Huesera: de arañas, madres y vírgenes

En el género del terror psicológico, el efecto es proporcional a la mesura del director. Huesera, de Michelle Garza Cervera, es un ejemplo de ello.
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Las primeras imágenes de Huesera, ópera prima de la mexicana Michelle Garza Cervera, muestran a personas subiendo por una escalinata de piedra que se abre camino en el bosque. Unos van de rodillas, otros rezan elavemaríay la mayoría canta a voz en cuello la canción “La guadalupana”. Esto basta para que el espectador sepa qué figura religiosa inspira la procesión, lo cual no disminuye el impacto del momento en que la cabeza gigante de una Virgen de Guadalupe de bronce se asoma entre las ramas. Su mirada inclinada parece recibir a los creyentes, animándolos a completar el larguísimo trayecto.

Entre los que ascienden, jadeantes y sudorosos, va una joven llamada Valeria (Natalia Solián). La acompañan su madre (Aida López), quien planeó la excursión, y su tía (Mercedes Hernández) con el fin de que la “morenita”le bendiga el vientre y, al fin, conciba un hijo. Cuando Valeria, durante la subida, se topa con la mirada del monumento, el instante le parece, más que místico, abrumador. Lo revela su expresión, pero, más importante, también es la sensación creada por la cuidada puesta en cámara de la fotógrafa Nur Rubio Sherwell. El tono ominoso se intensifica cuando, momentos después, una toma aérea revela la dimensión de la escultura completa (treinta y tres metros) mientras se escucha de fondo una mezcla distorsionada de las plegarias de los peregrinos. La sola secuencia anticipa los riesgos desacralizadores que tomará Huesera. Por lo pronto, queda claro que, para Valeria, llevar ofrendas a la guadalupana le causa algo parecido a la angustia. Quizá no tanto por un sentimiento antirreligioso, sino porque, en su caso, implica participar del culto a la maternidad.

Pongo sobre la mesa que soy devota del cine de horror, por si este entusiasmo me llevara a tener una opinión sesgada. De cualquier forma, diría lo siguiente: Huesera es la película mexicana más propositiva del 2022. Deja claro el dominio de Garza Cervera sobre el lenguaje cinematográfico necesario para generar inquietud. No es poca cosa, tratándose de una directora que apenas debuta, y lo que a su vez explica el premio a la mejor nueva dirección narrativa que le fue dado en el pasado Festival de Tribeca. Suena contrario a la intuición, pero en el género del terror psicológico el efecto es proporcional a la mesura del director. Huesera es un ejemplo de ello.

A pesar de que la secuencia descrita arriba sugiere que Valeria está a punto de entrar a un ámbito desconocido, las escenas siguientes la presentan como una mujer feliz en su matrimonio y dispuesta (o así lo cree) a experimentar la maternidad. Ella y Raúl (Alfonso Dosal), su marido, siguen los métodos aconsejados para lograr la fecundación, aun si esto significa poner el placer de ella en segundo término. Luego, sentada en la clínica de maternidad que le confirmará su embarazo, Valeria sonríe al verse rodeada de madres con sus pequeñitos. Siente que está en su elemento, hasta que una niña le hace un gesto entre hostil y siniestro.

No habría que darle importancia –los niños hacen “caritas”–, de no ser porque, en adelante, Valeria tendrá encuentros que irán de desagradables (arañas, aquí y allá) a horribles (mujeres cuyas articulaciones se flexionan en ángulos no naturales). Pueden o no ser producto de su imaginación; en todo caso, no será su familia, su marido o su médico quienes la ayuden a sobrellevar el miedo. Más aún, su madre y su hermana le echan en cara no saber cuidar niños, aunque aprueban que esté embarazada antes de que “se le pase el tren”. El ginecólogo, por su lado, la explora con la sensibilidad de un mecánico de autos. Raúl busca ser empático, pero no sabe frenar las intrusiones de su propia madre. Como cereza del pastel, comienza a rechazar sexualmente a Valeria porque, dice, no quiere “lastimar al bebé”. Solo Chabe (Hernández), la tía “quedada”, da crédito a la sensación que expresa Valeria de que algo sobrehumano la acecha. Lleva a la joven con un grupo de mujeres de uñas largas y risas sonoras, entrenadas en expulsar entidades demoniacas. Una de ellas (Martha Claudia Moreno) le recorre el cuerpo con un huevo. Cuando lo quiebra en un vaso con agua, la clara y la yema forman una figura simétrica y alargada. La curandera le dice que es la forma de una araña tejedora: una especie “madre, pero también depredadora”.

Aún son pocas las películas mexicanas (y de otros países) que cuestionan el llamado “instinto maternal”: la idea de que todas las mujeres quieren ser madres o que cuando lo son, aun si no lo planeaban, sus vidas cobran un significado que hasta entonces no se había revelado. Si acaso, se dice, tenían hobbies que las distraían de lo verdaderamente importante. La mayoría recibe este mensaje desde su niñez. No sería nocivo, o no tanto, si no trajera consigo una advertencia: que no cumplir con ese destino las convertirá en mujeres “caducas”, condenadas a arrepentirse demasiado tarde y a vivir en soledad. En sociedades como la mexicana, más conservadora de lo que presume ser, el mensaje es tan prevalente que se vuelve casi indetectable. Quien lo distingue y lo pone en duda, primero tiene que averiguar si es una convicción o ha sido impuesto por su entorno. El ejercicio de disección no es para temperamentos débiles. Como lo ilustra el personaje de Valeria, puede llegar a ser aterrador.

Esta última es la razón por la que Huesera y otras películas han abordado el tema a través del género de horror. El solo hecho de experimentar esas certezas que –se piensa– provoca la vista de un recién nacido, da lugar a culpas y angustias que en estas películas toman la forma de entidades malignas. El monstruo como metáfora de una maternidad infeliz está al centro de una de las mejores películas de horror del milenio: The Babadook (2014), de Jennifer Kent, sobre una madre incapaz de superar la muerte de su esposo. De la misma década, We need to talk about Kevin (2011), de Lynne Ramsay, tiene como protagonista a una mujer casi convencida de que la psicopatía de su hijo (responsable de un tiroteo escolar) es consecuencia de no haber deseado su nacimiento como se esperaría, aunque luego le procurara cuidados y atención. Ya que la historia se narra desde la perspectiva de ella, el chico parece encarnar una maldad sobrenatural. Faltaría nombrar más títulos, la mayoría herederos de la mejor película sobre madres que quizás engendraron a una criatura infernal: Rosemary’s baby (1968), de Roman Polanski. Algo que distingue a Huesera de estas películas es que la historia (escrita por Garza Cervera y Abia Castillo) coloca a su entidad maligna fuera del cuerpo de la madre y no la identifica con el bebé mismo. Más aún, Valeria arriesgará su vida para proteger a su recién nacida de la cosa que la amenaza a ella. Aun así, la percepción de la joven de que todos a su alrededor la tratan como si estuviera loca o deciden sobre su embarazo es equivalente a la paranoia de Rosemary en la mencionada cinta de Polanski.

A propósito de esto, fue después de ver Huesera que leí a Garza Cervera citando entre sus influencias al director polaco (en concreto, su llamada trilogía del departamento). Es una influencia que se respira en toda la película y, pese a eso, es sorprendente cómo aparece ya digerida y asimilada. Por ejemplo, en la secuencia más aterradora: aquella en la que Valeria va en auto con Raúl y ve que una mujer con rasgos desdibujados la mira desde una ventana. El plano es abierto y la toma está en movimiento, por lo que el cruce de miradas podría pasar inadvertido o no causar ningún efecto (y vaya que lo tiene). Por la sensación que genera, la escena remite al instante terrorífico en el que el protagonista de The tenant (1976) ve a varios personajes extraños (incluso a sí mismo) espiándolo desde otras ventanas. (Otra escena que no adelanto, y que incluye un acto suicida, parece ser otro guiño a The tenant.) En esta película de Polanski, la tercera de la trilogía, el protagonista va perdiendo su identidad psicológica hasta ser poseído por la identidad del inquilino previo. Es el mismo tipo de peligro que corre Valeria: ser devorada por una identidad falsa que, cuando comienza el relato, se hace pasar por un deseo genuino (ser madre). Cuando esta creencia es expulsada, se materializa en una criatura espantosa que busca cobrar venganza. Varias veces en Huesera se plantea esa dualidad (por ejemplo, la araña “madre, pero depredadora”) y el imperativo de resolverla. La secuencia en la que la criatura toma posesión de la joven madre y atenta contra su recién nacida lleva a comprender al espectador que, con todo y que Valeria reconoce tarde su poca disposición a la maternidad, jamás se permitiría dañar a su recién nacida.

En aquella lograda secuencia en la que se ve por primera vez a la mujer borrosa, aparece también Octavia (Mayra Batalla): una antigua pareja de Valeria, con quien estuvo a punto de escapar cuando eran adolescentes. El reencuentro inesperado da pie a flashbacks que recrean la adolescencia punk de la protagonista. No es casual que las dos mujeres –Octavia y la de rostro borrado– aparezcan casi al mismo tiempo. La subtrama de la expareja sugiere que Valeria enterró un pasado (y, posiblemente, su orientación sexual) y, más importante, que creyó que la mejor forma de hacerlo era apegándose a la noción de “mujer” aprobada por su familia. (Cabe recordar que su madre es una católica devota, que atribuye el embarazo de su hija a la bendición de la Virgen.) Pero Huesera no es una película que defienda o denueste estilos de vida elegidos, siempre que hayan sido conscientes. Su acento, insisto, está puesto en la disociación –y toda su simbología gira alrededor de ello–. Sucede aun en escenas que parecerían secundarias, como aquella en la que Valeria se mira en un espejo roto. Además de ser una metáfora de su fragmentación, parece atrapada en una telaraña (un leitmotiv en la historia).

En el último acto, Valeria acepta explorar un ámbito espiritual tan oscuro que es temido hasta por las hechiceras. Con ayuda de tres brujas (tan extrañas como las de Macbeth pero, en cambio, protectoras) la protagonista “visita” un bosque en el que pelea a muerte por recuperar a su hija –y a sí misma–. No adelanto el aspecto de eso que es su enemigo, pero es otro ejemplo de asimilación de influencias. En Huesera, la noción de sincretismo abarca todos los aspectos. Por un lado, hace suyas estéticas del cine de horror que parecerían irreconciliables. Por otro, más importante, honra la fusión de creencias religiosas que coexisten, sin conflicto, en México. Lejos de ser una imagen sacrílega, la silueta de una mujer cubierta por un manto en llamas le da a la Virgen de Guadalupe un lugar en nuestro imaginario híbrido. En ese momento, Valeria la reconoce como una madre amorosa, pero no necesariamente su modelo a seguir. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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