Todo discurso político necesita de la construcción de un “nosotros” que sirve para generar un sentimiento de pertenencia, para crear empatía con el orador, credibilidad en lo que dice y, sobre todo, para diferenciarse de “los otros”. Ese “nosotros” normalmente comparte un conjunto de valores, aspiraciones o convicciones que dan sentido a la organización bajo un partido, un candidato o un movimiento. El grado de beligerancia con el que ese “nosotros” se diferencia de “los otros” se incrementa de manera inversamente proporcional al entorno democrático del debate. Es decir, en sociedades más cercanas al liberalismo democrático los políticos tienden a diferenciarse sin descalificarse como interlocutores, mientras que en entornos de corte populista la confrontación se vuelve irreconciliable. Desde mi punto de vista, en México nos acercamos cada vez más a este segundo escenario, el de polarización. El gran cisma político gira no en torno a un tema, sino a una persona: el presidente. La animadversión entre quienes lo apoyan y quienes lo rechazan se ha intensificado y ha vuelto prácticamente imposible discutir de política sin caer en la virulencia. Creo, además, que ninguna política pública de este sexenio será tan eficaz, ninguna obra tan relevante, como el legado que dejará esta dinámica en la conversación pública.
El término “polarización” se ha usado indistintamente para hablar del fenómeno que “vacía” el centro del espectro político y posiciona a las mayorías en alguno de sus extremos o como una disposición emocional intensa respecto al “otro”. Generalmente se habla de la polarización en función del espectro “izquierda-derecha” pero, a mi parecer, esas categorías no significan ya mucho en términos de contenido. En el mundo vemos derechas engolosinadas con Estados obesos e izquierdas fascinadas con el poder militar. Cuando hablamos de la polarización que el discurso de López Obrador ha capitalizado, no hablamos en función de este espectro, sino de una diferencia marcada y cada vez más irreconciliable entre sus seguidores y sus detractores.
El ejercicio de contraste lo atiza el presidente todos los días desde temprana hora. Analiza cualquier fenómeno que acontece en el país como una disputa entre quien “quiere la transformación” y quien “se opone a la transformación”, siendo su gobierno y él, naturalmente, “la transformación”. No es sorpresa ver que cualquier opinión crítica al gobierno se atribuye a una resistencia a la “transformación”, a un interés ilegítimo o a una identidad reprochable. Tal como lo han documentado Rossana Reguillo y Signa_Lab, muchos periodistas son cuestionados por hacer su trabajo y padecen ataques digitales masivos cuando critican al gobierno. Además, recientemente, López Obrador ha incorporado un elemento racial a este antagonismo de clase. Con esta división entre “buenos” y “malos” el presidente ha logrado diluir otras identidades y agruparnos solo en dos: o estamos con él o estamos contra él. Una vez que nos pensamos a partir de esa identidad social, es difícil hacerlo en términos de otra. Se complica ser ambientalista, feminista o incluso activista de la diversidad sexual y, al mismo tiempo, ser lopezobradorista porque el presupuesto de este gobierno ha olvidado esas prioridades. Por eso, el presidente prefiere que sean solo y siempre lopezobradoristas. Así no hay alianzas posibles con otros grupos con quienes pudiera haber coincidencia en agendas, pero que militan en otro partido; así no hay debilitamiento posible de su aprobación. Para los seguidores más fieles, rechazar alguna acción de gobierno implicaría, casi, anular la propia identidad.
Es importante decir que el discurso del presidente tiene arrastre porque, a pesar de ser hiperbólico, se basa en ciertos elementos de verosimilitud. México es un país de enormes diferencias económicas que son determinantes en el acceso a derechos. Esas diferencias coinciden, también es cierto, con fenotipos raciales. Las poblaciones indígenas sufren más discriminación que las no indígenas y el Estado mexicano ha sido ineficiente para garantizar un piso parejo en términos de salud, educación, movilidad, etc. Ha habido empresarios y élites intelectuales que se han aprovechado de la cercanía al poder, y es verdad que la corrupción ha permitido la concentración de privilegios en unos cuantos, en detrimento de las mayorías. En un país en donde pocos han acumulado tanto –y en el que los derechos, la riqueza nacional, los bienes públicos se entienden como finitos y de suma cero–, este discurso de confrontación entre las élites y “el pueblo” necesariamente es justiciero.
En México conviven y siempre han convivido discursos que pueden cobijar a los extremos: a aquellos que creen en la meritocracia y que los pobres lo son por falta de empeño, y a aquellos que piensan que no hay mérito alguno, solo corrupción en las fortunas. Se trata de ideas polarizadas que siempre han existido, pero que no necesariamente habían encontrado validación en el espacio público. Al igual que lo hizo Donald Trump en Estados Unidos, de pronto la tribuna presidencial legitimó un discurso revanchista. Se ha responsabilizado a individuos por el resultado de un sistema. El clasismo, por ejemplo, no es culpa ya del sistema, sino de aquel que se asume rico en lo individual, que es “aspiracionista” o que alberga la ambición de estar mejor; un sentimiento que por muchos años se había asociado a las clases medias y era considerado algo deseable. Ese discurso, por un lado, legitimó el enojo de quienes apoyan al presidente, pero también de quienes lo critican.
En nuestro país la disparidad económica siempre ha generado encono. Y es verdad que todos los líderes populistas aprovechan y capitalizan esa diferencia. La visibilizan, pero no necesariamente la resuelven. Es más, no resolverla les otorga a los políticos la oportunidad de mantener vivo el enojo. Los populistas saben, tal vez, mejor que nadie que la política es un espacio en donde se dirimen emociones más que razones, y particularmente en estos tiempos en los que “el otro” ha dejado de ser no solo un interlocutor válido, sino moralmente respetable. En la cancelación de la dignidad y honorabilidad “del otro”, se atizan los ánimos, se incrementa la polarización y, claro, se debilitan las posibilidades de interlocución democrática.
López Obrador entendió pronto el poder que, en un país colmado de agravios, tendría un discurso que reivindicara a los más marginados, sobre todo si hay un “enemigo” a quien culpar. La polarización se percibe en sus mañaneras, en las preferencias electorales y también en las redes sociales. Encuestas recientes, como la de Reforma de septiembre pasado en la que el votante promedio tiene más claro por quién no quiere votar, confirman que, más que preferencias, la gente tiene antipatías. No los convoca la adhesión a un proyecto, sino el rechazo a otro.
Hoy es claro que las redes sociales son también un campo de batalla electoral y que el gobierno de Morena invierte recursos en descalificar la crítica o, por lo menos, silenciarla con el uso de bots. El otro lado del espectro no es muy distinto. Los antilopezobradoristas han demostrado también su intención de llevar el debate hacia una zona de hostilidad, que las redes sociales permiten e incluso incentivan, y para la cual el anonimato resulta un instrumento conveniente.
Por último, el poder legislativo se ha convertido también en un espacio de polarización. Durante los años de la transición democrática, los partidos estaban necesariamente obligados al diálogo, porque ninguno tenía suficientes legisladores para impulsar sus agendas. Hoy, el escenario es muy distinto. El presidente goza de una amplia mayoría, muchos de sus candidatos carecen de experiencia política, le deben todo a él y desconocen en buena medida el proceso legislativo. Los atropellos que eso ha provocado en las negociaciones parlamentarias son probablemente uno de los efectos más perniciosos que la polarización ha traído consigo. Se organizan parlamentos abiertos, pero los dictámenes dejan fuera cualquier propuesta que no provenga del gobierno. Más que discusión, hay imposición de una mayoría. Y, en lugar de privilegiar la pluralidad, el Congreso se ha convertido en un sitio en donde gana el más fuerte y no se le concede nada al perdedor.
Ojalá que, al final de este sexenio, aun con la probable permanencia de Morena en la presidencia de la república, inicie un periodo de reconciliación narrativa. No me refiero a un ejercicio banal porque las injusticias existen, pero sí tendremos que disminuir la suspicacia, la desconfianza en “el otro”, volver a creer en que podemos tener opiniones distintas sin que eso signifique una motivación ilegítima detrás. De lo contrario, será muy difícil transitar la vida pública, pacificar los ánimos del país y generar bienestar para todos. ~
Es economista, politóloga y especialista en discurso. Directora de Discurseros, sc.