El nacimiento del intelectual y de su iconografía
Mientras que la voz intelligentsia, de origen polaco, se usó ya en Rusia en la segunda mitad del siglo XIX, el sustantivo “intelectual”, emparentado con el término anterior, no surgió en Europa occidental hasta poco antes de 1900. La primera se refiere a una élite cultural “fascinada por la mágica palabra compromiso [napravlenie]” –así lo afirmaba un escritor ruso en 1847– y decidida a despertar la conciencia y mejorar las condiciones de vida de un pueblo campesino y atrasado. Por el contrario, el medio natural del intelectual es una sociedad urbana, mayoritariamente alfabetizada y secularizada, con la que interactúa sobre todo a través de la prensa. Será como un sacerdote laico de la sociedad de masas, un predicador incansable contra la quiebra moral del liberalismo y de algunos de los mitos fundadores de la modernidad, como la razón y el progreso.
El hecho de que el sustantivo “intelectual” empezara a utilizarse a la vez en francés, español e italiano sugiere asimismo alguna conexión con la crisis del llamado fin-de-siècle en la Europa meridional, en plena polémica sobre las “naciones moribundas” (Lord Salisbury) del Viejo Continente. Miguel de Unamuno incluyó la palabra en una carta de 1896 a Cánovas del Castillo, Gabriele D’Annunzio la utilizó en su Discorso della Siepe en 1897 y Émile Zola le dio carta de naturaleza en un artículo publicado en 1898 al hilo del affaire Dreyfus. Que su uso se generalizara rápidamente prueba hasta qué punto el término respondía a la necesidad de poner nombre a una nueva figura de la vida cultural, con voluntad de intervenir en los grandes debates públicos y una proyección social muy superior a la del escritor tradicional.
El predominio de la fotografía en los retratos de intelectuales a caballo entre los siglos XIX y XX, en el momento de su nacimiento, tendió a subrayar su condición mesocrática y a velar su personalidad contestataria. Nadie diría al verlos posar ante la cámara que han venido al mundo a poner fin al orden burgués creado en el siglo XIX, del que el lenguaje fotográfico es fiel reflejo. Su aspecto los identifica como miembros de una clase media urbana más bien anodina: traje, corbata oscura, camisa blanca; si el retrato es al aire libre, sombrero… Las fotos de estudio ofrecen pocas excepciones al rígido convencionalismo de la época en ropa, pose y atrezo. No será el objetivo de la cámara sino la fama, a veces póstuma, la que, en ocasiones, otorgue un carácter icónico a tal o cual rasgo de su fisonomía, generalmente derivado de la abundancia o ausencia de pelo en alguna parte de su cabeza. En Nietzsche será su enorme mostacho; en Verlaine y Bergson, su calva; en Oscar Wilde, su ondulada melena; en Kavafis, sus cejas pobladas y su cara lampiña; en el viejo Ibsen, septuagenario a comienzos de siglo, sus largas y pobladas patillas, muy pasadas de moda, al revés que la tupida y desmelenada cabellera del joven Giovanni Papini, anticipo de modas muy posteriores. La frondosa barba patriarcal de Tolstói, digna de un campesino ruso, parece un gesto de afirmación de su identidad nacional. Por el contrario, la de Zola luce pulcra y recortada. Llama la atención su mirada, algo lánguida, parapetada tras unas gafas de pinza con cordoncillo que constituirán un elemento clave de su identidad visual.
La notoriedad pública del intelectual está asociada a su imagen. La fotografía le hace reconocible por el gran público cuando se reproduce, como suele ocurrir, en libros y periódicos. Si le retrata un pintor, a menudo amigo suyo, su figura adquiere un significado especial que refleja tanto la visión del artista como la que el personaje tiene, o quiere transmitir, de sí mismo: Ortega y Gasset retratado por Zuloaga (1917), con el monasterio de El Escorial al fondo; Fernando Pessoa por Rodríguez Castañé (1912), que confiere a su cuadro una sobriedad hermética, sin concesiones al espectador; Marinetti por Carlo Carrà (1911), en un retrato de factura cubista y expresión mefistofélica; Virginia Woolf por su hermana Vanessa Bell (1912), haciendo calceta, o Heinrich Mann por Max Oppenheimer (1910), los ojos entornados, que contrastan con la mano izquierda crispada, en extrema tensión. Toda forma de singularizar al retratado entraña un pequeño mensaje. El artista contribuye así a crear la máscara del escritor, su imagen pública.
Intelectuales de uniforme
La Gran Guerra y sus secuelas cambiarán decisivamente el papel de los intelectuales y su imagen ante la sociedad. Giovanni Papini pasará de defender, poco antes de su estallido, el futurismo como una guerra incruenta “contra la academia, contra la universidad, contra la escuela, contra la cultura oficial”, a proclamar abiertamente “amamos la guerra” en su revista Lacerba (1-X-1914) y a participar, como Marinetti, D’Annunzio y Mussolini –todavía socialista–, en la campaña en pro de la intervención bélica de Italia. Ni su entrada en guerra en 1914 ni la victoria aliada en 1918 pusieron fin a la polémica, que continuó en la posguerra con el mito de la “victoria mutilada”, creado por D’Annunzio, y la rápida transición de la lucha en las trincheras a la aparición de los fasci di combattimento, expresión de una idea catártica de la violencia en una sociedad adocenada por el liberalismo.
La estrecha relación entre el fascismo italiano y el mundo de la cultura, incluidas sus modalidades más vanguardistas, fue una excepción en el panorama de los fascismos de entreguerras, claramente hostiles a la figura del intelectual. “Nada peor que la intelligentsia”, escribió en su diario, en 1925, el joven Joseph Goebbels, pese a su condición de doctor en filosofía, escritor y periodista. Ocurre que a menudo el término intelligentsia tiene que ver menos con la sociología de las profesiones que con el imaginario de sus detractores. De ahí las referencias despectivas que Goebbels dedica a los intelectuales como una plaga que surge y se reproduce en el “asfalto”, símbolo repulsivo de la gran ciudad, llena de masas amorfas, de cafés y de judíos. A él recurre el futuro ministro de Propaganda de Hitler para denigrar a la capital del Reich, la ciudad “de la intelligentsia y del asfalto” (21-VII-1928). “¡Canallas intelectuales!”, exclama en otra ocasión, en referencia a los de su propio partido (5-I-1932). Ya se ve que el doctor Goebbels apenas distinguía entre buenos y malos intelectuales. Todos eran sospechosos de comunismo, de judaísmo o, como mínimo, de oportunismo y cobardía.
En su demonización por parte de la extrema derecha tuvo mucho que ver el papel que desempeñaron en la Revolución rusa, a cuyos principales protagonistas, empezando por Lenin, cabría considerar como intelectuales, tanto por su formación académica como por su labor teórica y propagandística. Algunos de ellos, como Trotski, Kámenev y Radek, eran, además, judíos. La propia iconografía soviética hizo hincapié en la dimensión intelectual, muy sui generis, del padre de la revolución, que aparece en una obra canónica de Isaak Brodsky, un óleo de gran formato titulado Lenin en Smolny en 1917, escribiendo en unas cuartillas que apoya en su pierna izquierda, mientras un periódico y otros papeles yacen desordenados en una mesa. El cuadro, paradigma del realismo socialista, evoca su liderazgo solitario y su ascetismo, patentes en esa imagen de él abstraído en sus papeles y sus pensamientos, sin disfrutar siquiera de la intimidad de un despacho o del tiempo necesario para ponerse cómodo. La historia no podía esperar. Otras imágenes que alcanzaron gran difusión destacan su proximidad física a las masas, su vocación pedagógica –subido a una tribuna, la gorra en la mano, el gesto unas veces severo y otras paternal– y ese espíritu visionario, casi mesiánico, que transmite cuando señala con el brazo un futuro al alcance de quienes le secunden. Su defensa de la guerra como un atajo de la historia, sus ataques contra el pacifismo pequeñoburgués y su madera de hombre de acción le asemejan a los intelectuales fascistas, aunque, a diferencia de ellos y de la mayoría de los líderes bolcheviques, Lenin no llega a cambiar su atuendo burgués –traje, camisa blanca, corbata– por el uniforme paramilitar. Solo su gorra proletaria contradice a veces sus orígenes. Hay algunas fotos suyas con sombrero, pero parecen anteriores a la revolución.
La palabra agitprop, acuñada en la Rusia soviética en los años veinte, refleja los nuevos significados y funciones del intelectual de entreguerras, que concibe la cultura como un instrumento para transformar el mundo a través del cine, la fotografía, los carteles, la literatura de agitación y otras formas de propaganda de masas. Los escritores y artistas más jóvenes, pertenecientes a una élite vanguardista, aparecen en retratos de grupo que denotan la pertenencia a una comunidad espiritual y generacional. En una fotografía tomada en Moscú en 1924 coinciden algunos de ellos: Eisenstein, Pasternak, Mayakovski… Este último destaca por su enorme estatura y por llevar pajarita en vez de corbata. Pero su gesto le muestra fiero y retador, como en otras fotos suyas de estos años, pródigos en retratos de escritores y artistas, juntos o por separado. Los realizados en grupo abundan más que en épocas anteriores, probablemente por el adanismo y la ideología colectivista que animan a las nuevas generaciones, convencidas de estar inventando un mundo a su imagen y semejanza
–como los llamados Geistesarbeiter des proletariats (intelectuales proletarios) retratados en 1925 por August Sander– y deseosas de inmortalizar esa epifanía creadora. La generación del 27 en España, la Bauhaus y la Escuela de Fráncfort en Alemania, la vanguardia en la Rusia de los años veinte y, en menor medida, el grupo Bloomsbury en Inglaterra tienen algo en común, pese a la distancia geográfica y cultural que los separa. La cámara revela el creciente protagonismo de las mujeres y de los jóvenes, la ausencia de jerarquía y el ambiente festivo y juguetón que presidía sus encuentros. A veces también los lazos de amistad entre ellos. Nada que ver con lo que se percibe en otras representaciones colectivas de la intelligentsia de la época, como el cuadro La tertulia del café de Pombo, de Gutiérrez Solana (1920), en el que saltan a la vista el liderazgo indiscutible de Ramón Gómez de la Serna, de pie, en ademán oratorio; la formalidad de sus acólitos, sentados, y el aire algo anticuado de la puesta en escena, subrayado por el retrato decimonónico que cuelga en la pared.
La Guerra Civil española acentuó un fenómeno, iniciado con la Gran Guerra y consumado con el auge de los totalitarismos, que podríamos definir como la militarización de los intelectuales. A un lado del frente, los más jóvenes y comprometidos adoptaron el uniforme falangista y el saludo a la romana; al otro, el puño en alto y el mono azul proletario de los milicianos. Con él aparece Rafael Alberti, en septiembre de 1936, pronunciando un discurso en un mitin de escritores antifascistas. En los dos bandos, especialmente en la España republicana, será raro verlos con traje y corbata, no digamos con sombrero, una prenda mal vista en la retaguardia por sus connotaciones burguesas. Es llamativa por ello la vestimenta formal –traje, corbata, algunos incluso sombrero– que predomina entre los participantes en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado en Valencia, Madrid y Barcelona en 1937, dos años después del que, en circunstancias muy distintas, tuvo lugar en París. La impresión visual, buscada o no por los organizadores, es que el Congreso era un reducto de civilidad frente al militarismo fascista, una sensación similar a la que produce la imagen pública de las dos máximas autoridades de la República, y reputados intelectuales, Manuel Azaña y el doctor Negrín, que permanecerán fieles, especialmente el primero, a su indumentaria prebélica.
Pero la tendencia general fue la contraria. Por eso cuando al principio de la guerra la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura puso en marcha una revista la tituló El mono azul, como una forma de resaltar la vocación miliciana de quienes escribían en sus páginas. Publicaciones, congresos, cuadros, carteles…, la cultura y sus artífices tendrán durante la Guerra Civil una importancia sin precedentes dentro y fuera de España, tal como indica la portada a todo color que el semanario neoyorquino Time le dedicó al escritor André Malraux (7-XI-1938), que posó para la revista con chaquetón caqui, camisa blanca, corbata negra, un cigarrillo en la mano y la mirada fija en la cámara. Mitad dandi, mitad hombre de acción, Malraux representa, en su papel de aviador al servicio de la República, al intelectual comprometido que llega en tropel de todo el mundo a una España en guerra: Ernest Hemingway, Simone Weil, George Orwell, Ilya Ehrenburg, Arthur Koestler, John Dos Passos, W. H. Auden y tantos otros. Uno de ellos, Mijaíl Koltsov, corresponsal de Pravda en Madrid, los denominó “voluntarios con gafas”, una caracterización del intelectual que encontramos en iconografías y etapas muy diversas y que permite identificarlo como uno de los cuatro personajes que figuran en un cartel de Josep Renau para el PCE: “Obreros, campesinos, soldados, intelectuales: Reforzad las filas del Partido Comunista.”
También el nazismo hará de las gafas un objeto recurrente en su representación, sobre todo en su versión judeobolchevique, a la que se acaba pareciendo bastante la del intelectual caído en desgracia bajo el estalinismo, como Karl Radek, bolchevique judío detenido por la NKVD en 1937. Las fotografías de su ficha policial, de frente y de perfil, reflejan la deshumanización que experimenta su imagen como preso político comparada con sus fotos de los buenos tiempos –pipa y sonrisa en la boca–, de las que solo conserva las gafas, acaso como un elemento incriminatorio. Cualquier aspecto de la fisonomía de un intelectual descarriado, como tener las manos demasiado pequeñas, podía llegar a serlo. Es lo que le reprochó Koltsov a Bujarin en un artículo publicado en Pravda en pleno juicio contra el antiguo dirigente bolchevique, ahora repudiado: responsable de “crímenes monstruosos”, nunca podría “limpiar sus diminutas manos de académico manchadas de sangre”. Era como “el puñito en alto” y la “barbita” de Jacinto Benavente en la Barcelona del Frente Popular, según el retrato, nada amable, que le dedicó Max Aub en Campo cerrado (1943). Ese doble rasgo
–puñito, barbita– estaba pregonando su doblez política, que le llevó, en cuanto pudo, a salir corriendo de la España republicana para pasarse al franquismo.
Limitado por sus condicionantes físicos, como la miopía, la edad o sus “diminutas manos”, el intelectual tendrá difícil emular al combatiente armado en la vieja rivalidad entre las armas y las letras. Tal vez ello explique cierta tendencia a la sobreactuación en la retaguardia, fruto de lo que Jacques Deguy llamó “la impotencia del intelectual [y] su debilidad física”. Es el sentimiento que asoma en los versos que Antonio Machado dedicó en 1938 “A Líster, jefe en los ejércitos del Ebro”: “Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría.” Aunque la España sublevada contó con un plantel de escritores y artistas no desdeñable, la Guerra Civil afianzó la creencia de que la cultura y sus gentes son por naturaleza de izquierdas.
Las adicciones electivas
El intelectual perdió durante la Segunda Guerra Mundial buena parte de la visibilidad que tuvo en la Guerra Civil española. El peso descomunal del esfuerzo bélico contribuyó a empequeñecer su figura y la ocupación alemana de la mayor parte de Europa apenas dejó espacio para otra cosa que no fuera el escritor colaboracionista, relegado a un papel ignominioso. En el Reino Unido y Francia, hasta su derrota, los más jóvenes fueron movilizados y enviados al frente o a labores castrenses ajenas a su condición, un destino que aceptaron disciplinadamente, a diferencia del rechazo que en su día provocó la Gran Guerra. Podría decirse que el pacifismo de los intelectuales, cuando lo hubo, cambió de bando, de la izquierda a la derecha, y que la guerra encumbró al científico en detrimento del escritor, una tendencia especialmente acusada a partir de 1945 por las circunstancias de la Guerra Fría.
La importancia del científico en la cultura de masas se advierte ya, antes de que acabe la Segunda Guerra Mundial, en el papel que encarna el profesor Tornasol en las aventuras de Tintín desde su primera aparición en el episodio titulado El tesoro de Rackham el Rojo (1943). No era, ni mucho menos, un tipo de personaje que surgiera entonces. La literatura moderna, el cine y el cómic fueron pródigos en inventores y científicos, con un amplio registro de caracterizaciones, ya sea el científico aventurero, como el capitán Nemo de Verne y el Zarkov de Flash Gordon; el genio del mal, como el doctor Moreau de H. G. Wells, Caligari en la película de Robert Wiene (1920) y el Mabuse del escritor Norbert Jacques (1921 y 1932), llevado al cine por Fritz Lang, o el científico que juega a aprendiz de brujo, como el Frankenstein de Mary Shelley y el doctor Jekyll de Stevenson. Algunos de ellos estaban relacionados con el uso revolucionario de la electricidad, de la misma forma que sus epígonos de la segunda mitad del siglo XX lo estarán con la energía atómica.
La carrera espacial será, junto al átomo, el gran impulsor de la presencia del científico en el imaginario de la Guerra Fría. La difusión que alcanzó la fotografía del físico Albert Einstein, tomada en 1951, sacando la lengua, con el pelo largo, canoso y despeinado, se explica por la especial receptividad social al mensaje que transmitía la imagen: la inteligencia más brillante y el comportamiento más estrafalario. El físico alemán personifica también la diáspora de la
intelligentsia europea, sobre todo judía, provocada por el nazismo en los años treinta, que tuvo Estados Unidos como destino final tras un breve paso por Francia o Gran Bretaña, un fenómeno similar al del intelectual español exiliado en países latinoamericanos durante el franquismo. La fuga de talento europeo hacia América no impidió que, tras la Liberación, París recuperara su antiguo liderazgo intelectual. Fueron los años dorados de la rive gauche parisina, un espacio urbano saturado de cultura y de intelectuales de cualquier edad y condición. En él se encontraban las facultades universitarias del Barrio Latino, editoriales importantes, como Gallimard; los clubs de jazz y los cafés literarios de más renombre, como el Flore, en Saint-Germain-des-Prés, lugar de encuentro y de trabajo de algunos de los escritores más influyentes, como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. “En el Flore estábamos en casa”, dirá Sartre. La tríada gafas-café-tabaco, inseparable de su imagen pública, sirve también para caracterizar la de su gremio durante buena parte del siglo XX. Cuando el café es, además de espacio de sociabilidad, refugio para la escritura, la pluma se impone a la máquina de escribir, más adecuada para el trabajo artesanal y solitario que requiere la ficción, como muestran las fotos de Agatha Christie, en su casa, tecleando en su Remington Home Portable no. 2, o la confidencia de Georges Simenon al periodista André Parinaud: “Necesito la máquina para sentir si hay vida en lo que escribo.”
El tabaco constituye un elemento habitual en la iconografía del escritor. Tal vez más a partir de los años treinta, no porque hubiera crecido su adicción a la nicotina, sino por el predominio hasta entonces de las fotos de estudio, más rígidas y estandarizadas, menos propicias, por tanto, a ese punto de naturalidad que supone el cigarrillo en la mano o en la boca. Cuesta encontrar un intelectual que no tenga un retrato emblemático en el que aparezca fumando, en alguna de las distintas formas de hacerlo. La más sofisticada será la pipa, con la que se fotografiaron a menudo Jean-Paul Sartre, Georges Simenon o Günter Grass; la más habitual, el cigarrillo, y la menos común, el puro, cargado de connotaciones negativas, asociadas al poder político, social y económico, aunque con salvedades importantes. Hay fotos fumando puros de Thomas Mann y Bertolt Brecht y una muy significativa de Sartre con Che Guevara, que le está encendiendo un cigarro en una fotografía tomada en 1960. La escena tiene algo de rito de iniciación a la llamada Revolución cubana a través del habano, uno de sus símbolos. Puede que, debido a ello, esta opción, siempre minoritaria, perdiera su antiguo estigma como metáfora del poder. La pipa confiere una imagen respetable e individualista al intelectual-fumador. El cigarrillo, en cambio, ofrece la posibilidad de intercambiar fuego o tabaco con otros fumadores, y está más directamente vinculado al ambiente bohemio del café. La pipa se asocia con procesos creativos más lentos y reflexivos, como la filosofía o la novela; el cigarrillo es de consumo más rápido y compulsivo, más propio del ensayo o del artículo periodístico.
Dos de las figuras más relevantes de la cultura contemporánea, la filósofa Hannah Arendt y el novelista Albert Camus, tuvieron una destacada aportación al canon del intelectual-fumador. La primera aparece ya fumando en una fotografía de 1933, a los veintiséis años, y desde entonces hará del cigarrillo un elemento esencial de su fisonomía, acaso buscando un gesto que la empodere como mujer en un entorno todavía muy masculino. Como judía alemana emigrada a Estados Unidos, formará parte de esa cultura europea transterrada que prosiguió su carrera al otro lado del Atlántico. La singularidad de la imagen de Camus no obedece a la abundancia de fotos suyas fumando, similar a la de otros muchos escritores, sino al carácter emblemático del retrato que le hizo el fotógrafo Henri Cartier-Bresson en 1944: en plena calle –ni estudio, ni despacho, ni café–, las solapas del abrigo levantadas, la mirada franca, sin gafas que la mediaticen, y el cigarrillo casi consumido en la comisura de los labios. La instantánea plasma ese “momento decisivo” que buscaba siempre Cartier-Bresson, una imagen relativamente nueva del intelectual –más juvenil y desenfadada–, que coincide, o casi, con el fin de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de una etapa histórica muy distinta a las primeras décadas del siglo.
Los nombres de Arendt y Camus están unidos a uno de los grandes debates de la Guerra Fría, el relativo a la democracia, la libertad y el totalitarismo, al que la filósofa alemana dedicó un libro que no tardó en convertirse en un gran clásico del pensamiento del siglo XX: Los orígenes del totalitarismo (1951). Fueron años de rupturas personales y descalificaciones colectivas, como la de Friedrich Hayek en su artículo “Los intelectuales y el socialismo” –“traficantes de ideas de segunda mano”– o la de Raymond Aron, que en El opio de los intelectuales (1955) acusó a sus colegas marxistas de convertir su ideología en una superstición política al servicio de intereses espurios. Como el opio, el marxismo había derivado en un adormecedor de conciencias con efectos adictivos en aquellos intelectuales que se iniciaban en su consumo.
Mientras la rive gauche parisina pasaba por ser, según Aron, “el paraíso de los intelectuales” en su versión revolucionaria, Gran Bretaña actuó como contrapeso del modelo francés y fue el origen de las más duras diatribas contra ellos. Algunos de los principales defensores de la tradición liberal, como Friedrich Hayek, Isaiah Berlin y Karl Popper, serán europeos llegados del continente que encontraron en el mundo académico británico el clima de tolerancia y sosiego que les faltó en sus países. Haber experimentado en ellos la falta de libertad les hizo especialmente críticos con aquellos a quienes Hayek llama “nuestros intelectuales socialistas”, tan comprensivos con las dictaduras comunistas como implacables con las imperfecciones de la democracia. Popper sugiere, en la estela de Hayek, la existencia de una responsabilidad colectiva de los intelectuales en el origen de las grandes calamidades del siglo XX y una propensión a la “ingeniería utópica” que deriva en nihilismo cuando su sueño transformador se demuestra irrealizable. Las críticas de Isaiah Berlin fueron más matizadas y, en todo caso, su original taxonomía de los intelectuales en
El erizo y el zorro (1953) tendrá mucho de divertimento personal, como él mismo reconoció. Retomando un topos clásico que arranca de Arquíloco de Paros –“El zorro sabe de muchas cosas, mientras que el erizo sabe mucho de una sola cosa”–, Berlin dividió a las grandes figuras de la cultura universal en dos categorías: quienes tienen una sola forma de ver el mundo, como el erizo, y quienes son capaces de entenderlo de distintas maneras, como el zorro. Aunque los protagonistas de su ensayo eran anteriores al siglo XX, la obra se prestaba a una lectura en clave, muy de la época en que fue escrita, sobre el valor del pluralismo liberal frente a la visión unidimensional o “monista”, como dice Berlin, de la realidad.
El sueño de Cenicienta
La polarización Aron-Sartre –Camus había muerto en 1960– se puso nuevamente de manifiesto en 1968 a raíz de los sucesos de mayo en París. El primero publicó, apenas dos meses después, un libro titulado La révolution introuvable, que planteaba ya la dificultad de definir lo ocurrido, un “psicodrama”, más que una verdadera revolución, una “tragicomedia”, “un acceso de fiebre de carácter esencialmente negativo, nihilista y destructor”. Para Sartre, por el contrario, supuso “lo que yo llamaría la extensión del campo de los posibles”. La dimensión utópica e iconoclasta de la revuelta estudiantil, apuntada por Sartre y en cierta forma también por Aron, se percibe en el discurso, de inspiración carnavalesca, constituido por los eslóganes coreados por los manifestantes, reproducidos en los pasquines o convertidos en grafitis y por las imágenes de los estudiantes en plena acción, ya fuera en las asambleas universitarias o en los disturbios callejeros. La más célebre es la del joven Daniel Cohn-Bendit encarándose con un policía, en actitud burlona y desafiante, en una fotografía de Gilles Caron tomada el 6 de mayo frente a la Sorbona.
Mayo del 68 sacó de los cafés a los intelectuales más comprometidos y los llevó a la calle. Esta transformación, por lo demás pasajera, se observa en fotografías y filmaciones de Sartre dirigiéndose, megáfono en mano, a una concentración de estudiantes o en aquellas en que aparece, en junio de 1970, vendiendo en la calle La cause du peuple, un episodio que tuvo un fuerte impacto mediático por la polémica que rodeaba al periódico maoísta y por el papel desempeñado por Sartre. También Jean-Louis Barrault, veterano director del Théâtre des Nations, y Michel Foucault fueron retratados en mayo del 68 empuñando un megáfono, convertido así en símbolo de la alianza intergeneracional que, pese a sus diferencias, llegó a establecerse entre los aprendices de intelectual y las figuras ya consagradas.
Lo ocurrido en los años siguientes –la huida de la boat people de Vietnam, los crímenes de los Jemeres Rojos en Camboya, el auge de la disidencia en el Este– no se pareció en nada a lo que muchos esperaban. Al menos en Occidente. Los llamados “nuevos filósofos” –Alain Finkielkraut, André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy–, hijos espirituales del Mayo francés, iniciaron en los años setenta una revisión crítica del comunismo, alentada por el testimonio del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura en 1970 en reconocimiento a una obra basada en su propia experiencia carcelaria. La posterior publicación de Archipiélago Gulag (París, 1973) y su expulsión de la urss (1974) le convirtieron en el principal símbolo de la disidencia política en el Este de Europa y origen, sobre todo en Francia, de una viva polémica sobre la red de campos de concentración soviéticos conocida con el nombre de Gulag, que dio título a su libro más famoso.
La oposición al comunismo al otro lado del telón de acero cobró una nueva dimensión a raíz de la difusión en Checoslovaquia, en enero de 1977, de la llamada Carta 77, en la que 242 intelectuales protestaban por la violación de los derechos humanos por el Estado checoslovaco. Uno de ellos, el dramaturgo Václav Havel, no tardó en convertirse en su imagen pública, muy distinta, por cierto, de la de Solzhenitsyn. Havel tenía un aspecto plenamente occidental, un punto mayosesentayochista incluso, como reivindicando su libertad a través de un lenguaje corporal desinhibido para los rígidos estándares de los países comunistas. El escritor ruso, en cambio, con su extraña barba –a veces sotabarba, aún más extraña– y la perplejidad pintada en su mirada parecía un campesino ruso que añoraba su mundo y deseaba volver a él. En el fondo, tenía muy difícil encaje en la sociedad occidental, en la que llegó a ser una celebridad algo exótica por su semejanza con un viejo estereotipo de escritor eslavo, encarnado por Tolstói y Dostoievski, que se creía ya superado. Tras el fin del comunismo regresó a su país y apoyó a Vladímir Putin, en los inicios de su fulgurante carrera política, que se sirvió de él para conectar con la Rusia profunda, fielmente representada por Solzhenitsyn.
Frente a la errática trayectoria del premio Nobel ruso, la de Václav Havel es una historia de éxito que culmina con su elección como presidente democrático de la Checoslovaquia poscomunista y de la República Checa tras la división del país. Su caso, como, en menor grado, los del periodista polaco Adam Michnik y el científico ruso Andréi Sájarov, elegidos miembros de los parlamentos de sus países, tiene algo del cuento de Cenicienta: maltratado por un poder ominoso, el disidente ve triunfar finalmente sus principios políticos y se convierte él mismo en protagonista de su sueño de libertad. Ensalzados en el centro y el Este de Europa como “apóstoles de un amanecer revolucionario”, según la sarcástica definición de Vladimir Tismăneanu, el papel institucional de los antiguos opositores estuvo lejos de colmar tan altas expectativas. La etapa poscomunista reavivó por ello los sempiternos prejuicios sobre la impericia política de la intelligentsia y su incapacidad para hacer realidad sus bellos ideales. Este reproche, pero también su contrario, el del intelectual que vive ensimismado en su torre de marfil, forman parte de la leyenda negra que lo acompaña desde sus orígenes y que alcanza su cenit en el libro del británico Paul Johnson Intellectuals: from Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky (1988). Su demoledor balance del paso de los intelectuales por la historia y el exhaustivo inventario de sus defectos –cobardía, vanidad, hipocresía, intolerancia y afán de poder, entre otros muchos– prueban la prolongada vigencia del estereotipo del intelectual revolucionario y el rechazo que seguía provocando en autores conservadores, como Johnson.
Algo cambió con la caída del muro de Berlín en 1989. Pero ni el papel de los disidentes en el fin del comunismo ni la movilización de algunos intelectuales contra el terrorismo y el fundamentalismo islámico han conseguido revertir del todo el tópico que los presenta como compañeros de viaje de la revolución. Ha sido y es todavía, en pleno siglo XXI, el estereotipo dominante, en medio de un debate, más viejo de lo que se cree (“Eclissi dell’intellettuale?”, Il Popolo, 29-X-1959), sobre la posible extinción de este discípulo, predilecto y rebelde, de la modernidad.
Un poderoso emisor de mensajes
Definidos en alguna ocasión como “fabricantes de mitos” (mythmakers), ellos mismos se han convertido en parte esencial del relato del mundo contemporáneo a través de su obra y su fisonomía, según patrones que se reconocen fácilmente en los principales intelectuales del nuevo milenio. Bernard-Henri Lévy –también conocido por su nombre mediático: BHL– simboliza la importancia de los judíos en la historia de la cultura europea y la estrecha vinculación del intelectual con los medios de comunicación, reforzada por el auge del formato audiovisual y de las redes sociales, que exacerba su pulsión narcisista y le obliga más que nunca a construir y cuidar su imagen pública. En la de BHL coinciden el gran seductor y el hombre de acción que está siempre en los escenarios calientes de la actualidad. El filósofo esloveno Slavoj Žižek continúa la tradición del enfant terrible y del intelectual heterodoxo, más que revolucionario. El novelista Michel Houellebecq cultiva con esmero el malditismo y la irreverencia, con tal degradación de su aspecto físico que se diría empeñado en representar la muerte del intelectual. Fotografiado a menudo con un cigarrillo en la boca, a veces rodeado de una nube de humo, Houellebecq ha hecho de sí mismo una declaración de guerra contra la corrección política y la moral establecida.
El cuerpo del intelectual sigue siendo, pues, un poderoso emisor de mensajes. Tal vez el caso más extremo sea el del británico Stephen Hawking, nacido en Oxford y fallecido en Cambridge, un itinerario vital paradigmático y, en medio, una contribución decisiva a la ciencia moderna, que nos recuerda el lugar que ha ocupado el científico en el imaginario europeo del último siglo. Su estampa, inconfundible y trágica, guarda cierta semejanza con la de aquellos humanistas, como Erasmo de Rotterdam, que fueron retratados en el Renacimiento: la imagen del hombre solo que, desde su silla, intenta desentrañar los misterios del universo y transmite con su mirada y sus manos el formidable poder de su mente. ~
Este artículo es resultado del proyecto de investigación “Diccionario de símbolos políticos y sociales de la Europa contemporánea”, PID2020-116323GBI00, Ministerio de Ciencia e Innovación.
Es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.