Hace más o menos veinte años, un diario capitalino convocó a un grupo de diseñadores para ofrecerles un reto creativo: suponiendo que usted recibiera el encargo de diseñar una nueva bandera de México, qué proyecto entregaría y por qué. Recuerdo que un diseñador de apellido Rulfo propuso los mismos tres colores, pero con figuras estilizadas, como manchones en movimiento. Leonel Sagahón envió varios bocetos, entre ellos el arcoíris del orgullo gay con el escudo nacional al centro, lo cual habrá hecho revolcarse en su tumba a los más curtidos machos del cine mexicano y a sus herederos de pelo-en-pecho y pistola-al-cinto, indignación que obviamente el diseñador esperaba provocar. Alejandro Magallanes envió la imagen de una tortilla de maíz un poco tatemada sobre un fondo rosa mexicano y justificó su propuesta con un par de razones: primero, la tortilla ha estado presente en toda la historia patria, desde el pasado más remoto y nebuloso hasta la mañana del día de hoy; segundo, todo cabe en una tortilla y la nación debe, precisamente, envolvernos a todos.
Cegados por un hondo espíritu patrio, sin duda, los lectores decidieron ignorar la palabra “suponiendo”, que era, a mi entender, concepto clave de aquel inofensivo ejercicio, e inundaron el buzón de correo electrónico del periódico con centenares de cartas en el siguiente tenor: ¿A quién se le ocurre agraviar a la ciudadanía, y más aún a los héroes que derramaron su sangre para darnos patria, invitando a este grupo de zoquetes ignaros para deshonrar el lábaro? Sagahón y Magallanes, agregaba algún ofendido, están lejos de estar capacitados para diseñar, ya no se diga el pabellón nacional, sino una etiqueta de chicharrones enchilados. Antes que permitir a nadie modificar la bandera, la abrazaremos y nos arrojaremos de la balaustrada del Castillo de Chapultepec, concluían los más dispuestos al sacrificio y la emulación.
Los editores del suplemento dominical donde apareció el reportaje decidieron, a la semana siguiente, dedicar la portada entera y varias páginas a publicar las airadas respuestas de los lectores. Me parece incluso recordar, pero en esto quizás la memoria me falle, que a partir de entonces el suplemento dejó de llamarse “Enroque” y tomó el nombre de “Masiosare”.
No deja de ser una casualidad histórica que el país se llame México y que el mito originario de los aztecas, una de las muchas culturas que habitaban estas tierras, haya quedado al centro de la bandera nacional, representándonos a todos. Vamos a suponer que, al momento de la llegada de los españoles, la unidad política y militar dominante en Mesoamérica hubiese sido otro pueblo lacustre, ubicado un poco más al occidente. Al desembarcar en Yucatán en 1519, Cortés habría oído hablar del poderío y la riqueza de ese pueblo, y se le habría metido entre ceja y ceja ir a conocer al cazonci Zuangua. Entre batallas, intrigas y alianzas, hacia allá se habría dirigido, no al lago de Texcoco, sino al de Pátzcuaro, para admirar la ciudad a orillas del lago, capital del reino purépecha. Y aquí viene lo que sería bonito imaginar: nuestro país se llamaría Tzintzuntzan, que significa lugar de colibríes, y en nuestra bandera, en lugar del águila, estaría retratada el ave picaflor sobre un fondo blanco, suspendida en vuelo. El nopal saldría sobrando, porque el tentenelaire mueve las alas tan rápido que no lo necesita. Si la corrección heráldica exigiese, además de fauna, motivos vegetales, el escudo nacional incluiría una flor de mirto.
A principios del diecinueve, los criollos insurgentes retomarían la alegoría del colibrí que despierta de su largo sueño, imagen en que los frailes novohispanos habían visto una figura del Cristo resucitado, para decir que en la nueva nación renacería la gloria del imperio tzintzuntzano. Los liberales y conservadores, además de declararse la guerra sin cuartel, habrían peleado por el asiento de la capital, que el obispo Vasco de Quiroga había trasladado de Tzintzuntzan a Pátzcuaro en el siglo dieciséis. Porfirio Díaz, para despachar los pleitos, anunciaría la decisión salomónica de irse a vivir a Parangaricutirimícuaro, donde se encontraría desde entonces la capital de la República Tzintzuntzana. En lugar del feo mote de chilangos, los capitalinos seríamos parangaricutirimicuarenses, a secas.
Con cierta envidia de que los brasileños hubiesen puesto un lema en su bandera (“Ordem e Progresso”), se barajaron algunas frases célebres de nuestra historia política y musical: “el respeto al derecho ajeno”, “administrar la abundancia”, “ese lunar que tienes” y “usted es la culpable”, pero viendo que nomás no venían a cuento con la simbología tzintzuntzana, el senador-poeta Carlos Pellicer propuso los versos de un olvidado vate de provincia, nacido en el caserío de Mixcoac:
Quieto
no en la rama
en el aire
No en el aire
en el instante
el colibrí
En el siglo veintiuno, apogeo de la multiculturalidad, se vio que era injusto y ofensivo que la nación entera tomase el nombre y los símbolos de un imperio que tenía sojuzgados a los pueblos vecinos, y se decidió que, siendo mucho lío cambiar de nombre al país, por lo menos la enseña patria podría modificarse cada lustro. Tras un plebiscito electrónico votado en Facebook, la tortilla de Magallanes ocupó la bandera durante los primeros cinco años, seguida del águila de los aztecas, después una iguana de Francisco Toledo se asoleó en el lábaro a nombre de Juchitán, y así pasaron los años, hubo alacrán duranguense, hubo arpa jarocha, hubo chile relleno poblano, y cuando al cabo de tres siglos estaban por agotarse los símbolos étnicos e identitarios (hasta los Saraperos de Saltillo habían puesto su cobija de colores y un guante de beisbol), se acordó utilizar como divisa una imagen de las Torres de Satélite, ante la cual los niños todavía realizan honores a la bandera los lunes por la mañana, para orgullo póstumo de tres aguerridos chichimecas: Mathias Goeritz, Luis Barragán y Chucho Reyes Ferreira.
Taller
No se quede pegado el lector. Provéase de lápices de colores, y de ser posible tenga a mano también crayones y acuarelas, todo sirve. Diseñe la bandera de su país. Si la bandera que su país ya tiene endilgada es sacrosanta para usted o por algún motivo misterioso resulta inmejorable, entonces diseñe la bandera de su ciudad, barrio o manzana, o de un espacio imaginario como el limbo, el jardín del edén o el cosmológico caldo espeso que precedió al Gran Pum. Recuerde que también puede diseñar el trapo simbólico no de un lugar, sino de un tiempo, digamos su infancia o su primer amor, por feos que hayan sido. Hay tantos leones y aguiluchos en los jardines heráldicos, que se antoja experimentar con un insecto acorazado o un caballito de mar.
La hoja de maple y el cedro de Líbano son, a mi entender, símbolos de mucha savia y buena pinta. ¿Qué follaje, qué tronco, qué copa de árbol elegiría usted para la bandera de sí mismo, bandera del barco sobre el que usted, solo y su alma, navega sobre las aguas de esta vida? No se desanime el tallerista si al primer intento la imagen queda medio mal pergeñada. Es conveniente, en los ejercicios de emblemática imaginaria, lanzarse a dibujar y colorear sin pensarlo demasiado. Y ya puestos a garabatear, emblematice usted alegremente, total qué puede pasar, fuera de que le retiren la nacionalidad o lo declaren persona non grata en el recinto de su propia imaginación. ~