José Antonio Aguilar escribió una réplica a nuestro ensayo publicado en Letras Libres de septiembre. En ella, impugna la crítica que formulamos al liberalismo de la transición y cuestiona que darle prioridad a la igualdad sustantiva, a los derechos sociales o al principio de inclusión sea compatible con la tradición liberal. Aquí atendemos sus alegatos, pero vaya por delante un deslinde.
Aguilar no articula su réplica como un desacuerdo sino como una medicina: diagnostica que padecemos “confusión” y nos receta una dosis de la misma ortodoxia que criticamos. Dice que existen muchos liberalismos, mas asume que el suyo es El Liberalismo® y el nuestro apenas un manojo de “titubeos”, “distorsiones” y “yerros”. Haciendo gala de poca disposición para admitir el pluralismo de valores tan propio de la tradición liberal, Aguilar no disiente: regaña, corrige, alecciona. Más que esmero crítico, lo que encontramos en su filípica es hubris, cerrazón intelectual y un reciclamiento de viejos pleitos suyos que nada tienen que ver con nuestro argumento. Los dardos del filoso y brillante polemista de antaño lucen ahora chatos y oxidados. No atinan, rebotan.
Aguilar nos reprende por no asentar una definición de liberalismo. A diferencia de él, suponemos, que para zanjar el requisito suele transcribir una larga parrafada de Stephen Holmes. La admonición, sin embargo, es injustificada porque nosotros hacemos mención explícita de varios liberalismos, distinguimos los dos que nos ocupan y exponemos en qué consiste cada uno (el objeto de nuestra crítica no es el liberalismo en abstracto sino el austero y gradualista de la transición desde la perspectiva de otro liberalismo, más ambicioso y progresista). De entre los liberalismos que mencionamos algunos empatan más con la definición de Holmes que cita Aguilar y otros menos, no solo porque dicha definición privilegia el canon “clásico” (el autor más cercano al que remite, Mill, murió en 1873) sino, además, porque si algo caracteriza la historia del liberalismo es su perpetua condición de concepto en disputa, el hecho de significar cosas distintas en distintos lugares y momentos. Acotarlo como quiere Aguilar, con una definición que ni siquiera hace referencia al ejer- cicio efectivo de los derechos, a la justicia o al bienestar, es escatimarle diversidad y desconocer algunas de sus innovaciones más recientes (de los últimos, digamos, ciento veinte años).
Nosotros postulamos que el régimen de la transición se basó en una noción minimalista, estrictamente procedimental, de la democracia. Aguilar apunta que fue al revés, que la transición mexicana engendró aspiraciones excesivas. Y refiere a un texto suyo en el que consigna la nula capacidad de la democracia mexicana para generar más igualdad socioeconómica, la escasa efectividad de la participación ciudadana, la magra respuesta de las autoridades a las demandas de la población, la inseguridad que prevalece en varias zonas del país, mas explica el descontento político de los mexicanos como producto no tanto de esas carencias sino de “su concepción idealizada de la democracia”. Por un lado, su respuesta es un non sequitur: las grandes expectativas que la transición pudo haber engendrado no contradicen las nociones mínimas en las que se basó. Por el otro, su razonamiento es un testimonio involuntario del minimalismo que señalamos: obtuvimos poco, pero el problema es que esperamos demasiado.
Aguilar nos reprocha que tratamos al liberalismo como si fuera un sujeto que actúa. No es así. Lo que proponemos, más bien, es que las ideas importan: que en la transición mexicana hubo un tipo de liberalismo predominante (nunca lo calificamos como único ni uniforme), que tuvo consecuencias y hay que hacerse cargo de ellas. Que a pesar de su inspiración liberal (e. g., Estado de derecho, instituciones, mérito, competencia, sociedad civil), el régimen de la transición mexicana tuvo efectos muy disonantes (e. g., ilegalidad, captura, exclusión, capitalismo de cuates, clientelismo). Y que ese liberalismo, lejos de constituirse como una trinchera intelectual desde la cual pensar de manera autocrítica esos resultados e imaginar alternativas, terminó sirviendo como púlpito ideológico del régimen de la transición.
Aguilar advierte que lo que denominamos “el consenso liberal realmente existente” es una ficción, pero unos cuantos pasajes después recurre de nuevo a su hábito de transcribir una larga parrafada (esta de Aguilar Camín) para resumir el “consenso liberal real”: elecciones limpias, combate a la corrupción, transparencia y rendición de cuentas, respeto a los derechos humanos, castigo a la impunidad, rechazo de monopolios, oligopolios y poderes fácticos, etc. Ni una palabra sobre el desempeño tangible, sobre la realidad a ras de suelo, de ese consenso o modelo. He ahí, en la plenitud de su funcionamiento, el mecanismo ideológico que señalamos: reafirmación de lo abstracto, omisión de lo concreto.
Desde luego, es un rasgo típico de la tradición liberal desconfiar de la concentración del poder y temer su arbitrariedad, incluso cuando se trata de un poder democrático. Con todo, histórica y filosóficamente esa desconfianza y ese temor han tenido variantes, matices y asegunes. Algunos liberales entienden el constitucionalismo, por ejemplo, como una forma de restringir el poder; otros, como una forma de habilitarlo. Existen liberalismos que asumen la relación entre libertades y Estado como un juego de suma cero y liberalismos para los que sin un Estado fuerte las libertades no son posibles. Hay liberales antidemocráticos (Guizot), liberales ambiguos frente a la democracia (Tocqueville) y liberales prodemocráticos (Dewey). También es una seña de identidad del liberalismo temer a la arbitrariedad que surge del debilitamiento de los poderes públicos o de los abusos de otro tipo de poderes (criminales o económicos, por ejemplo), un fenómeno que de hecho explica mucho del presente mexicano. Como escribió William Beveridge, “la libertad significa más que la libertad del poder arbitrario de los gobiernos. Significa libertad de la servidumbre económica a la necesidad, a la miseria y a otros males sociales. Significa libertad del poder arbitrario en cualquier forma.” En un país abatido por la violencia, la desigualdad, la corrupción, la discriminación y la impunidad, ¿de veras necesitamos que el poder de las mayorías democráticas sea la principal preocupación de los liberales?
Aguilar sostiene que con su “mayoría calificada en ambas cámaras” el lopezobradorismo amenaza con “actuar de manera tiránica”, léase antiliberal, pero renglones después asegura que “no es claro” que su victoria vaya a trastocar el “consenso liberal”. ¿En qué quedamos entonces: despotismo potencial o liberalismo inercial? Además, el cálculo de Aguilar respecto a las mayorías en el Congreso parece más llevado por la fobia que por la cautela. En la Cámara de Diputados, entre Morena, el pes, el pt y el pvem suman 324 legisladores; en la de Senadores, 76. Las dos terceras partes de las cámaras son 334 y 86, respectivamente. Se vale desconfiar de la concentración de poder pero sin amañar las cuentas: el lopezobradorismo no tiene mayorías calificadas.
En uno de los fragmentos más desorbitados de su réplica, Aguilar arguye que nuestra “confusión” se debe a “la colonización de la teoría política liberal por otras influencias normativas”. Así, sugiere que emulamos la estrategia de unos viejos marxistas que tras la Guerra Fría buscaron “infiltrar” el pensamiento liberal y “subvertirlo” desde dentro. Como si metidos en el caballo de madera del marxismo-populismo buscáramos asaltar subrepticiamente su Troya liberal. Semejante imaginería de la profanación, más allá de sus ribetes paranoicos, es reveladora. Primero, de una estrechísima noción de la tradición liberal como una geografía impoluta cuya pureza imaginaria (Jesús Silva-Herzog Márquez ironizó llamándola “liberalismidad”) debe resguardarse contra cualquier influencia o mestizaje. Y segundo, de cómo Aguilar se proyecta como un celoso vigilante de las fronteras de ese liberalismo que al toparse con ideas distintas a las suyas se apresta de inmediato a deportarlas de su sectario país liberal.
Aguilar nombra a uno de esos representantes de la agenda subversiva con los que nos compara: Will Kymlicka, un filósofo que intentó desarrollar una teoría liberal del multiculturalismo y los derechos colectivos que ha sido anatema para Aguilar por décadas. No nos incumbe aquí valorar los méritos del trabajo de Kymlicka ni de sus críticos. Lo único que tenemos que decir al respecto es que la referencia a su trabajo en la réplica de Aguilar es directamente absurda. En ninguna parte de nuestro ensayo alegamos por derechos colectivos ni culturales. Vaya, ni siquiera los mencionamos. Escribimos sobre el ejercicio efectivo de los derechos a la educación, la salud, la seguridad social, que son todos derechos individuales. No obstante, reviviendo sus fantasmas, Aguilar ve en nuestra reflexión sobre los liberalismos que enfatizan los derechos sociales una presunta defensa de los linchamientos colectivos como expresión de la cultura popular. Menos mal que los “confundidos” éramos nosotros.
Nuestro análisis se inscribe en la matriz del liberalismo igualitario, una filiación que hacemos explícita en nuestro ensayo y que Aguilar se ahorró el esfuerzo de registrar. Lo que entendemos como “principio de inclusión” no es otra cosa que el compromiso ético de que ninguna característica moralmente arbitraria –raza, género, condición socioeconómica– impida a una persona, sobre todo a un niño o a un adolescente, ejercer su derecho a la educación y competir en condiciones parejas. Aguilar escribe que ese principio no hace sino “subvertir ideas que están en la base de la idea de igualdad de oportunidades, como el mérito”. Y remata: “Inventar un supuesto principio de inclusión para que el igual trato sea real [énfasis nuestro] es un despropósito.” Ambas frases acreditan que en la idea del liberalismo de su autor no computan el “liberalismo del bienestar”, el “liberalismo socialista” o el liberalismo de la “libertad positiva” (entre cuyos principales autores figuran Thomas Hill Green, Leonard Hobhouse, Carlo Rosselli, R. H. Tawney o William Beveridge), tampoco el tratado de filosofía política liberal más importante del siglo XX, A theory of justice de John Rawls, ni sus múltiples desdoblamientos (en la obra, por ejemplo, de Ronald Dworkin, Amartya Sen, Thomas Scanlon, Thomas Pogge o Elizabeth Anderson). Todas esas ramas del pensamiento liberal rechazan de un modo u otro la concepción formalista de la igualdad de oportunidades a la que se ciñe Aguilar y defienden una concepción más sustantiva de los derechos. Al rechazar la idea de que los derechos sociales puedan ser una precondición para el ejercicio de las libertades, don José Antonio escribe: “Es cierto que una persona severamente desnutrida no podrá hacer pleno uso de sus derechos civiles y políticos, pero eso no implica que estos últimos dependan de alguna manera de la existencia de ‘precondiciones objetivas’ para existir y ser garantizados.” La observación es un insuperable ejercicio de trivialización. El derecho X está garantizado para todos. El sujeto Y no puede ejercerlo porque está severamente desnutrido. Mas X sigue estando garantizado para Y, pues si Y no estuviera severamente desnutrido podría ejercerlo. Esa lógica, lejos de constituir una defensa de los derechos, es una forma de no tomarse las libertades en serio. Trazar una distinción analítica tan obtusa le parece más importante a Aguilar que discutir el papel de los derechos sociales en un orden que pueda llamarse liberal. Esas son las prioridades de su liberalismo no “titubeante”.
La réplica remata volviendo a Holmes y a su noción de que la tradición liberal tiene mucho que aprender del antiliberalismo. Siempre y cuando, añade Aguilar, tenga claro quién es “el enemigo”. Otra vez la demarcación de la frontera: liberalismo/antiliberalismo, amigos/enemigos. Irónicamente, el propio Holmes ha descrito con dureza dicha obsesión con la pertenencia y la fidelidad como “una posible señal de tenacidad heroica […] pero también un síntoma de rigidez mental y esclerosis moral”.
((Stephen Holmes, Passions and constraint. On the theory of liberal democracy, Chicago, The University of Chicago Press, 1995, p. 236.
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Ni los derechos sociales, ni la intervención del Estado para hacer efectivas las libertades, ni las consideraciones sustantivas sobre equidad, inclusión y bienestar son extrañas ni opuestas a la tradición liberal. Al contrario, forman parte de algunas de sus ramas más interesantes y, sobre todo, más relevantes para enfrentar los desafíos y descontentos de una actualidad ávida de alternativas al tipo de liberalismo astringente, anacrónico y dogmático que insiste en predicar nuestro replicante. ~
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