Il maestro: Federico Fellini y la magia perdida del cine

En los años sesenta, Federico Fellini se convirtió en algo más que un cineasta, era una influencia que parecía permear toda la cultura. Volver a sus películas, a la época que iluminó, permite cuestionar la devaluación actual del séptimo arte.
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Exterior. calle 8. tarde (c. 1959).

cámara en movimiento continuo en el hombro de un joven, cerca de la veintena, que camina hacia el oeste por una transitada calle de Greenwich Village.

Debajo de un brazo, lleva libros. En la otra mano, un ejemplar de The Village Voice.

Camina deprisa, por delante de hombres con abrigos y sombreros, mujeres con pañuelos en la cabeza que empujan carritos plegables de la compra, parejas que se dan la mano, poetas, prostitutas, músicos y borrachos, por delante de ultramarinos, tiendas de licor, delis, edificios de apartamentos.

Pero el joven está concentrado en una cosa: la marquesina del Art Theatre, donde exhiben Shadows de John Cassavetes y Los primos de Claude Chabrol.

Hace una nota mental y luego cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, por delante de librerías y tiendas de discos y zapaterías, hasta que llega a 8th Street Playhouse: Cuando pasan las cigüeñas e Hiroshima mon amour, ¡y pronto exhibirán Sin aliento de Godard!

Seguimos con él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y pasa por delante de restaurantes y más tiendas de alcohol y kioscos y un estanco y cruza la calle para echar un vistazo a la marquesina del Waverly: Cenizas y diamantes.

Gira hacia el este en la Calle 4 Oeste, por delante de Kettle of Fish y la Judson Memorial Church en Washington Square Sur, donde un hombre con un traje andrajoso reparte folletos: ¡Anita Ekberg vestida en pieles, y La dolce vita que se estrena en un teatro de verdad en Broadway, con asientos reservados a precio de entradas de Broadway!

Baja por LaGuardia Place hacia Bleecker, por delante de Village Gate y el Bitter End hacia el Bleecker Street Cinema, donde proyectan A través del espejo, Disparen sobre el pianista y El amor a los veinte años. ¡Y La noche aguanta un tercer mes más!

Se pone en fila para ver la película de Truffaut y abre el ejemplar del Voice en la sección de cines y una cornucopia de joyas desde las páginas salta a su alrededor: Luz de invierno…, Pickpocket…, El ojo maligno, La mano en la trampa…, proyecciones de Andy Warhol…, Cerdos y acorazados… Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives… Morir matando… y en medio de todo, más grande que el resto: ¡joseph e. levine presenta de federico fellini!

Mientras ojea las páginas, la cámara se levanta por encima de él y de la gente que espera, como en las olas de su excitación.

Flash forward al presente, cuando el arte del cine es sistemáticamente devaluado, apartado, disminuido y reducido a su mínimo común denominador: “contenido”.

Hace solo quince años el término “contenido” solo se oía cuando la gente hablaba del cine de forma seria, y contrastaba y se medía frente a la “forma”. Luego, poco a poco, lo fueron utilizando quienes tomaron las compañías mediáticas, que, en su mayoría, no sabían nada de la historia de la forma artística, y a los que ni siquiera les importaba lo suficiente como para pensar que deberían. El “contenido” se convirtió en un término empresarial para todas las imágenes en movimiento: una película de David Lean, un video de gatos, un anuncio del Super Bowl, una secuela de superhéroes, el episodio de una serie. Estaba unido, por supuesto, no a la experiencia en el cine sino a la visualización en casa, en las plataformas de streaming que han relevado a la experiencia cinematográfica tanto como Amazon ha relevado a las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo incluido. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador al mismo nivel, algo que parece democrático pero no lo es. Si lo que vas a ver es “sugerido” por algoritmos a partir de lo que ya has visto, y las sugerencias solo se basan en el tema o el género, ¿qué le hace eso al arte del cine?

El comisariado o la curaduría no es algo antidemocrático o “elitista”, un término que ahora se utiliza tan a menudo que carece de significado. Es un acto de generosidad: compartes lo que amas y te ha inspirado. (Las mejores plataformas de streaming, como Criterion Channel y mubi y medios tradicionales como tcm, se basan en la curaduría, realmente la hacen.) Los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como un consumidor y nada más.

Las decisiones que tomaban distribuidores como Amos Vogel en Grove Press en los años sesenta no eran solo actos de generosidad sino, muy a menudo, de valentía. Dan Talbot, que era exhibidor y programador, fundó New York Films para distribuir una película que le encantaba, Antes de la revolución, de Bertolucci, no exactamente una apuesta segura. Las películas que llegaban aquí gracias a los esfuerzos de estos y otros distribuidores, curadores y exhibidores crearon un momento extraordinario. Las circunstancias de aquel momento se han ido para siempre, desde la primacía de la experiencia de ir a la sala hasta la experiencia compartida por las posibilidades del cine. Por eso vuelvo a aquellos años tan a menudo. Me siento afortunado por haber vivido y ser joven entonces y estar abierto a todo lo que estaba pasando. El cine siempre ha sido mucho más que contenido, y siempre lo será, y los años en que esas películas salían en todas partes del mundo, hablando entre sí y redefiniendo la forma artística cada semana, son la prueba.

En esencia, esos artistas estaban jugando constantemente con la pregunta “¿Qué es el cine?” y después arrojándosela a la siguiente película para que respondiera. Nadie operaba en un vacío, y todo el mundo parecía responder y alimentarse de todos los demás. Godard, Bertolucci, Antonioni, Bergman, Imamura, Ray, Cassavetes, Kubrick, Varda y Warhol estaban reinventando el cine con cada movimiento de cámara y cada corte, y cineastas más establecidos como Welles, Bresson, Huston y Visconti cobraban nuevas energías por el aluvión de creatividad a su alrededor.

En el centro de todo, había un director al que todo el mundo conocía, un artista cuyo nombre era sinónimo del cine y de lo que podía lograr. Era un hombre que evocaba de forma instantánea cierto estilo, una cierta actitud hacia el mundo. De hecho, se convirtió en un adjetivo. Digamos que querías describir la atmósfera surrealista de una cena, o una boda, o un funeral, o una convención política, o, ya que estamos, la locura de todo el planeta: todo lo que tenías que hacer era decir la palabra “felliniana” y la gente sabía exactamente lo que querías decir.

En los años sesenta, Federico Fellini se convirtió en algo más que un cineasta. Como Chaplin, Picasso y los Beatles, era mucho más grande que su propio arte. En cierto momento, ya no se trataba de esta o aquella película sino de todas las películas combinadas como grandioso gesto escrito por toda la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como oír cantar a Callas, ver actuar a Olivier o bailar a Nuréyev. Sus películas empezaron incluso a incorporar su nombre: El Satiricón de Fellini, El Casanova de Fellini. El único ejemplo comparable era Hitchcock, pero era otra cosa: una marca, un género en sí. Fellini era el virtuoso del cine.

Ahora lleva casi treinta años muerto. El momento en el que su influencia parecía permear toda la cultura ha quedado muy atrás. Por eso la caja de Criterion, Essential Fellini, que salió el año pasado para celebrar el centenario de su nacimiento, es tan oportuna.

La absoluta maestría visual de Fellini empezó en 1963 con 8½, donde la cámara planea, flota y se eleva entre realidades interiores y exteriores, en sintonía con los cambiantes estados de ánimo y los pensamientos secretos del álter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Veo fragmentos de esa película, a la que he vuelto más veces de las que puedo contar, y me pregunto: ¿cómo lo hizo? ¿Cómo es que cada movimiento, gesto y ráfaga de viento parece quedar perfectamente en su sitio? ¿Cómo es que todo parece extraño e inevitable, como en un sueño? ¿Cómo puede estar cada momento tan lleno de un anhelo inexplicable?

El sonido desempeñó una parte importante en ese estado de ánimo. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de no sincronización que empezó con Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso algunas de las mejores, la sensación del sonido desacoplado puede desorientar. Fellini sabía cómo utilizar esa desorientación como herramienta expresiva. El sonido y las imágenes de sus películas interactúan y se aumentan entre sí, de modo que toda la experiencia cinematográfica se mueve como música, o como un gran pergamino que se despliega. Hoy nos asombran las últimas herramientas tecnológicas y lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales más ligeras y técnicas de posproducción como el stitching y morphing digitales no hacen la película por ti: hacerla consiste en las decisiones que tomas para crear la película entera. Para los mejores artistas, como Fellini, ningún elemento es demasiado pequeño: todo cuenta. Estoy seguro de que le habrían entusiasmado las ligeras cámaras digitales, pero eso no habría cambiado el rigor y la precisión de sus decisiones artísticas.

Es importante recordar que Fellini empezó en el neorrealismo, lo que resulta interesante porque en muchos sentidos acabó representando el polo opuesto. Fue una de las personas que inventaron el neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento todavía me asombra. Fue la inspiración de gran parte del cine y dudo que toda la creatividad y exploración de los cincuenta y sesenta pudiera haber ocurrido sin el neorrealismo como base. No fue tanto un movimiento como un grupo de artistas cinematográficos que respondían a un momento inimaginable de la vida de su país. Después de veinte años de fascismo, después de tanta crueldad, terror y destrucción, ¿cómo podía uno seguir adelante, como individuo y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti, Zavattini, Fellini y otros, películas donde la estética, la moralidad y la espiritualidad estaban tan estrechamente relacionadas que no se podían separar, desempeñaron un papel vital en la redención de Italia a los ojos del mundo.

Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisà (al parecer también entró para dirigir unas escenas en el episodio florentino cuando Rossellini estaba enfermo), y coescribió y actuó en Amor. Su camino como artista obviamente divergió del de Rossellini desde el principio, pero los dos mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini dijo en una ocasión algo bastante astuto: que lo que la gente describía como neorrealismo en realidad solo existía en las películas de Rossellini y en ningún sitio más. Al margen de Ladrón de bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que Fellini quería decir que Rossellini era el único con esa profunda y duradera complicidad en la simplicidad y la humanidad, el único que trabajaba para permitir que la vida llegara tan cerca como fuera posible a contar su propia historia. Fellini, en cambio, era un estilista y un fabulista, un mago y un contador de historias, pero la base en la experiencia vivida y en la ética que recibió de Rossellini fue crucial para el espíritu de sus películas.

Me hice adulto cuando Fellini se desarrollaba y florecía como artista, y muchas de sus películas se volvieron tesoros para mí. Vi La strada, la historia de una pobre joven vendida a un forzudo ambulante, cuando tenía unos trece años, y me afectó de manera particular. Era una película que estaba ambientada en la Italia de posguerra pero se desarrollaba como una balada medieval, o algo incluso anterior, como una emanación del mundo antiguo. Esto también podría decirse de La dolce vita, creo, pero eso era un panorama, un desfile de la vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (y en Estados Unidos dos años más tarde), era un cuadro más pequeño, una fábula basada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto, destrucción.

Para mí, tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi familia en televisión, y la historia resultaba real para mis abuelos como reflejo de las adversidades que habían encontrado en Europa. La strada no fue bien recibida en Italia. Para algunos era una traición al neorrealismo (muchas películas italianas de la época se juzgaban según este estándar), y supongo que ambientar una historia tan áspera en el marco de una fábula era demasiado extraño para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo, fue un éxito enorme, la película que de verdad construyó a Fellini. Fue la película por la que Fellini parecía haber trabajado y sufrido más: su guion de rodaje era tan detallado que tenía seiscientas páginas, y casi al final de una producción extremadamente difícil había tenido una crisis psicológica y tuvo que ir a la primera de las (creo) muchas sesiones de psicoanálisis antes de terminar la filmación. También fue la película que más quiso durante el resto de su vida.

Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta romana (la inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Noches en la ciudad), consolidó su reputación. Como a todo el mundo, me pareció emocionalmente abrumadora. Pero la siguiente gran revelación fue La dolce vita. Fue una experiencia inolvidable ver esa película en una sala llena cuando era una novedad. La dolce vita fue distribuida en 1961 por Astor Pictures y se presentó como acontecimiento especial en un teatro de Broadway, con asientos reservados por correo y entradas caras: el tipo de presentación que asociábamos con épicas bíblicas como Ben-Hur. Nos sentamos en nuestras butacas, las luces se apagaron, vimos cómo se desarrollaba el fresco majestuoso y aterrador en la pantalla y todos experimentamos el asombro del reconocimiento. Ahí estaba un artista que lograba expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que nada importaba ya porque todo y todo el mundo podía ser aniquilado en cualquier momento. Notamos ese impacto, pero también notamos la vitalidad del amor de Fellini por el arte del cine, y por tanto por la vida en sí. Algo similar llegaba en el rock, en los primeros álbumes eléctricos de Bob Dylan y después en The white album y en Let it bleed: trataban de la ansiedad y la desesperación, pero eran experiencias emocionantes y trascendentales.

Cuando presentamos la restauración de La dolce vita hace una década en Roma, Bertolucci hizo un esfuerzo especial para asistir. Le resultaba difícil moverse, porque iba en silla de ruedas y tenía dolores constantes, pero dijo que tenía que estar allí. Y después de la película, me dijo que La dolce vita era la razón por la que había decidido hacer cine. Me sentí genuinamente sorprendido, porque nunca le había oído hablar de ella. Pero al final no era tan sorprendente. Esa película fue una experiencia galvanizadora, como una onda sísmica que atravesaba toda la cultura.

Las dos películas de Fellini que más me afectaron, las que de verdad me marcaron, fueron Los inútiles y 8½. Los inútiles porque capturaba algo tan real y valioso que se relacionaba de forma directa con mi propia experiencia. Y 8½ porque redefinía mi idea de lo que era el cine: de lo que podía hacer y hacia dónde te podía llevar.

Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años más tarde en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y la primera verdaderamente grande. También fue una de las más personales. La historia es una serie de escenas de las vidas de cinco amigos veinteañeros en Rímini, donde creció Fellini: Alberto, cuyo papel hacía el gran Alberto Sordi; Leopoldo, que interpretaba Leopoldo Trieste; Moraldo, el álter ego de Fellini, actuado por Franco Interlenghi; Riccardo, a quien interpretaba el hermano de Fellini; y Fausto, al que encarnaba Franco Fabrizi. Pasan el día jugando al billar, persiguiendo a chicas y dando vueltas mientras se ríen de la gente. Tienen grandes sueños y planes. Se comportan como niños y sus padres los tratan como tales. Y la vida sigue.

Me parecía que conocía a estos tipos en mi propia vida, en mi barrio. Incluso reconocía parte del lenguaje corporal, el sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi vida, yo era uno de esos tipos. Entendía lo que experimentaba Moraldo, su desesperación por salir. Fellini lo retrata todo muy bien: la inmadurez, la vanidad, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima distracción, la siguiente oleada de euforia. Muestra la calidez, camaradería, los chistes y la tristeza y la desesperación, todo a la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce, y fue una inspiración central para Calles peligrosas. Es una gran película sobre una ciudad natal. La ciudad natal de cualquiera.

En cuanto a 8½: Todo el mundo que conocía en esa época e intentaba hacer películas tenía un punto de inflexión, una piedra angular. La mía era, y es, 8½.

¿Qué haces después de una película como La dolce vita, que ha conquistado el mundo? Todos están atentos a cada palabra, esperando para ver qué harás a continuación. Eso es lo que ocurrió con Dylan a mediados de los años sesenta, después de Blonde on blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: habían llegado a legiones de personas, todo el mundo pensaba que los conocía, que los entendía y frecuentemente que los poseía. Por tanto: presión. Presión del público, de los fans, de críticos y enemigos (y los fans y los enemigos a menudo sentían que eran uno y el mismo). Presión para producir más. Presión para ir adelante. Presión de ti mismo, sobre ti mismo.

Para Dylan y Fellini, la respuesta fue ir hacia dentro. Dylan buscaba la simplicidad en el sentido espiritual de Thomas Merton, y la encontró después de su accidente de moto en Woodstock, donde grabó The basement tapes y escribió las canciones de John Wesley Harding.

Fellini empezó con su propia situación a comienzos de los sesenta e hizo una película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición arriesgada hacia un territorio inexplorado: su mundo interior. Su álter ego, Guido, es un famoso director que sufre el equivalente cinematográfico del bloqueo del escritor, y busca un refugio, paz y orientación, como artista y como ser humano. Busca una “cura” en un lujoso spa, donde su amante, su mujer, su ansioso productor, sus futuros actores y una variopinta procesión de fans, parásitos y otros visitantes del spa descienden rápidamente sobre él: entre ellos hay un crítico, que proclama que su nuevo guion “carece de un conflicto central o una premisa filosófica” y equivale “a una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica, sus recuerdos infantiles, anhelos y fantasías llegan de manera inesperada en sus días y noches y espera que su musa –que viene y va, fugitiva, en la forma de Claudia Cardinale– “cree orden”.

8½ es un tapiz tejido con los sueños de Fellini. Como en un sueño todo parece por un lado sólido y bien definido, y flotante y efímero por otro; el tono cambia, a veces de forma violenta. Creó un flujo de conciencia visual que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta, y una forma que se redefine constantemente a medida que avanza. Básicamente ves cómo Fellini hace la película delante de tus ojos, porque el proceso creador es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo, pero no creo que nadie más haya logrado lo que Fellini hizo ahí. Tenía la audacia y la confianza para jugar con cada herramienta creativa, para estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir a un nivel subconsciente. Incluso los cuadros más aparentemente neutrales, cuando los miras de cerca, tienen un elemento en la luz o la composición que te distrae, que de alguna manera está impregnado de la conciencia de Guido. Al cabo de un tiempo, dejas de intentar imaginarte dónde estás, sea en un sueño o en un flashback o solo la realidad. Quieres seguir perdido y vagar con Fellini, rendido a la autoridad de su estilo.

La película alcanza un pico en la escena en la que Guido se encuentra con el cardenal en los baños, un viaje al submundo en busca de un oráculo, y un regreso al barro del que todos venimos. Como a lo largo de toda la película, la cámara está en movimiento: inquieta, hipnótica, flotando, siempre avanzando hacia algo inevitable, algo revelador. Cuando Guido baja, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas que se acercan, algunos le aconsejan cómo congraciarse con el cardenal y otros le piden favores. Entra en una antecámara llena de vapor y llega hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen un sudario de muselina ante él mientras se desnuda: solo lo vemos como una sombra. Guido le dice al cardenal que es infeliz, y el cardenal responde, de manera sencilla e inolvidable: “¿Por qué deberías ser feliz? Esa no es tu tarea. ¿Quién te ha dicho que venimos al mundo a ser felices?” Cada plano de esta escena, cada fragmento de puesta en escena y coreografía entre cámara y actores, son extraordinariamente complejos. No puedo imaginar lo difícil que fue ejecutarlo todo. En la pantalla, discurre de manera tan elegante que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una verdad notable de 8½: Fellini hizo una película que solo podía existir como película y nada más: no como música, no como novela, ni poema o baile; solo como película.

Cuando se estrenó 8½ la gente discutía sobre ella sin parar: el efecto fue así de dramático. Cada uno tenía su propia interpretación, y nos pasábamos la noche hablando de la película: cada escena, cada segundo. Por supuesto, nunca coincidimos en una interpretación definitiva: la única forma de explicar un sueño es con la lógica del sueño. La película no tiene una resolución, lo que molestaba a mucha gente. Gore Vidal me contó que le dijo a Fellini: “Fred, menos sueños la próxima vez, tienes que contar una historia.” Pero en 8½, la falta de resolución es perfecta, porque el proceso artístico tampoco tiene una resolución: tienes que seguir. Cuando acabas, estás obligado a hacerlo otra vez, como Sísifo. Y, como descubrió Sísifo, empujar la piedra montaña arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida.

La película tuvo un impacto enorme en los cineastas: inspiró El fabuloso mundo de Alex, donde Fellini aparece como él mismo; Recuerdos de Woody Allen y Empieza el espectáculo de Fosse, por no hablar del musical de Broadway Nine. Como he dicho, no sé la cantidad de veces que he visto 8½, y no puedo ni empezar a hablar de las muchas maneras en que me ha afectado. Fellini nos mostró a todos qué es ser un artista, la sobrecogedora necesidad de crear arte. 8½ es la expresión de amor por el cine más pura que conozco.

¿Seguir La dolce vita? Difícil. ¿Seguir 8½? No me lo puedo ni imaginar. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado por un relato de Edgar Allan Poe (es la tercera parte de una película de tres directores titulada Historias extraordinarias), Fellini se llevó su imaginario alucinado a un nivel afiladísimo. La película es un visceral descenso al infierno. En Satiricón creó algo que carecía de precedentes: un fresco del mundo antiguo que era “ciencia ficción al revés”, como lo llamó. Amarcord, su película semiautobiográfica situada en Rímini durante el periodo fascista, es ahora una de sus cintas más queridas (es una de las preferidas de Hou Hsiao-Hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos osada que las películas anteriores. Aun así, es una obra llena de visiones extraordinarias (me fascinó la admiración especial de Italo Calvino por la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que no se me había ocurrido). Después de Amarcord, cada película tuvo fragmentos de brillantez, especialmente Casanova. Es una película gélida, más fría que el más profundo círculo del infierno de Dante, y es una experiencia notable y osadamente estilizada, pero realmente imponente. Daba la impresión de ser un punto de inflexión. Y, de hecho, los finales de los setenta y principios de los ochenta parecían un punto de inflexión para muchos cineastas de todo el mundo, yo incluido. La sensación de camaradería que todos habíamos experimentado parecía resquebrajarse y todo el mundo parecía convertirse en su propia isla, luchando por hacer su siguiente película.

Conocí a Federico lo bastante bien como para llamarlo amigo. Nos encontramos por primera vez en 1970, cuando fui a Italia con un grupo de cortometrajes que había seleccionado para un festival de cine. Contacté con su oficina, y me dieron una media hora de su tiempo. Fue muy cálido y cordial. Le dije que en mi primer viaje a Roma lo había dejado a él y la Capilla Sixtina para el último día. “Ya ves, Federico”, dijo su asistente, “¡te has convertido en un monumento aburrido!” Le aseguré que aburrido era lo único que nunca sería. También recuerdo que le pregunté dónde podía encontrar una buena lasaña, y me recomendó un restaurante maravilloso. Fellini conocía los mejores restaurantes en todas partes.

Varios años después, me fui a vivir a Roma un tiempo y empecé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Nos encontrábamos y íbamos juntos a comer. Siempre fue un showman, y el espectáculo nunca cesaba. Verlo dirigir una película era algo extraordinario. Era como si dirigiera doce orquestas a la vez. Llevé a mis padres al rodaje de La ciudad de las mujeres, y él estaba por todas partes, persuadiendo, pidiendo, interpretando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el último detalle, llevando a la realidad su visión en un torbellino de movimientos incesantes. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensé que nos iban a tomar una foto con Fellini.” Dije: “¡La tomaron!” Todo fue tan rápido que no se habían dado cuenta de que había ocurrido.

En los últimos años de su vida, intenté que su película La voce della luna se distribuyera en Estados Unidos. Había tenido un momento difícil con sus productores en ese proyecto: querían un gran espectáculo felliniano y les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería trabajar con ella, y me conmocionó que nadie, incluyendo a los principales cines independientes de Nueva York, quisiera ponerla. Las viejas películas sí, pero no la nueva, que fue la última. Un poco más tarde, ayudé a Fellini a conseguir algo de financiamiento para un proyecto documental que había planeado, una serie de retratos de la gente que hacía películas: el actor, el director de fotografía, el productor, el encargado de las locaciones. (Recuerdo que en la descripción de ese episodio, el narrador explicaba que lo más importante era organizar expediciones para que las locaciones estuvieran cerca de un gran restaurante.) Desgraciadamente, murió antes de poder empezar el proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan débil que me di cuenta de que estaba desapareciendo. Era triste ver que esa increíble fuerza vital se desvanecía.

Todo ha cambiado: el cine y su importancia en nuestra cultura. Por supuesto, no es sorprendente que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que reinaron sobre nuestra gran forma de arte como dioses, acabaran por desaparecer entre las sombras con el paso del tiempo. Pero en este momento, no podemos dar nada por sentado. No podemos confiar en que el negocio cinematográfico, tal como es, cuide del cine. En el negocio del cine, que ahora es el negocio del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre recae sobre la palabra “negocio”, y el valor siempre lo determina la cantidad de dinero que se puede ganar a partir de cualquier propiedad dada. En ese sentido, todo desde Amanecer a La strada o 2001 está secado y listo para el carril de nado “Cine de arte” de una plataforma de streaming. Aquellos de nosotros que conocemos el cine y su historia tenemos que compartir nuestro amor y nuestro conocimiento con tanta gente como sea posible. Y tenemos que dejar claro a los actuales propietarios legales de esas películas que valen mucho, mucho más que la mera propiedad para ser explotada y luego enterrada. Están entre los mayores tesoros de nuestra cultura, y así es como deben ser tratadas.

Supongo que también tendremos que refinar nuestras ideas de lo que es el cine y qué no lo es. Federico Fellini es un buen sitio para empezar. Puedes decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero aquí hay una cosa incontestable: son cine. La obra de Fellini hace mucho para definir la forma artística. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Copyright © 2021. Harper’s Magazine.

Todos los derechos reservados.

Reproducido de la edición de marzo con permiso especial.

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