“Quizá todos los libros son de fantasmas –dice Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934)–. Quizá en realidad todo lo que no es el aquí y ahora son fantasmas: no hace falta ir a los espacios siderales. Más allá de esta puerta, en el piso de abajo, esas personas que no vemos son fantasmas. Un paso más allá y ni siquiera tienen una referencia hipotéticamente tangible. Vete tú a saber si están o no están, si son o no son. En una película los mismos actores, una vez que ya han quedado impregnados, pues son fantasmas.” Estamos en el piso de arriba de la librería madrileña La buena vida y hablamos de El cementerio azul (Literatura Random House), una colección de relatos que es la publicación más reciente del autor de libros como Trece veces trece, Gorila en Hollywood o Doble dos y de películas como Parranda, Remando al viento o El detective y la muerte: una de las personalidades más singulares y fascinantes de la cultural española de las últimas décadas.
“El cementerio que aparece es un cementerio inglés que conocí en un viaje estúpido para un programa de antaño de Soler Serrano que consistía en viajar por España sin dinero. Llegué a este cementerio inglés efectivamente, y el personaje con el parche en el ojo y el perro y todo eso que cuento son de verdad. El Pato Donald no estaba, lo confieso. Pero era un fantasma también. El Pato Donald no ha muerto todavía y el hombre seguramente ahora ya sí.”
Como en otros libros de Gonzalo Suárez, en El cementerio azul hay un elemento onírico: no es tanto la amenaza o la sorpresa como la aceptación entre resignada y humorística de la lógica del sueño. “La ficción, para mí, una vez que la realidad se nos ha escapado, tiene prácticamente la misma carta de existencia que la memoria –dice–. Es un camino muy similar a lo que llamamos los hechos reales. Una vez que han pasado ocupan el mismo lugar, a no ser que te dejen una herida en el costado o te falte un ojo. Pero si no entre que haya pasado de verdad o de mentira hay muy poca diferencia.” Hace una pausa: “Esto es una tontería pero bueno, queda bien, y además lo digo con convicción, es paradójico.”
Como en otros de sus libros, el universo de la ficción empieza tras el preámbulo de un “retazo autobiográfico”, en este caso el rodaje de El detective y la muerte en Varsovia. “No tiene una razón de ser. Casi diría que empiezo a analizar con palabras, a concatenarlas. A veces, lógicamente, tengo una idea de hacia dónde voy o hacia dónde no quiero ir, pero otras veces en absoluto. Y eso es lo que me da la sensación de aventura, porque me aburre cuando ya sé lo que voy a hacer. En las películas juego a olvidarme del guion, es una trampa clara también, porque el guion existe. Pero aun así me gusta jugar a que algo pasa por primera vez y que no sé lo que va a pasarme.”
Muchos de sus relatos parecen funcionar a base de mecanismos asociativos. Sin ser surrealistas, a veces tienen un aire de familia. “No son surrealistas porque no me gusta el surrealismo. Yo diría que escribo de oídas, si no fuera que tengo un oído fatal. Pero sí hay musicalidad y a veces la palabra me conduce. Parece algo frívolo pero no lo es para mí. No me gusta cuando es una actitud descriptiva de algo ya previo, tengo la intención de encontrarlo a través de la palabra. La palabra me lleva a lo que va apareciendo conforme avanzo. Esa es la apuesta, aunque hay fases de trampa flagrante. No puedo garantizar que todo sea tan novedoso como yo quisiera.” Con todo, reflexiona, “la literatura es lo que más libertad te da. Mucha más que el cine. Me encantan los rodajes, pero cuando tienes un guion ya has tenido que convocar los elementos, has hecho un casting, los técnicos tienen que saber lo que se va a hacer. En ocasiones no sabes exactamente cómo. A veces hago la trampa de no saber lo que va a pasar”.
Utiliza los géneros, la parodia y el pastiche. Por ejemplo, “El color de tus ojos”, uno de los relatos, es una especie de policiaco onírico. “De este cuento no me acordaba y me costaba entenderlo. Tuve que releerlo y además con cierto miedo, porque no encontraba esa coherencia, esa lógica que creo que subyace y que hace que se mantenga. Es un cuento muy misterioso porque está hablando de algo que no he podido aprehender. Se me escapa de la inteligencia, porque habla además de los ojos de una mujer, pero que al principio yo no sabía si era exactamente la que bajaba en ascensor o si era la vecina de arriba que jugaba con el perro y que de repente había muerto en un accidente. Tengo que volverlo a leer.”
En otro de los relatos, sobre el periodismo, “Una vida imaginaria”, cita una descripción de Billy Wilder del buen periodista: “Imaginemos que diez serpientes venenosas se han escapado en Nueva York. Simple gacetilla, no hay reportaje. Imaginemos que dan caza a tres y quedan cuatro. Cazan cuatro y quedan tres. No hay reportaje. Cazan dos y queda una. ¡Una serpiente venenosa en Nueva York! Ese es el mejor reportaje. Y el mejor periodista es el que la tiene en el cajón de su despacho.” En ese cuento aparece el reportaje de la llegada de Chaplin a los cielos. El libro está lleno de cartas, manuscritos, juegos. “Hay recursos de esa índole. Pero ya te digo, no me acordaba y eso me alarma nuevamente. En cambio hay cosas que recuerdo con una certitud increíble. No es solo que la memoria sea selectiva sino que está de capa caída, y luego además en lo que escribes, una vez terminas, hay una especie de huida.” Hace una pausa: “Cada vez me cuesta más escribir. Estar solo conmigo mismo me cuesta más. El combate del boxeador con su sombra no es lo que más me gusta, ni mucho menos.”
Menciono un cuento muy breve, “El niño que saltó sobre su sombra”. “Salió de repente. Eso es lo que me gusta: cuando sale algo que no me pertenece y viene de donde sea. Ocurre porque se te ocurre”, explica. Le hablo del humor, de la escena donde un desconocido se dirige al narrador y le dice que se ha acostado con la mujer de su mejor amigo. “Eso es autobiográfico seguro.”
A menudo se dice que la tradición principal de la literatura española es realista. La obra de Gonzalo Suárez, con su ironía y sus referentes culturales, su estética vanguardista, su rechazo del psicologismo o de la verosimilitud, su apuesta por la ligereza y lo onírico, tiene una estética distinta. El narrador de uno de los cuentos de El cementerio azul dice: “Desde niño, había intentado vivir de espalda la realidad de una sórdida posguerra y, a partir de la adolescencia, los libros y el cine habían sido mi refugio hasta que, de repente, vislumbré la evanescencia de esas sombras parlantes en la pantalla, muertos vivientes, y la impostura de las palabras que suplantaban a la vida.”¿Cuáles fueron esos primeros refugios?
“Mis lecturas iniciales eran libros de aventuras en África. Hay una colección que conservo en Asturias: La isla del tesoro, los libros de un escritor que se llamaba el capitán Gilson. También el libro que escribió mi padre, Recuerdos y aventuras del África austral. Todo me llevaba a que el pasillo de Sainz de Baranda, 20, octavo A, era la selva africana y a la vuelta de la esquina tenía que pelear con leones. Luego cuando estuve en África no encontré en absoluto el África que buscaba.”
Suena el teléfono y Suárez duda en responder. El móvil ha terminado de sonar cuando lo encuentra, escribe un whatsapp. Le pregunto por Cortázar. “Cortázar me descubrió. Antes de conocernos habló creo que de El roedor de Fortimbrás, diciendo precisamente que no era un libro realista. Yo no lo conocía; es más, no lo había leído. Lo conocí de la mano de Carmen Balcells, pasaron por casa él, García Márquez. Con Cortázar tuve enseguida una amistad, como con Peckinpah. No tuve la misma afinidad con García Márquez.”
Del director de Grupo salvaje se hizo amigo en el Festival de San Sebastián, “con el fracaso de Aoom (1970). Eran los tiempos en que había pataleos y abucheos. Mi mujer Hélène y yo nos marchamos, muy decepcionados, y la secretaria de Peckinpah, Susan, dijo que Peckinpah quería ver la película. Ya era famoso por sus borracheras nocturnas. Probablemente le habían hablado muy mal, en todo caso lo que le llamó la atención inicialmente fue el fracaso. Quería ver la película pero estaban desmantelando el festival y entonces había que verla en una sala. Solo se podía al día siguiente a las diez de la mañana, una hora que me parecía imposible para él. Pero aceptó y le gustó. Dijo: ¿Dónde vas ahora? A Asturias, le dije. Pues me voy contigo, dijo. Rompió los billetes que tenía para Londres, donde iba a preparar Perros de paja.”
“Fueron quince días apasionantes en Asturias, lo pasamos muy bien, porque Peckinpah era alcohólico perdido, pero tenía una lucidez permanente, con la salvedad de que acabamos mal en aquella ocasión, porque al bajar de la montaña del Peñatú intentó estrangular a la secretaria y, claro, yo caballerosamente intervine para separarlos. Le dije a Hélène que se la llevara. Teníamos el coche al pie de la montaña. Se había hecho de noche y perdí a Peckinpah de vista. Al cabo de un rato, lo encontré: siempre tendré esa imagen. Estaba a la luz de la luna, de rodillas en un charco. No estaba rezando; se había caído. Me dijo: Tú y yo haremos grandes cosas pero esa se tiene que ir. O ella o yo. Y le dije que se tenía que ir él”, cuenta Suárez.
“Le ayudé a ponerse en pie, bajamos y me preguntó: ¿Y ahora cómo volvemos? Y en ese sitio de pronto aparece un taxi libre, una cosa asombrosa. Fue la maldición porque llegamos mientras Hélène y la secretaria sacaban la maleta. Peckinpah cogió la maleta, la tiró por las escaleras. Nosotros nos llevamos a Susan, él se quedó en el hotel. Y al día siguiente se había ido a las seis de la mañana. Un año después el director del hotel me contó que le secuestró. Lo llevó a su habitación para que le dijera dónde estaba yo. El otro no lo sabía. Me dejó una nota cariñosa: ‘Qué gran espejo tener tú.’ Se la dictó al director del hotel que, acojonado, la escribió a máquina.”
Suárez y Hélène Girard le enviaron una boina a Londres. Peckinpah le invitó a llevar sus películas Aoom, Fausto y Ditirambo para enseñárselas a los ejecutivos de la Universal. “Se quedaron estupefactos –dice Suárez– y Peckinpah: No hagas caso, son unos imbéciles.” Peckinpah citó a Suárez en un club de Londres. “Estaba con Pancho Kowalski, el guionista de Quiero la cabeza de Alfredo García, un hombre encantador. Y estaba con la nueva secretaria de Peckinpah, Katy Haber, que duró muchos años, y ella debió de tardar en traducir algo y Peckinpah la emprendió a patadas con ella en pleno club. Yo intenté intervenir, y Panchito decía: Si hace esto cada dos por tres.”
“Haber estuvo con Peckinpah hasta su muerte y estuve en contacto hace poco con ella, a propósito de la adaptación Doble dos. Teníamos el proyecto de hacerla, pero no pudo ser. La he recuperado y será una película. Antena 3 no quiso que la dirigiera yo, no sé si por edad o por sospecha. He sintetizado los guiones. Me habría dado con un canto en los dientes si la hubiera dirigido pero no ha sido tan doloroso desprenderme de ella.”
En uno de los relatos, “El manuscrito de Sichuan”, juega con la vida de Cervantes, y le pregunto por su reescritura de Shakespeare en “El auténtico caso del joven Hamlet”. Hamlet y Fausto, cuenta, le han impresionado de forma especial. Este relato nació como guion, es una película que quería hacer. “Tengo varios guiones terminados pero estoy en esa fase que reconozco en otros directores que tienen guiones pero ya no tienen productor”, dice. “Inventaré el cine, inventaré otra cosa como al principio: me sacaré algo de la manga. Si te sobra dinero, dímelo. Si te sobra dinero y quieres perderlo.” ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).