El destino de los refugiados gays en Estambul

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1. Majed, un joven homosexual de Alepo (Siria), dejó atrás su país para emigrar a Egipto, después a Líbano y finalmente a Turquía. Quiso realizar su sueño, el diseño de moda, en un taller de Beirut. Sin mucho éxito, volvió a Alepo para reencontrarse con su familia, pero los tabúes sociales lo llevaron de vuelta al liberal Estambul. Ahí comenzó a trabajar en una pequeña fábrica como empleado ilegal sesenta horas a la semana. “Hasta que Ali, uno de mis compañeros, me dijo que ganaría más dinero como trabajador sexual –cuenta Majed–. Fue así como empecé a ganarme la vida de prostituto.”

Recuerda esa noche, la primera en la que se acostó con otro hombre por dinero, “como una cita normal, pero con beneficio económico”. “Fue con un tipo iraquí. Yo fui a buscar clientes a la plaza Taksim. Él se acercó. Me preguntó cuánto quería y yo le dije que ciento cincuenta dólares. Él me respondió que pretendía pasar toda la noche conmigo, así que me pagaría cuatrocientos cincuenta.” Majed volvió a casa con un fajo de billetes en el bolsillo. El impago del alquiler, las penurias, los eternos días en la fábrica, el miedo a volver a recurrir a su familia habían encontrado una solución. Todo parecía demasiado fácil, pensó.

En pocas semanas, Majed dejó su antiguo empleo y ascendió en la amplia escala social estambulita. Se mudó a una casa más grande, más céntrica y rodeada de tiendas de ropa. Cambió a sus antiguos compañeros de piso por el glamur de una transexual que también afrontaba la vida como “señorita de compañía”. Según él, la prostitución es una práctica muy común entre la comunidad siria LGBT en el país. Los refugiados no tienen acceso al mercado laboral, por lo que deben recurrir a empleos en los que los someten al abuso y a la explotación. Aunque el gobierno anunció nuevos permisos el pasado mes de enero, la nueva ley no se ha hecho efectiva. “Y tampoco conseguimos puestos de ilegal –se queja Majed–. ¿Quién va a contratar a un trans o un gay en Turquía?”

2. Es viernes por la noche en la sala Tekyon, uno de los clubes de ambiente más populares de Estambul. La sala está llena. Los más jóvenes invaden poco a poco la pista de baile. La nueva generación de chicos escort, integrada por refugiados, se exhibe al ritmo de la música electrónica. Hablan árabe entre ellos, se ríen, se tocan, se mueven efusivamente, desinhibidos. Los más maduros, los espectadores turcos, los contemplan desde la lejanía. “El de la camiseta blanca es un prostituto sirio, tiene diecisiete años”, cuchichea uno de ellos.

Cada fin de semana Majed acude a esta discoteca para encontrar nueva clientela. No recuerda, en su tour por los países musulmanes de la región, una libertad sexual como esta. Ni en el Líbano, ni en Siria, ni mucho menos en Egipto. En algunos países de Medio Oriente, como en los países del Golfo o en Irán, las prácticas homosexuales están penadas con la cárcel o la ejecución. La ciudad más cosmopolita de la región, Estambul, aderezada con dosis de turistas y expats, es el refugio ideal para los gays y transexuales musulmanes. Aunque la sociedad turca es conservadora, los LGBT no son perseguidos, pueden fundar organizaciones y existen numerosas clínicas que practican el cambio de sexo. Además, los sirios pueden solicitar la tarjeta de identidad, kimlik, que da acceso gratuito a asistencia sanitaria y educación.

Durante el día, algunos LGBT araboparlantes se reúnen en la cafetería Little Dubai, un local multicolor ubicado en la segunda planta de un edificio del centro. “La mayoría de mis clientes son iraquíes, saudíes, turistas del Golfo”, afirma Majed. “Solemos encontrarnos en este tipo de sitios, o a través de internet”, dice Buba, una transexual recién llegada de Beirut. Pero, desde hace meses, Majed se plantea volver a Alá. “No estoy satisfecho con lo que hago –afirma–. Creo que el dinero que gano es haram [prohibido].” Y no solo es una cuestión moral, sino su propia seguridad o salud. “Estoy bien… siempre intento utilizar protección, aunque depende ‘de la insistencia del cliente’.”

3. “¿Cuántos de ustedes se han hecho las pruebas de VIH?”, pregunta Serdar, de la asociación turca Vida Positiva, a los catorce jóvenes sirios que han venido a esta reunión de domingo por la tarde. Cinco de ellos levantan tímidamente la mano. Otro pregunta “¿qué es eso?” a uno de sus amigos. La asociación visita a este grupo de refugiados homosexuales árabes para instruirlos sobre el virus del sida, los modos de contagio y para ofrecerles una prueba de sangre gratuita. Cada domingo por la tarde, se reúnen en Té y Charla, una tertulia que organizan para crear una red de apoyo, intercambiar información sobre el permiso de residencia o conocimientos para aprender el nuevo idioma.

Vida Positiva, normalmente centrada en los seropositivos de Turquía, ha decidido lanzar una nueva campaña para los refugiados, “una población en alza”, afirman. “Vienen aquí y tienen relaciones con nosotros –explica Serdar–. Además, muchos de estos chicos no saben ni siquiera lo que es el VIH. Proceden de países con un índice de contagio muy bajo, en los que no hay nada de información.” Mientras el número de contagios en el mundo disminuye, en Turquía aumenta, “por la falta de concienciación”. En 2011 eran 4,600 infectados, en 2015 sumaron 10,475. “Desde que iniciamos la campaña de pruebas gratuitas hace un mes, seis chicos refugiados han dado positivo”, concluye Serdar.

Aunque Turquía ofrece la medicación de antirretrovirales de manera gratuita para aquellos que están registrados (unos fármacos que, en el mercado, pueden costar más de quinientos dólares al mes), el sida se presenta como la otra gran amenaza para los refugiados homosexuales. Sin hábito de usar preservativos, ni medios para recurrir a la red médica, este colectivo es un “foco reciente de contagio”. “Por eso hemos venido –recuerdan en la asociación–, porque el sida en los países de estos chicos es un tema tabú. No saben nada.” “De hecho, si vas al hospital a hacerte la prueba y das positivo –comenta otro de los jóvenes de Té y Charla–, los médicos o las autoridades te dirán que lo merecías, que es un castigo de Alá.”

4. Uno de los organizadores de Té y Charla, Hosam, sabe lo que es recibir un castigo por ser VIH positivo. Un día de noviembre, este sirio residente en Kuwait acudió al banco de sangre para hacer una donación y así ayudar a una amiga que estaba ingresada en el hospital. “A los diez días me llamaron del Ministerio de Salud para realizarme una repetición de la prueba… me dijeron que era VIH positivo”, dice Hosam. En ese momento, el expediente se trasladó al Ministerio de Interior y se inició un proceso de deportación. Cualquier extranjero VIH positivo que reside en los países del Consejo de Cooperación del Golfo –Baréin, Kuwait, Omán, Catar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos– es inminentemente deportado. “Te arrestan y te envían esposado al aeropuerto”, afirma.

“Todo ocurrió demasiado rápido –explica Hosam, que, en veinticinco días, fue expulsado en un vuelo a Estambul–. Durante ese periodo estuve en contacto con organizaciones LGBT y descubrí que en Turquía el acceso a la medicación es gratuita.” El primer requisito es obtener una tarjeta de residencia, pero solo se concede a quienes han entrado directamente del “país en guerra”, desde Siria. Por ello, Hosam consiguió una kimlik de contrabando. Así, tenía acceso a sanidad gratuita y, tras un chequeo médico, a los caros antirretrovirales. Una vez que estabilizó su salud, decidió colaborar con Vida Positiva para ayudar a los gays, lesbianas, transexuales y bisexuales refugiados que “están perdidos” en Turquía.

Hosam dice que él también está pasando apuros económicos y es víctima del limbo en el que deambulan los refugiados LGBT. La semana anterior inició un trabajo irregular como camarero en un restaurante de las afueras de la ciudad. Pero las jornadas de diez horas, junto a su débil estado de salud, fueron muy duras para él. “Apenas me quedan ahorros –lamenta– y no puedo pedirle ayuda a mi familia”, porque creen que Hosam se mudó a Estambul seducido por un nuevo empleo que no pudo rechazar. “Entiendo que, por la presión, muchos terminen como trabajadores sexuales –dice–, es muy fácil encontrar a alguien que quiera pagar por esto. Es lógico pensar: si tengo sexo todos los días, ¿cuál es la diferencia de hacerlo por dinero?” ~

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Es periodista especializada en el Medio Oriente


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