Leí la obra de Vallejo por primera vez hace apenas algunos años, en un contexto universitario. Estaba preparando un concurso –en Francia, nos fascinan y nos asedian– en cuyo programa aparecía la obra del peruano. Era un concurso nacional, así que varias conferencias se organizaron ese año sobre el poeta, sobre todo en París –capital obligada, pero es también donde descansa Vallejo (1892-1938) en el cementerio de Montparnasse, no lejos de Baudelaire, y la coincidencia me sigue pareciendo afortunada–. Una vez, un profesor, al que llamaremos S., vino a presentarnos su lectura de Trilce. Con el libro en la mano, soltó: “a primera vista, podría creerse que nos ve la cara de pendejos”.
Este profesor había escrito algunas de las líneas más esclarecedoras que estaba por leer sobre Vallejo.
Mi primera impresión de Trilce fue la misma que el profesor S. había descrito. Me sería difícil escoger unas palabras más exactas que las suyas y ordenarlas con más exactitud. Mi impresión fue perfectamente banal, igual que la recepción del libro. Primero, un rechazo categórico. Cuando apareció (Lima, 1922), se pensó que estaba viéndole la cara a todo el mundo. “Para los más, no se trata sino del desvarío de una esquizofrenia poética o de un dislate literario que solo busca la estridencia callejera”, escribió Vallejo a Antenor Orrego
{{Carta a Antenor Orrego de 1922, en Correspondencia completa, Valencia, Pre-Textos, 2011, p. 105.}}
… pero la primera vez que Aurélien vio a Bérénice en la obra de Aragon, la encontró francamente fea. Hizo falta mucho trabajo, esfuerzo y paciencia para medir tanto su importancia como su complejidad y riqueza (tal vez el poema LX nos sopla constantemente: “Es de madera mi paciencia, / sorda, vegetal”).
Prueba palpable de ello es la edición de Cátedra (Madrid, 1991). Cada poema está acompañado por un comentario de Julio Ortega, de tres páginas en promedio, donde se señalan los posibles errores de imprenta, se proponen esclarecimientos hermenéuticos y se advierte sobre el lugar y la época en que el poema fue escrito, apoyándose para esto en los testimonios de Juan Espejo Asturrizaga
{{–de Juan Espejo Asturrizaga, César Vallejo. Itinerario del hombre, Lima, Juan Mejía Baca, 1965.}}
los que Juan Larrea desconfía a veces–.
{{Juan Larrea, César Vallejo y el surrealismo, Madrid, Visor, 1976.}}
Trilce, segundo y último poemario que escribió Vallejo en Perú –después de Los heraldos negros (Lima, 1919) y antes de partir a Europa, adonde llegaría el 12 de julio de 1923–, es tan complejo, tan vasto, tan abierto, que los errores de imprenta no pueden ser sino “probables”. Diferentes ortografías e incluso diferentes palabras son propuestas de una edición a otra: es pues sobre poemas distintos que se apoyan los exégetas y los traductores, en todo caso me atrevo a suponer que así lo creería Vallejo.
{{Después de la publicación de Trilce, escribió en su “libro de pensamientos”, El arte y la revolución: “Un poema es una entidad vital mucho más orgánica que un ser orgánico en la naturaleza. A un animal se le amputa un miembro y sigue viviendo […] Pero si a un poema se le amputa un verso, una palabra, una letra, un signo ortográfico, muere” [Lima, Mosca Azul, 1973, p. 62].}}
Imagino un lector que no supiera español, que descubriera Trilce en inglés por ejemplo, que encontrara numerosas versiones y las confrontara: tendría razón al preguntarse cuál es entonces ese poema de Vallejo que no puede leer, tan grandes son las diferencias de una versión a otra.
Satélite crítico, el adjetivo que no deja de gravitar alrededor del libro es “radical”, y recuerda algunas palabras de Baudelaire, que lanzaba el llamado en Salón de 1845 a “todo lo que se gana en este mundo, en arte, literatura, política, a ser radical y absoluto, y a nunca hacer concesiones”. La radicalidad de Trilce es en primer lugar la de la libertad: “Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mayor cosecha artística.”
{{Carta a Antenor Orrego, op. cit.}}
En poesía, esto pasa por la invención de una gramática propia: “La gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser.”
{{César Vallejo, El arte y la revolución, op. cit., p. 64.}}
Acaso el lector, si desea escuchar el idioma de Trilce, debe comprometerse a lo mismo. Tal vez debe también, y sobre todo, recordar siempre los primeros versos de una obra que invita a la humildad con que esta se escribió: “yo no sé”. Pues la nueva palabra poética, que no es ni moderna ni de vanguardia sino humana, no puede nacer, nos dice Vallejo, en la pedantería: “La poesía ‘nueva’ a base de palabras nuevas o metáforas nuevas, se distingue por su pedantería de novedad y por su complicación y barroquismo”, como afirmaría en 1926.
{{Escribió estas líneas para el primer número de la revista dirigida por Juan Larrea, Favorables, París, Poema, que después retomó en El arte y la revolución.}}
Vallejo conoce el dadaísmo, el creacionismo, el ultraísmo, pero se mantiene a distancia de ellos, porque existe una realidad que hace falta nombrar a toda costa, la realidad “sensible”,
{{La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es […] simple y humana” (ibid.).}}
y él permanecerá siempre en contra de las formas de expresión que no pueden nombrarla, al punto de escribir algunos años más tarde en Poemas humanos (París, 1939)
{{Todos los poemas del corpus europeo de Vallejo –Poemas humanos, Poemas en prosa y España, aparta de mí este cáliz– fueron publicados de manera póstuma.}}
: “Un cojo pasa dando el brazo a un niño / ¿Voy, después, a leer a André Breton?”
El poemario nos exige un desarraigo. Leer Trilce es una experiencia inquietante, y si la inquietud parece confundirse a veces con el miedo, se distingue de él en un aspecto esencial: el miedo petrifica, la inquietud es movimiento, y esta agitación se convierte en placer. ¡Cómo nos arrastra Trilce! Sin duda la ausencia de títulos borra todo referente y tal vez nos desvía, pero las cifras que encabezan los poemas, y aquellas que se inscriben en su cuerpo, al agudizar el misterio, trenzan una larga cuerda del I hasta el LXXVII, de modo que, llevados por la corriente del ritmo, que en el poemario es la última unidad y esencia del poema, podemos asir, de un poema a otro, esta relación secreta y continua como la corriente misma. Conocemos la importancia de la vida del poeta en Trilce: la muerte de la madre en agosto de 1918 y la pérdida del hogar, el sentimiento de orfandad, el encarcelamiento en Trujillo en 1920, la separación amorosa. A lo largo de este tiempo no lineal –el de la poesía no lo es–, donde la madre está presente y ausente a la vez, igual que el hogar, la prisión, estos temas se mezclan, se confunden, sin contradecirse ni anularse: el espacio del poema permanece abierto y se encarna en este lenguaje radicalmente libre; sus neologismos –desde la primera palabra entre todas, Trilce–; su gramática personal e intransmisible que niega, ella también, el tiempo lineal (“El traje que vestí mañana”, VI); su sintaxis que dibuja asimetrías (“Rehusad, y vosotros, a posar las plantas / en la seguridad dupla de la Armonía”, XXXVI).
Esta inmensa labor –Trilce es una obra “hecha laboriosamente”, diría Baudelaire– parece responder a una necesidad, de orden vital, y es esto sin duda lo que más me conmueve de Vallejo. Trilce no es La tierra baldía, aparecida el mismo año –aunque haya convergencias entre las obras “empezando por su coincidencia en la práctica del ‘texto del cambio’, signo de identidad modernista”, como apunta Julio Ortega–.
{{Julio Ortega, “Introducción”, en Trilce, Madrid, Cátedra, 1991, p. 22.}}
Pero si Vallejo nos coloca frente al absurdo, no es nunca para terminar en la desesperanza o el nihilismo. Nada es vano en la experiencia poética, menos aún el dolor –que no el sufrimiento– que culminaría en “Los nueve monstruos” (Poemas humanos), donde el último verso nos asegura que hay “muchísimo que hacer”. La palabra poética trae una esperanza de construcción. En Trilce, hay gérmenes de una explosión humana, que solo puede encarnarse en una nueva lengua: “Madre dijo que no demoraría” (III); “Todos han partido de la casa en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es su recuerdo lo que queda sino ellos mismos” (Poemas humanos). De la promesa a la restauración de la presencia, aquella voz –esta es su fuerza– traspasa la ausencia.
Vallejo disipa siempre la angustia que puede suscitar en mí. Es un misterio luminoso. Me acuerdo de mi primera impresión de Trilce, y jamás he creído que haya que fiarse de las primeras impresiones. Contemplo la portada del libro a mi lado: sé que jamás se me develará completamente. Conocemos la anécdota de las tres libras: el precio de venta del libro era de treinta soles peruanos, tres libras, entonces, y Vallejo habría repetido la cifra hasta deformarla
{{ André Coyné, César Vallejo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1968, p. 127.}}
(Tres… tres… tres… tresss… trisss… triesss… trilsss…). Pero yo no creo en este cuento un poco simple y demasiado lúdico, aunque tenga el mérito de revelar “la cifra clave del libro” según Guillermo Sucre, “la que rige su dialéctica de la virtualidad, que, en el fondo, no es sino la tentativa de alcanzar otra realidad”.
{{Guillermo Sucre, “Vallejo: inocencia y utopía”, La máscara, la transparencia, Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, p. 141.}}
Sabemos también lo que ha propuesto Juan Larrea: que Trilce contenía la cifra en cuestión, y la dulzura: “como de duple se pasa a triple, de dúo a trío, de duplicidad a triplicidad, Vallejo sintió oportuno pasar de dulce a trilce”.
{{ Juan Larrea, Aula Vallejo, Córdoba, 1962, núm. 2-4, p. 242.}}
Escuchamos, en fin, en Trilce, un pedazo de César. Pero Trilce no es tres, ni dulce, ni César, y su estridencia no proviene de ninguno de estos tres vocablos. Es ella, sin embargo, lo que resuena; es su vocal frágil que tiembla. Y este temblor que tengo en la boca cada vez que pronuncio la palabra inventada no es de miedo sino de inquietud, que es la promesa de un desarraigo, y me dejo intimidar con placer. Trilce no se revela completamente, pero tampoco se oculta por entero. La observo de lejos como un horizonte de sentido, respuesta al “vacío en mi aire metafísico” (Los heraldos negros), horizonte al que me arrastra y que se aleja siempre. ~
Traducción del francés de David Noria.
es investigadora literaria y actualmente estudia el doctorado en
literatura comparada entre la Universidad de Nantes y la Universidad de la
Sorbona.