Claudia Sheinbaum ha prometido seguir el programa de López Obrador. Hay quien ve en esto una estrategia electoral y confía en que a la postre prevalecerá su perfil biográfico: una académica formada en el respeto a la ciencia. Ojalá sea así, por el bien de México. Pero hasta ahora no hay razón para dudar de su sinceridad. En términos políticos, ese seguimiento implicaría continuar –quizá con un estilo más discreto pero no menos autoritario– el libreto populista. Supondría mantener la presencia del Ejército en labores que nunca han sido las suyas (la administración de carreteras y aduanas, la construcción de trenes fantasma, aeropuertos sin pasajeros y refinerías que no refinan). Significaría seguir, ante el crimen organizado y la delincuencia, la estrategia –llamémosla así– de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedente de 180 mil muertes violentas en lo que va del sexenio. Y finalmente significaría también aprobar el paquete de reformas que AMLO ha enviado al Congreso y con las cuales pretende acabar con la autonomía del poder judicial y desmantelar las dos principales instituciones autónomas que se han salvado de su implacable guillotina: el Instituto Nacional Electoral y el INAI.
Si, como ahora parece probable (aunque de ningún modo seguro), Sheinbaum gana la elección presidencial pero los partidos que la apoyan (incluido Morena, el partido de AMLO) no alcanzan la mayoría calificada en el Congreso, su margen de maniobra se reducirá sensiblemente. La oposición reclamará ante el Tribunal Federal Electoral las numerosas irregularidades que ya se están cometiendo. Un sector amplio de la ciudadanía se manifestará en las capitales del país. Pero será difícil revertir el triunfo. Si Sheinbaum muestra una disposición a cambiar el rumbo y propicia una reconciliación nacional, la democracia mexicana se habrá salvado. Si se empeña en el libreto, tendrá que negociar con el Congreso, en una tensión permanente arbitrada por la Suprema Corte y volcada en las calles, las plazas y las redes sociales, encendidas por una polarización aún más explosiva que la actual. Resultado: la democracia podrá respirar, no descansar.
Si la maquinaria oficial de compra e inducción de voto (aunada a la intervención del narco, que ya se ha dado) se traduce –cosa improbable– en un triunfo por amplio margen que otorgue al oficialismo la mayoría calificada, la impugnación de la oposición y la protesta ciudadana serán mayores. Pero el peso del poder sería excesivo. México estaría en peligro de transitar a un “obradorato”, si no consentido por la presidenta, impuesto sobre ella. Resultado: la asfixia de la democracia.
Por fortuna, hay otros escenarios. El frente opositor cuenta con una candidata competitiva, Xóchitl Gálvez. Las encuestas no la favorecen (quizás está abajo por diez puntos) pero recorre el país con un impacto creciente. Su biografía lleva en sí misma una legitimidad incontestable. De origen humilde y parcialmente indígena, es una mujer que se hizo a sí misma, estudió ingeniería, fundó una empresa de edificios inteligentes, se incorporó al servicio público como una funcionaria preocupada por los problemas sociales. De hecho, como senadora aprobó elevar a rango constitucional los programas sociales que han sido el sustento de la popularidad de AMLO. Gálvez es franca, propositiva y valiente, cualidades que no resaltaron en el primer debate pero podrían aparecer en los restantes. Las redes sociales la favorecen.
Si Gálvez triunfa con un margen amplio (difícil, no imposible) quizá fuerce algo inédito en la biografía de López Obrador: la aceptación de una derrota. La democracia respiraría con mayor libertad. Si, como es mucho menos complicado, Gálvez gana con un margen pequeño, puede darse por descontado que Morena y sus aliados (encabezados por AMLO, secundados por Sheinbaum, seguidos de un enardecido contingente social) reclamarán fraude y saldrán a las calles buscando la anulación de los comicios. Pero también la ciudadanía opositora defendería su triunfo. Vendrían meses de incertidumbre y turbulencia, en espera del veredicto del Tribunal Electoral, sobre el cual recaería una presión sin precedentes. ¿Mantendría su independencia? La democracia en vilo.
La democracia mexicana no solo es joven. También es inexperta. En doscientos años de vida independiente, México la había ensayado en solo dos periodos: la era liberal de Benito Juárez (1867-1876) y los quince meses del presidente Francisco I. Madero (1911-1913). El primer paréntesis se cerró en una dictadura, el segundo desembocó en la violencia revolucionaria. Este es el tercer llamado. Ocurre en medio de una violencia delincuencial sin precedentes, producto directo de la irresponsabilidad del gobierno. Por más arduo que parezca, la democracia debe prevalecer. Confío en que así será. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.