No lo puedo negar: sin ustedes la vida sería un odioso letargo. Admito que para sentirse vivo, un hombre necesita contemplarlas a todas horas, intensa o lánguidamente, con un regodeo que a veces raya en la obscenidad. La admiración masculina (y algo más envanecedor aún: la envidia de otras mujeres) les da razones de sobra para sentirse el centro del universo. La coquetería de una mujer hermosa purifica el alma, endulza las penas, doblega la voluntad, infunde coraje a los débiles. Los poetas de todas las épocas no han escatimado metáforas para celebrar su hermosura, y algunos, como Garcilaso, prometieron seguirlas alabando “con la lengua muerta y fría en la boca”. Es natural que seres tan halagados, incluso por los cadáveres, sostengan desde tiempos inmemoriales un apasionado idilio con los espejos, pues una pleitesía milenaria deja una huella profunda en la formación del carácter, y no me sorprende que ahora, en la época de las selfies y el Instagram, muchas de ustedes suban sus fotos a la red cada vez que estrenan vestido, tacones, maquillaje o peinado, para refrendar el lugar de honor que les corresponde en el candelero de las bonitas.
Merecen, sin duda, que su bendita imagen se multiplique hasta el infinito, pero con todo respeto y sin dejar de babear un segundo mientras las admiro en la pantalla de mi celular: ¿no creen que están exagerando un poco? En otras épocas les bastaba con el mudo elogio del espejo, corroborado quizá por el piropo de un hombre cuando salían a la calle. Así se satisfizo durante siglos la vanidad femenina. Era entonces una vanidad modesta y fácil de complacer, tal vez porque le hacía poca mella la competencia de otras mujeres. Ahora se sienten afligidas y ninguneadas cuando una foto suya no cosecha un promedio de setecientos likes y montan en cólera si alguna amiga guapa obtuvo más en su muro. Por supuesto, los caballeros que andan a la caza de coquetas les queman incienso en grandes cantidades y, aunque ustedes no tengan la más remota intención de ligar con ellos, de cualquier modo se vuelven adictas al perreo cibernético. Al verlas expuestas de tiempo completo en una vitrina, como las mujeres públicas de Ámsterdam, sus novios o maridos ni siquiera pueden ya cobrarse la afrenta con una escena de celos: tienen que aceptar el oprobio como parte de la modernidad. Si algún valiente osara echarles bravatas, le caerían encima las erinias vengadoras del movimiento #MeToo. Ensañadas con sus víctimas, todavía les asestan un suplicio extra: el de obligarlos a elogiar con fervor las treinta y ocho selfies que se toman a diario. Un piropo desganado no les basta, es preciso emplear superlativos. Pobre de quien se niegue a ver una selfie por ir manejando o no la elogie lo suficiente: lo tacharán de amargado, neurótico, mezquino, autista y sospechoso de infidelidad. No dudo que gran cantidad de parejas hayan terminado por este motivo pues, aunque no lo crean, algunos hombres tenemos otros intereses en la vida aparte de ustedes. Y como las vemos a diario en vivo y en directo, difícilmente una foto nos descubrirá ángulos desconocidos de su belleza.
El mal ejemplo de las top models que ganan fortunas por haber acumulado millones de seguidores en YouTube tal vez haya desatado esta pandemia, pero me temo que, en las redes sociales, el narcisismo desinteresado es más frecuente y nocivo que el mercenario. La mayoría de ustedes no gana un centavo con su pavoneo cotidiano. ¿Por qué, entonces, necesitan tanto el pulgar alzado de la opinión pública? Tal vez por inseguridad y falta de autoestima. Si de verdad se adoraran tanto no necesitarían cautivar a miles de desconocidos. Su sed de alabanzas más bien denota un ego débil y desnutrido. ¿Tan devaluadas se sienten para necesitar a todas horas el aplauso fácil de una jauría ociosa? El compositor Luis Arcaraz le rogó a una beldad engreída de la prehistoria: “bonita, haz pedazos tu espejo / para ver si así dejo / de sufrir tu altivez”. Yo les pediría exactamente lo contrario: que asciendan al peldaño de la soberbia y desdeñen altivamente la opinión ajena, como las grandes divas de todas las épocas. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.