En el futuro, cuando los historiadores aborden el caso de México en el siglo XXI, probablemente ubicarán al gobierno de Andrés Manuel López Obrador como parte del mismo periodo de violencia desbordada del que tanto pretendía diferenciarse frente a sus antecesores. Será así no solo porque las cifras de homicidios dolosos lo indican –su gobierno ha sido el de la estabilización de este crimen en los niveles más altos de las últimas seis décadas– sino, sobre todo, porque se ha profundizado la causa que subyace a este fenómeno: la crisis de hegemonía del Estado mexicano en su territorio; es decir, la incapacidad estatal para ejercer control y legitimidad frente a otras formas de violencia organizada.
Los Estados no nacen en las constituciones ni en los idílicos pactos sociales. En esencia, los Estados se forman en las guerras, como argumentaba Charles Tilly, y brotan de quienes logran organizar y centralizar la violencia para extraer rentas (impuestos) y ofrecer redes de protección (seguridad). Hacer la guerra y financiarla conlleva a la construcción de aparatos burocráticos y, eventualmente, el poder estatal se expande a la periferia por medio de esas burocracias. El Estado no es otra cosa que el monopolio de los medios coercitivos y de las redes de protección.
México, sin embargo, ha sido un Estado históricamente incapaz de monopolizar la violencia, de financiarse adecuadamente para construir burocracias eficaces, y menos de ofrecer protección a sus ciudadanos. Se podrá argumentar que en la época de la hegemonía priista se avanzó en ese sentido. En parte es cierto, los mecanismos de coerción se monopolizaron y el país vivió un proceso sostenido de pacificación (de 1931 al año 2000, los homicidios se redujeron en casi 80%). No obstante, esa paz nunca se sustentó en una institucionalidad plena: en las urbes, el control dependía de esquemas de corrupción por parte de las corporaciones policiacas y en la periferia, de actores y grupos paraestatales que se beneficiaban de redes de protección informales. Ese modelo era inestable pues dependían de arreglos con el poder en turno y se generaban brotes de violencia cuando cambiaban los equilibrios políticos.
Así llegó México al siglo XXI: con la herencia de un régimen que no consolidó instituciones eficaces para proveer seguridad pública en un contexto de legalidad y, más grave aún, entró a la democracia enfrentando un fenómeno preestatal en zonas que quedaron abandonadas tras el rompimiento de la hegemonía priista: organizaciones armadas que controlan porciones de territorios y ejercen legitimidades alternas a las del Estado.
Ante ello, la pulsión de gobiernos como el de Felipe Calderón fue expandir el poder estatal por su medio natural: el de la guerra. El grave error de esta simplificación fue no entender que al hacer la guerra en tu territorio generas consecuencias funestas para tu propia población que hacen insostenible el esfuerzo. Por otro lado, las Fuerzas Armadas mexicanas no estaban listas para enfrentar un conflicto armado no convencional y el poco sentido estratégico de las operaciones terminó atomizando a las organizaciones criminales, incentivando aún más a que ejercieran la violencia entre ellas y de ellas contra el Estado.
No obstante, pese a los yerros y carencias de ese gobierno y el de Enrique Peña Nieto, hubo destellos de claridad sobre el problema de fondo y por lo tanto la salida de largo plazo: el de la construcción de instituciones que consolidaran el poder estatal en todo el país. Calderón apostó a la Policía Federal como un modelo subsidiario para apoyar a los estados y, aunque tardíamente, impulsó la reforma al sistema de justicia penal más ambiciosa de las últimas décadas. Enrique Peña Nieto, por su parte, dio continuidad a esa reforma e intentó (fallidamente) dos cambios institucionales de fondo: la Ley de Seguridad Interior (por mucho, mejor que la militarización permanente que hoy enfrentamos) y la creación del Mando Único Policial.
En cambio, el terrible legado del gobierno de AMLO no será solo el de su burdo planteamiento estratégico de los “abrazos, no balazos”, ni su aparente aceptación de una paz pactada y la claudicación a combatir de manera frontal al crimen organizado (bajo mitos como el de Sinaloa, cuya “paz” palidece con tasas de asesinatos tres veces superiores a la mundial). Su más infausta aportación será la destrucción institucional que ha emprendido.
En primer lugar, la desaparición de la Policía Federal, que no ha sido dimensionada en su justa magnitud, implicó tirar por la borda años de conocimiento, experiencia y cultura organizacional acumulada. Por su parte, la apuesta de la Guardia Nacional tiene errores de diseño que ponen en duda su pertinencia. El carácter permanente de su despliegue –es decir, que cuenta con un número de bases establecidas a lo largo y ancho del país en lugar del modelo itinerante de la Policía Federal– es absurdo para el territorio que tiene que cubrir. La intuición del presidente es que una mayor presencia de policías (o militares disfrazados de policías) patrullando calles y carreteras será suficiente para disuadir la comisión de delitos. Básicamente ha buscado replicar el modelo de la Ciudad de México, mostrando un enorme desconocimiento del territorio nacional que sorprende de alguien que se jacta de conocer todos los municipios del país.
De la creación de la Guardia Nacional se desprende otro de los grandes retrocesos: el de la dependencia inusitada sobre las Fuerzas Armadas. Está de más describir el excesivo rol que las instituciones castrenses tienen hoy en la vida pública, pero basta destacar que su labor en seguridad pública terminará siendo total y permanente (contrario a estándares internacionales) si se termina por adscribir la Guardia Nacional al ejército. Es cierto que las Fuerzas Armadas son necesarias en algunos lugares del país, particularmente donde existen auténticos conflictos armados como en Michoacán o Zacatecas, o donde tienen mayor experiencia operativa. Pero depender de ellas de manera permanente desincentiva la creación de corporaciones civiles eficaces, implica riesgos para los derechos humanos e incluso las condena a no modernizarse en su labor central que es la defensa nacional.
Esa dependencia a las Fuerzas Armadas, además de conllevar obvios riesgos de regresión autoritaria, muestra una pulsión centralista que es evidente en diversas áreas de este gobierno, pero que es particularmente tangible en seguridad. Como nunca antes, se ha abandonado a las corporaciones estatales y municipales de seguridad. Esta administración desapareció los subsidios y fondos de los que muchas policías dependían. Con lo anterior, se dio muerte al esfuerzo nacional para la tan urgente reforma policial. Dado el sistema fiscal que impera en México, solo algunos estados, los más ricos, tendrán las capacidades de impulsar sus propias transformaciones, como Nuevo León y Guanajuato, mientras otros como Guerrero o Chiapas quedarán en el abandono profundizando su problema histórico de ausencia estatal.
El abandono financiero de las fuerzas policiales es a su vez un subproducto de la pauperización de lo público producida por la obstinada y anacrónica austeridad fiscal impulsada por López Obrador y solapada por su equipo de gobierno. El problema de la violencia no se resolverá con esfuerzos insipientes de “prevención social” que apenas y se reflejan en colonias pintadas de colores o canchas de futbol. En las zonas donde grupos armados tienen gran influencia, se requiere inversión pública de alto impacto: infraestructura, servicios públicos y políticas de atracción de inversiones que las integren con el resto del país. Se tiene la seguridad que se paga y este gobierno dejó pasar la oportunidad de realizar una reforma fiscal que nos permitiera contar con los recursos necesarios para abordar el problema de forma integral.
Nos encontramos, en suma, en un momento crítico de debilitamiento y retroceso institucional. Las consecuencias de este periodo destructivo probablemente las veremos en los años por venir. De este gobierno, difícilmente habrá mucho que esperar más que autocomplacencias que miran al pasado o que regatean logros en los puntos decimales de las cifras delictivas. Lo cierto es que quienes decían que atacarían las causas de raíz de la violencia, no han hecho sino agravar la más profunda de ellas: la de la debilidad estructural del Estado mexicano. ~
Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.