Árboles de la Argentina

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Daniel Guebel

El absoluto

Buenos Aires, Literatura Random House, 2016, 558 pp.

“El nombre de Borges hizo desaparecer del recuerdo y la conciencia de un montón de lectores el nombre de escritores perfectamente respetables e importantes”, dice el prolífico narrador bonaerense Daniel Guebel (1956), porque “Borges es un serrucho que elimina un montón de ramas del árbol de la literatura. Al mismo tiempo, es inevitable que en el acto de publicación haya nombres que desaparezcan solos. Por supuesto, todo desaparecerá, Borges también. La literatura es un cementerio como cualquier otro. Y las lápidas se caen”.

Guebel y algunos de sus contemporáneos (Alan Pauls, Luis Chitarroni, Martín Caparrós, entre otros) decidieron revertir, superándola, la lógica y férrea reacción antiborgesiana que hizo coincidir la apoteosis que significó, en 1986, la muerte de Borges en Ginebra con el fin, en 1983, de la dictadura militar que el autor de El Aleph respaldó –por ignorancia, por conservadurismo pero, sobre todo, por antiperonismo–. Los más se refugiaron en Julio Cortázar y aun en escritores más comprometidos que él –Cortázar no dejaba de ser un parisino convertido a la causa revolucionaria en una edad en que esas trasmutaciones suelen ser patéticas– mientras Guebel, además de tentar lo fantástico-borgesiano, hacía también “obra argentina”: fabulando sobre ese supremo misterio continental que fueron el general Perón y su popular musa.

Vista desde aquí, el fin de la veda contra Borges permitió tanto la incesante proliferación narrativa de un César Aira como el filosofar novelesco de su aparente rival, Ricardo Piglia, en las antípodas pero con frecuencia complementarios. A decir de Guebel en la declaración transcrita en el primer párrafo de esta nota, arrasado el arbolaje de la literatura argentina gracias a Borges, quedaba un páramo que no podía sino ser invadido, con el propósito de sembrar de nuevo, por quienes –renegados o no– eran sus hijos –legítimos o bastardos– o hasta sus remotos nietos, que fingían indiferencia. En ese sentido, El absoluto (2016), la penúltima novela de Guebel, es una obra borgesiana y no solo porque es una máquina del tiempo, como la de H. G. Wells, que fascinó a Borges y sin la cual es inexplicable también La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares.

A propósito de La máquina del tiempo y El hombre invisible, Borges escribió en su día que, a caballo entre los siglos XIX y XX, “Wells había observado que esa época, que es la nuestra, descreía de magias y talismanes, de la pompa retórica y de los énfasis. Ya entonces, como ahora, la imaginación aceptaba lo prodigioso, siempre que su raíz fuera científica, no sobrenatural”. No otra es la creencia de las seis generaciones de la familia Deliuskin, rusos y judíos, que Guebel registra en El absoluto, una parodia de aquella novela total que se escribía a sí misma, siguiendo la ruta de la cinta de Moebius, a la manera inmortal fijada en Cien años de soledad. Al último de los Deliuskin no le queda sino asumir lo inevitable, a la vez lo obvio y lo canónico: solo mediante una verdadera máquina del tiempo, artesanalmente construida, el último vástago del linaje podrá revivir aquello que el creador –Daniel Guebel– ya escribió. En eso consiste, con cierta probabilidad, la parodia de la novela total: estamos ante un héroe redundante, como si la novela misma –El absoluto nada menos– saliera sobrando. Ese es el juego al que invita Guebel.

Antes del desenlace, Guebel –mediante una prosa vigorosa que convierte cada episodio en una unidad casi perfecta, autosuficiente– coloniza los temas del campo científico decimonónico, tan cercano a la magia y al esoterismo (no en balde Madame Blavatsky es protagónica) o a las ilusiones atribuidas a un ya moribundo Aleksandr Scriabin, que –en la órbita del sucio monje Rasputín en 1915– sueña con la composición de un poema sinfónico capaz de funcionar a la manera de Misterio final, a la vez cromático y musical. Ese universo, a su modo refractario, borgesiano, convive con las obsesiones de la historiografía evangélica, desde la negativa de la Sinagoga para reconocer en Jesucristo al Mesías (“¿A quién se le ocurre que el sacrificio, la hecatombe, de un rabino en la cruz, puede producir la salvación de toda la humanidad?”) hasta una oculta (y eficaz) formación de Lenin con los jesuitas de Lovaina, porque el bolchevismo no fue, después de todo, sino otra herejía de origen judeocristiano.

“Una palabra justa no es lo mismo que una frase completa”, escribe Guebel, a quien, por adulación, se le suele considerar el autor de una “literatura conceptual”, como si pudiera haber otra. Sin ningún pudor en su búsqueda de lo absoluto, Guebel se interesa lo mismo en la paleontología que en el erotismo, en la música del modernismo ruso que en la naturaleza del matrimonio (tema de Goethe, no de Borges) o en la devastación de la historia, victimaria de varios de sus protagonistas en su avatar de sobrevivientes. Acompañado sobre el terreno por Vivant Denon (y por el descifrador Champollion, después), aparece también Napoleón (“Ahora la tragedia es la política”) mientras juega, entre los mamelucos, con convertirse al islam y, vampírico, se manifiesta en una novela de Guebel como en una película de Sokúrov.

Pero a diferencia de otras novelas totales, en una época en que habrán de ser paródicas, El absoluto no se extravía en el “déficit de atención” misceláneo: una vez trazada su línea narrativa, el argentino la sigue sin perderla de vista, y compone, lo que en otro momento sería una novela heráldica, la historia de un linaje excéntrico. Los argentinos, en clave nacionalista, suelen creer que el antídoto de Borges es Roberto Arlt; Guebel, con heredada sabiduría cosmopolita, sabe que el contraveneno de la humildad lo suministra Gombrowicz: “Escribo esto con amargura […] porque no creo que alguna vez podría realizarse en mí este salto a la limitación. El cosmos seguirá tragándome.” Por ello –por esa impotencia necesitada de la máquina del tiempo para impedir la extinción de un apellido–, El absoluto está más cerca de Los Buddenbrook (1901), de Thomas Mann, que de Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), de Julian Barnes.

Para Guebel, como para Borges, hay un destino ya escrito y prefigurado, de tal manera que el último de los Deliuskin se somete, candoroso, a las paradojas de la máquina del tiempo, a las cuales no fue ajeno Bioy Casares, al dislocar el espacio en La invención de Morel. ¿Qué desencadena la intromisión del futuro en el pasado sino el colapso total, empezando por el del propio concepto de tiempo? Pero hombre de su época, argentino de la generación de la dictadura, y además escritor de origen judío, Guebel no puede concebir la historia sin la Caída, motivo este último ajeno al agnosticismo borgesiano. El árbol genealógico de los Deliuskin puede desvanecerse, no así la poblada y diversa vegetación de la literatura argentina. En ese bosque, cuya deforestación llegó a temerse, uno de los árboles más visibles es la obra entera, desigual pero magnética, de Daniel Guebel. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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