Christopher Clark confiesa en la introducción de su libro que la combinación de complejidad y fracaso es una mezcla poco atractiva. Muy especialmente si se es un joven estudiante o lector de historia.
De un buen libro de historia se puede hacer spoiler si, además de decir en qué consiste, se habla de sus conclusiones. Tan solo quiero señalar que Clark consigue hacer luz en uno de los fenómenos revolucionarios más singulares de la historia del siglo XIX y aun del XX o XXI: las revoluciones de 1848, únicas por su intensidad, simultaneidad y extensión geográfica. Muy intensas en Europa, que fue su epicentro, pero con repercusiones que llegaron a Oriente Próximo, el Caribe, Australia, Latinoamérica y los confines de los imperios otomano y ruso.
Fue una revolución política y social en favor de medidas contra las condiciones de vida y de trabajo que había traído consigo el nuevo capitalismo, como por ejemplo trabajar incansablemente y no poder de ninguna manera salir de la pobreza, al tiempo que el progreso y la riqueza se convertían en objetivos y señales definitorios de una época. Fue una revolución interclasista protagonizada por las clases populares, pero también por las clases medias, en la que demandas sociales y de representación política (para poder cambiar las leyes que afectaban a las primeras) se combinaron con aspiraciones nacionalistas y viejos rencores identitarios. En ella se consagraron actores carismáticos que aún hoy se recuerdan en sus países y a veces fuera de ellos, como Garibaldi, Marie d’Agoult, Alexis de Tocqueville, el patriota húngaro Sándor Petőfi, Félicité de Lamennais, George Sand o el nacionalista italiano, un verdadero hombre del pueblo, apodado Ciceruacchio. Sus historias se entremezclan, saltando las barreras sociales o poniéndolas en cuestión.
Aquellas revoluciones fueron fundamentales para entender procesos como la creación de los Estados-nación italiano y alemán, pero tuvieron una dimensión mundial y un afán en muchos aspectos universalista combinados, y esa combinación es especialmente interesante y explosiva, con fuertes connotaciones y aspiraciones nacionalistas. El socialismo incipiente, el radicalismo democrático, el nacionalismo, el corporativismo, el liberalismo respetable y el conservadurismo se pusieron a prueba en aquellos meses y, aunque tan solo los últimos obtuvieron rédito inmediato, aquella enorme convulsión global no solo luchó por un mundo nuevo sino que, en buena medida, lo construyó. Alexis de Tocqueville y Karl Marx intentaron entender lo que pasó durante y después. Tan solo lo lograron en parte abonando la tesis del fracaso desde perspectivas muy distintas, lastradas por sus propias ideologías y por la falta de distancia para entenderlas históricamente. Bismarck, que era todo menos un revolucionario, sí las entendió –al menos en una parte de sus consecuencias–. Para él, en sus memorias, era evidente que sin la revolución jamás habría podido hacer política y llegar a alcanzar el poder que alcanzó. Para los revolucionarios rusos, fue un momento de cambio de rumbo decisivo, desde la fascinación por Europa al repliegue hacia un modo de acción política propia. El Imperio otomano se convirtió, sorprendentemente, en refugio para los radicales perseguidos e inició su propio camino de reformas.
Este libro demuestra lo que se puede hacer cuando se celebra y analiza la complejidad de lo que entendemos por historia, por éxito y por fracaso. Una revitalización de lo que se jugaba entonces y de lo que tiene que decirnos aquel juego para el que ahora nos apremia. Christopher Clark es demasiado británico (de adopción) para dejar que la teoría se exhiba en su obra como la etiqueta de un traje que se quiere lucir. Pero está ahí, en este libro que resulta tan memorable, o más, que Sonámbulos –su historia sobre el camino que llevó a la Primera Guerra Mundial.
El verdadero potencial de la historia transnacional y global –que tanto se banaliza y a la que tanto se alude en estudios que juguetean con el tiempo y con el espacio y que en el mejor de los casos son entretenidos–, la importancia de la historia de las mujeres y sus formas de protagonismo, las relaciones entre lo individual y lo colectivo en un juego de escalas que se reformula muy sustancialmente en términos de la visión que de su sociedad y de la política de su tiempo tienen los individuos y cómo esta afecta a la definición de “la gama de los posibles” y a la memoria (memorias) que queda de ello. De qué manera podemos y debemos escribir historia recordando que los individuos no pueden explicar completamente un grupo, una comunidad o un movimiento colectivo y que lo mismo es cierto a la inversa. También que la tensión entre hechos y ficciones, verdades y mitos, emociones y razón es una tensión insoluble en el esfuerzo por explicar las decisiones históricas, los procesos a corto, medio y largo plazo de lo que pasó.
Nos quedan y le quedan al autor preguntas clave sobre las relaciones entre la política y las demandas sociales, sobre las condiciones y posibilidades de acordar terrenos de juego compartidos, sobre los peligros de entrelazar nacionalismo y conflicto civil, sobre las condiciones, pacíficas o violentas, del cambio histórico. Sobre qué entendemos por cambio histórico y cómo ocurre. Preguntas mayores que alientan un libro que se lee como lo que es: un apasionante relato de potente vigor analítico que contiene nuevas formas de preguntarse y entender en qué consiste la historia y cómo podemos lograr que sea legible e interesante más allá de nuestras fronteras profesionales. Nada que ver aquí con el autismo “post” que, si en su momento nos hizo cuestionar muchas convenciones obsoletas, ahora se asfixia intelectualmente en la teatralidad, la jerga insufrible y la ley inexorable de los rendimientos decrecientes. ~
(Badajoz, 1958) es catedrática de historia en la Universidad de Valencia. En 2010 publicó en Taurus Isabel II. Una biografía, que obtuvo el Premio Nacional de Historia.