EL canon de los modistas

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Se supone que en la literatura no hay leyes rígidas y menos aún en el terreno de la innovación literaria. Sin embargo, la historia de las vanguardias demuestra que los renovadores a ultranza, o quienes se cuelgan esa etiqueta, suelen ser intolerantes con otras corrientes experimentales y, para adjudicarse el monopolio de la novedad, esgrimen como arma excluyente el viejo lema del coronelazo: no hay más ruta que la nuestra. Cuando los idólatras de lo nuevo declaran abolido tal o cual género, o proscriben algún recurso literario, emplean la misma táctica de los modistos que año tras año condenan al olvido sus trapos de ayer, para imponer un nuevo guardarropa al consumidor. Entre los buscadores de prestigio y poder cultural, esos decretos adquieren fuerza de ley, pero la arbitrariedad erigida en dogma no aporta nada enriquecedor a las letras, pues difícilmente puede abrir caminos para la expresión quien busca cerrárselos a los demás.
     En el campo de la narrativa, uno de los preceptos más insistentes y caprichosos del canon modernizador es declarar caduca y anquilosada cualquier obra en la que haya descripción de acciones dentro de un encuadre realista. Cada semana, algún descubridor del hilo negro declara en las páginas culturales de los diarios que las acotaciones del tipo “Javier encendió un cigarro y se asomó a la ventana” son reliquias de la novela decimonónica, que por su carácter mecánico y convencional no tienen cabida en la narrativa contemporánea. Se trata, pues, de un argumento de autoridad, que la crítica ha incorporado a su repertorio de lugares comunes, sin tomarse la molestia de aclarar si tiene validez general o particular. Con el ánimo de someter a examen este mandamiento, formulo algunas preguntas dictadas por el sentido común: ¿Es verdad que los escritores de vanguardia han desechado por completo la descripción de acciones? ¿No puede haber una narrativa de búsqueda que le dé un uso nuevo a la acotación realista? ¿Balzac, Flaubert o Pérez Galdós eran simples fotógrafos de la realidad o sus obras tenían otros méritos? ¿Hay alguna forma de narrar en la que no se empleen recursos heredados de la tradición?
     Que yo recuerde, en México Carlos Fuentes y Fernando del Paso fueron los primeros en mandar al basurero de la historia las acotaciones realistas y, sin embargo, quien revise sus obras más recientes notará que se ven obligados a usarlas cientos de veces. No los culpo: la novela es un arte prosaico por naturaleza y ningún escritor de ficción que aspire a recrear la experiencia humana puede sostener trescientas o quinientas páginas de gran altura poética. El prejuicio de ambos novelistas contra la dramatización, un recurso modesto pero indispensable para contar, se debía sin duda a la atmósfera intelectual de los años sesenta y setenta, una de las épocas en que la tecnocracia académica ejerció mayor influencia sobre la creación. Pero la literatura de búsqueda nunca sigue un solo camino y, por esos años, el argentino Juan José Saer, igualmente obsesionado con la Teoría Literaria, se aventuró a escribir un extenso capítulo de su novela Cicatrices (reeditada hace poco por Seix Barral), en el que sólo describe las acciones físicas del protagonista, un hombre enajenado por el juego, sin permitirse el menor atisbo de su vida interior. En mi opinión, el experimento de Saer no dio buenos frutos, pero tuvo el mérito de equivocarse a contrapelo de la nueva preceptiva, que en algunos círculos intelectuales ya empezaba a tener carácter obligatorio.
     Si los propios adversarios de la acotación realista necesariamente recurren a ella porque así lo exigen sus narraciones, la prohibición de utilizarla debería tener por lo menos algunas salvedades. Quizá la clave para evaluar su empleo en un cuento o en una novela sea observar si el recurso se ha convertido en método. El narrador que sólo pueda escribir frases como : “Javier encendió un cigarro y se asomó por la ventana”, porque su oficio literario no le da para más, debe cambiar la literatura por el guionismo. Pero en manos de un escritor con destreza verbal y virtuosismo técnico, la herramienta más humilde del lenguaje narrativo puede cumplir la misma función de los ladrillos y la argamasa en la construcción de una catedral. Los grandes novelistas del siglo XIX no se limitaron a describir acciones o movimientos con ojo fotográfico: necesitaban hacerlo de vez en cuando para reflejar en todos sus matices la complejidad de la vida. El advenimiento del cine y la televisión ha vuelto obsoletas muchas de sus técnicas narrativas, que sólo continúan usando los autores de best sellers baratos. Pero desechar por completo el legado de los clásicos sería tan absurdo como seguirlo al pie de la letra. Se puede llegar al estancamiento por ver demasiado hacia atrás o por tener la vista fija en el futuro, pues la miopía es una enfermedad común a los profetas y a los anticuarios. Cuando el afán de estar a la vanguardia no responde a una necesidad expresiva, sino a un cálculo oportunista, el culto de la novedad por la novedad puede llegar a extremos grotescos, como ha ocurrido en el mundo de las artes plásticas. Quizá el mayor reto de un escritor sea encontrar el espacio que mejor le acomode entre los polos de la tradición y la ruptura. Sigue habiendo narradores de primer orden que describen acciones sin menoscabo de su vigencia y buena parte de los modistos que intentan prohibirlas sólo han conseguido pergeñar un fárrago pseudopoético. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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