Mi hermana Isabel / En memoria de Isabel Turrent

Como estudiante, profesora, novelista y editorialista, Isabel Turrent trabajó siempre con rigor, investigando de manera minuciosa y exhaustiva. Su hermano la recuerda.
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Los testimonios coinciden en que fue una mujer libre, una lectora voraz y una profesora excepcional. En la casa familiar disfrutaba los libros como ninguna otra cosa. Devoraba, aseguran sus hijos, no obras sino bibliotecas. En el aula, contagiaba a sus alumnos el rigor del análisis y el amor por la literatura. Fue generosa con todos, especialmente con sus lectores, a quienes ofreció, desde las páginas de Letras Libres y Reforma, una mirada crítica sobre los acontecimientos, en una prosa clara e inteligente, que apelaba a la historia y dejaba ver un compromiso auténtico con la libertad. Su sensible fallecimiento el 18 de junio de este año representa una irreparable pérdida para la cultura mexicana. Sirva este homenaje para recordar su legado.

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A mi hermana Isabel la adornaron en vida varias cualidades notables. Una de las más sobresalientes fue la capacidad intelectual que demostró desde niña. Cuando nuestros padres pudieron adquirir una casa propia, nos matricularon en una escuela que estaba a la vuelta de nuestro nuevo domicilio. En el cuarto año de primaria, Isabel se destacó muchísimo, sobre todo en el reto de aprender los algoritmos para resolver divisiones aritméticas y el cálculo de raíces cuadradas. La maestra Cristina le cobró un gran aprecio. Pero ese aprecio se volvió tremenda decepción cuando llegué yo. ¡De qué manera explicarle a miss Cristi que, en esa etapa de mi vida, los cocientes de las divisiones me importaban “una pura y dos con sal”! ¡A mí lo único que me interesaba era el fútbol, en su expresión argentina!

En los años siguientes, Isabel siguió destacando como estudiante y, al terminar la preparatoria, decidió inscribirse –rompiendo toda clase de estereotipos– en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. No le gustó la escuela, optó por salirse y encontró refugio en la Ibero, en la aparentemente inocua carrera de historia del arte. Pero en esos cursos también se distinguió muchísimo y, una vez concluidos, el prócer del programa (el padre López Moctezuma) la designó para impartir cátedra. Dio la casualidad, sin embargo, que su asignatura formaba parte de una carrera a la que yo había ingresado. ¡Vaya conflicto de interés! Ahí tuve la oportunidad de ver cómo era como profesora: Isabel impartía con elegancia sus clases y pronto se ganó la admiración de todos sus discípulos.

Más tarde se matriculó en la única licenciatura que existía en El Colegio de México, la de relaciones internacionales. Yo hice lo propio poco después, pero en el programa de maestría en economía. Determinó la fortuna (o la desgracia) que los alumnos de ambos programas confluyéramos en el muy demandante curso de macroeconomía que impartía el meticuloso profesor Carlos Roces. Se presentó el primer examen parcial e Isabel me superó en la calificación a mí y a varios de mis compañeros, a pesar de las supuestas ventajas que los de economía teníamos sobre los estudiantes de internacionales.

Después de la licenciatura y el posgrado en el Colmex, Isabel impartió clases por algún tiempo en esta institución.

En su calidad de intelectual independiente, Isabel se interesó mucho en el tema de los orígenes semitas de sus antepasados por la rama de nuestra abuela materna. Gracias a sus investigaciones, dimensionó la tragedia sufrida durante siglos por los habitantes “chuetas” de la isla de Mallorca. Incluso después de haberse convertido al catolicismo y practicarlo con devoción, los chuetas siguieron siendo víctimas de una discriminación cruel, incluyendo persecuciones periódicas. Ese interés fue el germen de la novela histórica La aguja de luz, que Isabel publicaría en 2006.

El mismo rigor y una similar vocación intelectual fueron patentes cuando se convirtió en editorialista de Reforma. Practicó la encomienda con mucha asiduidad y los temas que elegía dejaban ver una perspicacia poco usual. Investigaba de manera minuciosa y exhaustiva cada cosa sobre la que escribía y sus numerosos lectores valoraron la calidad de sus columnas, siempre motivadas por la búsqueda de la verdad.

Mi hermana Isabel sufrió por bastante tiempo un deterioro grave en su salud. En el trance, recibió muy grandes muestras de solidaridad y apoyo por parte de sus hijos, León y Daniel, y su exesposo, Enrique. Luego de largas estancias en el hospital, logró salir airosa. Con muchos ánimos, volvió a su casa y a sus tareas intelectuales y artísticas cotidianas.

No pienso que su recuperación física haya sido total, pero sí suficiente para reanudar sus colaboraciones dominicales en Reforma y sus obras de pintura, una disciplina en la que también había demostrado un talento excepcional. Desde hace algún tiempo, preparaba una novela sobre la vida intelectual y artística en las haciendas henequeneras de Yucatán. Para tal propósito había entrevistado con mucha meticulosidad a un simpático tío nuestro, Juan Manuel Carrillo Peón, descendiente directo, por el lado materno, de la denominada “casta divina”. Tal vez estaba por retomar el proyecto cuando sobrevino su muerte, triste e imprevista. Su partida se dejó sentir de una manera cruel e implacable. Nunca olvidaré a Isabel. Nunca la olvidaremos. ~


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