En cualquier vida hay fechas que compiten con la del nacimiento en relevancia. Las de Jorge Herralde, nacido en Barcelona el 20 de marzo de 1935, son al menos cuatro: un impreciso día de 1957 en el que le fue diagnosticada una tuberculosis que lo recluyó año y medio en cama y cimentó su compulsión lectora coronada con el descubrimiento estelar de Sartre; el 23 de abril de 1969, cuando la editorial Anagrama, que había comenzado a fraguar en 1967, por fin publicó su primer libro; el día de ese mismo 1969 en que llegó por primera vez a la Feria de Fráncfort; y –last but not least, que diría él mismo– el día de 1978, ¿o fue antes?, en que se fue a vivir con Lali Gubern.
¿Pero quién era ese Jorge Herralde que con los años se convertiría en el editor más influyente en lengua española? Crecido en una familia acomodada, estudiante del Colegio La Salle, se había licenciado a regañadientes en ingeniería industrial y había trabajado en la empresa metalúrgica de su padre. También escondía un sorprendente palmarés como jinete de salto, leía en cinco lenguas (además de catalán y castellano, francés, italiano e inglés), sabía viajar y moverse, era osado, tenía curiosidad, facilidad para hacer amigos, y una acusada sensibilidad social que, desde el inconformismo izquierdista, había ampliado su interés intelectual hacia otras formas (artísticas, filosóficas, sexuales…) de heterodoxia. Prueba de su carisma y de sus habilidades sociales es que mantuviera relaciones de amistad con casi todos los que contaban algo en la Barcelona literaria del momento. Que las primeras colecciones de Anagrama (Documentos, Argumentos, Cuadernos) estuvieran enfocadas en el ensayo se explica por la personalidad apuntada de Herralde, por las circunstancias particulares de España en aquel momento, asfixiada en el largo final de la dictadura, y por las generales del mundo, agitado por revoluciones culturales y contraculturales.
Menos previsible, o más heroico, fue que la editorial resistiera unos inicios dificilísimos, con libros que se caían por la censura (39 solo en un año) o eran prohibidos ya publicados; con una colección en catalán que apenas encontró lectores y la dura competencia para contratar libros de editoriales con más músculo y solera… Años de frecuentes citaciones en los juzgados; enérgicos, idealistas, despampanantemente abiertos a lo nuevo, a lo contestatario, a lo insumiso, pero frustrantes, asimismo, por la acumulación de obstáculos. La aventura pudo quedar en un ensueño de juventud, galones en una chaqueta que luego sería vestida en menesteres menos soñadores. En evitarlo se confabularon la perseverancia de Herralde, su multiplicación en todas las facetas de su negocio, su olfato y capacidad para aprender por el camino, tanto como algunos golpes de fortuna; en particular, una clarividente inversión realizada en 1966 y ampliada en 1971: la compra de acciones de la discoteca Bocaccio.
Generoso como es, Herralde sostiene que aprendió su oficio en los pasillos de la Feria de Fráncfort, divirtiéndose con Inge Feltrinelli, Christian Bourgois o Klaus Wagenbach. Se trata de una verdad a medias que debe entenderse a la luz de un rasgo suyo característico: su memoria meticulosa al enumerar los nombres de quienes fueron importantes para él. Herralde no olvida y es extraordinariamente leal. Un relato suyo incluirá siempre una relación detallada de las personas implicadas, autores, colegas, amigos…; la misma cualidad adorna sus libros de memorias. Los silencios, si alguno se intuye, obedecen a razones inextricables, y acerca de Fráncfort, por el contrario, proliferan los recuerdos. Fráncfort, lo ha dicho con socarronería en alguna entrevista, representa para él el lugar de la felicidad absoluta. Cuesta creer que le enseñara el oficio, pues lo traía casi de fábrica, pero sí le dio otra dimensión. Para empezar, la posibilidad de apartar unos días el penoso lastre diferencial español y sentirse un editor plenamente europeo. Eran jóvenes y las cosas sucedían rápidamente. Se pasaban información, influían unos en otros, conspiraban. De la feria trajo sus primeros éxitos (Claves para la lingüística, de Georges Mounin, Cuatro tesis filosóficas, de Mao Tse-Tung) y en la feria cocinó, probablemente, la rompedora colección Contraseñas, con la que intentó vadear la gran crisis de finales de los setenta, cuando tras las primeras elecciones democráticas decayó el interés en lo político. Fue el primer paso de una reconversión que continuaría con la creación de Panorama de Narrativas y, tiempo después, de Narrativas Hispánicas, con la que puso una pica insoslayable en el canon de la nueva narrativa en español a ambos lados del Atlántico.
Del éxito de una editorial dan cuenta factores diversos. Uno de ellos es el número de libros influyentes publicados; otro, el de las generaciones que se formaron leyéndolos. Anagrama lleva muchas décadas ganando en ambos frentes, como puede comprobar quien posea una biblioteca decorosa con solo mirar hacia ella. El margen de acierto, en lenguaje herraldiano, ha sido sobresaliente. ¿Su receta? No publicar nada que no le guste y no temer, sino todo lo contrario, la literatura vocacionalmente minoritaria. Desde aquellos best sellers “involuntarios”de La conjura de los necios, Bella del señor, El Danubio o Seda, ha traído al español voces y libros que sin él nos habría sido mucho más arduo encontrar. Los ha contextualizado e insertado en un relato, y con ello ha contribuido mucho más que cualquier otro editor a la conformación de un determinado gusto literario. De Joseph Roth, Anthony Powell, Djuna Barnes, Ivy Compton-Burnett, Roald Dahl, Jean Rhys, Marina Tsvietáieva, Nabokov, George Perec, Thomas Bernhard o Truman Capote, a Sebald, Carver, Richard Ford, Harold Brodkey, Patricia Highsmith, Bukowski, el dream team (Amis, Barnes, McEwan, Ishiguro), Antonio Tabucchi, Patrick Modiano, Paul Auster, Emmanuel Carrère o John Banville; de Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Augusto Monterroso, Ricardo Piglia, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Álvaro Pombo, Carmen Martín Gaite o Rafael Chirbes, a Roberto Bolaño, Pedro Lemebel, Pedro Juan Gutiérrez, Alejandro Rossi, Juan Villoro, Mario Bellatin, Leila Guerriero o Alan Pauls. Y ensayo, que nunca olvidó: Gilles Deleuze, Lévi-Strauss, Baudrillard, Oliver Sacks, Kapuściński, Michel Onfray, Massimo Recalcati…
En realidad, llegan a cuatro mil, y los superan en algunas centenas, los libros publicados por Herralde. Si uno hojea el catálogo, entre los aciertos a veces refulgen, cómo no, apuestas que resultaron fallidas, pero incluso en esos casos, a poco que nos detengamos, enseguida entendemos que tuvieron su razón de ser. Hace falta pasión, hace falta vivir por y para eso.
Conocí a Herralde en 1988 en el Bar Chicote, al final de una presentación de Molina Foix, Premio Herralde de ese año. Seguramente hubo encuentros previos, pero fueron demasiado de refilón, callejeros, en la feria del libro, a la vera de mi madre. En este iba con ella, y me echó un par de capotes cuando titubeé ante preguntas de cortesía en un corrillo de mesas donde nos sentamos, pero, al empezar la desbandada, acabé sin su amparo en una esquina de la barra junto a Molina Foix, Javier Marías y el propio Herralde, de los tres quien más atención me prestó. Era ya el gigante que hoy es. Yo acababa de cumplir veinte años, escribía y estaba aterrorizado. Naturalmente me dedicó alguna humorada, me hizo preguntas, pero fue clemente, entendió mi timidez, la respetó. Seis años después llamó a mi casa un sábado para decirme que me publicaría mi primer libro. Con los siguientes, repitió el ritual, siempre en sábado o domingo, supongo que con el manuscrito sobre las rodillas, y siempre con un muestrario de sugerencias estilísticas, que desmenuzaba tras los elogios, y tres o cuatro títulos alternativos. En todo este tiempo, nunca me ha hecho sentir incómodo ni me ha pagado menos de lo que otros editores me habrían pagado. Ha estado cuando lo he necesitado, se ha batido por mí y ha sido tolerante con mis torpezas. Me ha escrito intempestivas notas que mantenían el hilo común cuando el contacto escaseaba, ha contado conmigo y me ha esperado. Pero sobre todo, entre las risas de incontables cenas y almuerzos, ha conseguido que me sienta afortunado, muy cerca de la felicidad absoluta. ~
Marcos Giralt Torrente es escritor. Su libro más reciente es Algún día seré recuerdo (Anagrama, 2023).