobre aquellos libros fantasma que han requerido mi curiosidad. Importa aclarar que los tales son válidos como objetos de estudio, pues no son falsificaciones o apócrifos, sino elementos de ficción tan legítimos como cualquier otra especie de elementos destinados a la literatura: personajes imaginados, personas reales, sueños, estados de ánimo, tajadas de vida, menús, guías de turismo, cartas familiares, recuerdos propios o ajenos, bromas privadas, chismes, etc., que cumplan su cometido en la obra literaria.
Un ejemplo: entre los letrados que en la España de finales del siglo X colectaba el caudillo musulmán Almanzor en su corte de al-Ándalus como si fuesen joyas, estaba Said de Bagdad, talentoso poeta, buen novelista y filólogo bien capacitado, pero que, regido por el demonio de la pedantería, y por sostener un prestigio de letrado (era ya un homme de lettres avant la lettre), nunca admitía desconocer el significado de una palabra o la más rara de las obras literarias o filológicas. Envidiosos o justicieros, un día los otros letrados, ante la mirada de Almanzor, pusieron en manos de Said un volumen en cuya portada se leía: “Libro de los ingeniosos pensamientos, por Abu’l Gaut Sanami”, y cuando, tras arrebatárselo inmediatamente para que no continuara pasando las páginas y descubriese la treta, le preguntaron si conocía ese libro, el ingenuo sabihondo dijo el lugar y la fecha en que lo leyera y hasta el profesor que se lo había comentado, y, ejerciendo la temeraria crítica expedita, añadió que solo era un arduo centón de anotaciones filológicas no suavizado con versos o anécdotas. Entonces los conjurados rieron y se felicitaron ruidosamente: el libro no existía sino como un título y un nombre inventados para la ocasión y puestos en la portada de un volumen cuyas restantes páginas estaban en blanco.
Es decir, entre dos parpadeos Said había tenido ante sí un libro fantasma que se anulaba a la vuelta de la primera hoja: prueba de que, si un clavo saca otro clavo, una mentira puede deshacer otra mentira.
((El asunto continuará si el demonio de la escritura me permite seguir dictando a mi amigo Orlando Gaínza.
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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.