85 años de arte del exilio español

La exposición “El triunfo de la espiga” es un homenaje al legado cultural del exilio español; una muestra del poder de la memoria viva en tiempos de crisis y desplazamiento forzado.
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A pesar del vasto mar de exposiciones que ofrece la Ciudad de México, son pocas las ocasiones en las que resulta posible apreciar arte de otros periodos y regiones, sobre todo bajo una nueva perspectiva. Los museos que exhiben propuestas contemporáneas y modernas se esfuerzan en mantenerse vigentes por medio de discursos sospechosa y forzadamente coyunturales. En tales circunstancias sorprende encontrarnos con El triunfo de la espiga, una muestra que bien pudiera no apelar a consumidores sedientos de lo nuevo ni a fetichistas de tendencias en boga. Sin embargo, constituye una valiosa oportunidad para mirar hacia la historia, ese único espejo capaz de prevenirnos de repetir los errores del pasado.

Como parte de la conmemoración de los 85 años del exilio español, el Museo Kaluz alberga una exposición de gabinete curada por Luis Rius. Son más de cuarenta obras de su colección presentadas en un relato generoso gracias a su concisión y revaloración de nombres poco conocidos. Su título retoma un verso de “Primavera en Eaton Hastings”, poema bucólico de Pedro Garfias escrito durante sus años de exilio en el Reino Unido, en memoria de los niños vascos que murieron en hospitales ingleses. Así, la exaltación vitalista del poeta sobre la naturaleza simboliza la vida que sobrevive a la tragedia.

Para el investigador Miguel Cabañas Bravo, los artistas transterrados por la guerra civil española desarrollaron una gran pluralidad de técnicas pictóricas de caballete, condicionados por un mercado del arte por entonces reducido e incipiente. A la par, la asimilación de estos creadores fue marcada por una relación compleja con los muralistas; especialmente con Diego Rivera, quien desde un inicio se rehusó a incorporar a los exiliados, e incluso, se sabe, les bloqueó proyectos y tratos con galerías. Al recorrer el Museo Kaluz, es inevitable no pensar en esa otra exposición imposible que no vemos, una que está afuera, conformada por todos los cuadros aún por exhibir, esa memoria afectiva desperdigada en las casas de las familias que llegaron a nuestro país en el éxodo de 1939, transformando significativamente el tejido cultural, intelectual y educativo de México.

Las tres secciones que componen El triunfo de la espiga articulan un relato de movilidad y adaptación. La primera, “Éxodo y reclusión”, engloba el periodo de encierro en los campos de concentración al sur de Francia donde estuvieron presos más de seiscientos mil españoles. Sobresale el relato en cautiverio de Francisco Marco Chilet (1903-1977), cuya obra llegó a las bodegas del museo hace apenas unos años en una donación fortuita e inesperada. Chilet trabajó para la inteligencia militar republicana y recurrió al dibujo en pluma como medio de expresión para plasmar áreas que la historia ha pretendido erosionar: los tendejones, barracas y zonas de castigo de los campos; con trazos depurados, la línea apela a los elementos esenciales para testimoniar la supervivencia en medio de la inhumanidad. La tosquedad de los rostros transmite la angustia durante los últimos enfrentamientos con la Guardia Civil. Por su parte, alejado del realismo crítico social, destaca la presencia de Gerardo Lizarraga –otrora el primer marido de Remedios Varo–, un artista que viró hacia la zoología fantástica y el surrealismo monstruoso como un escape ante una realidad opresiva en tres dibujos a lápiz realizados durante el cautiverio.

“La voz antigua de la tierra”, segundo segmento de la muestra, acentúa la añoranza por la península ibérica. Motivos iconográficos tradicionales y paisajes rurales son leitmotivs. De Elvira Gascón –una de las pocas mujeres en la muestra junto con Mary Martín– se exhibe una de sus escasas obras de carácter nostálgico, debido a su buen acoplamiento en suelos aztecas. Por su parte, Arturo Souto pintó los paisajes de Galicia a la manera impresionista (Rius lo define como “sabrosamente anacrónico”). Del conjunto resalta Maja con clavel de José Bardasano. Allí, el tópico kitsch y publicitario de la maja se revitaliza mediante un manejo de luces con colores naranjas vibrantes, casi fosforescentes, aunado a licencias compositivas que denotan gran libertad creativa. En otras palabras, Bardasano propuso un enfoque moderno de imaginarios vernáculos.

Por último, la sección “Maletas abiertas” muestra cómo los pintores del exilio republicano retrataron a las culturas indígenas de nuestro país y posaron su mirada en paisajes costeros y montañosos. Miseria, maternidad y el pasado precolombino fueron temas recurrentes. ¿Sería acaso una visión exotista? Para el curador, la mirada exterior insinúa un cuestionamiento sobre el balance desfavorable del proyecto revolucionario. Si bien esta hipótesis no parece inválida, podemos inferir otros motivos: la aceptación del público, la búsqueda por una asimilación comercial, y, sobre todo, el rico intercambio cultural entre México y España. Un ojo avezado advertirá en algunos cuadros ciertas reminiscencias de Orozco, el más admirado de “los Tres Grandes”, o bien, la huella que dejan los contemporáneos, con escenas que recuerdan al mejor Manuel Rodríguez Lozano.

El mayor acierto de la sala son las célebres copas con peras pintadas en gouache por Ramón Gaya a finales de los cuarenta. El crítico y filósofo se decantó por una pintura de carácter metafísico y meditativo que bebe de la estampa japonesa. Para Gaya, el problema ulterior de la pintura fue la realidad en sí (o, mejor dicho, los “matices de la realidad visible sutilmente percibidos”, como escribió Tomás Segovia). La contundente llaneza de sus bodegones, aunada a un oficio pictórico desarrollado a la par de la escritura, hacen de Gaya una figura extraña y marginal para su época, pero muy elocuente para la nuestra. En otros casos, como en Naturaleza muerta barroca con frutero azul de Enrique Climent, el bodegón plantea técnicas insospechadas, geometrismo y un sabor local. No obstante, para Rius no se trata de un gesto de vanguardia, sino de retaguardia: dos generaciones de artistas que exploraron vetas ya inauguradas, afinadas a través de una labor docente que, por cierto, dejó una enorme influencia sobre la generación de la ruptura.

Quizás el más completo de la primera generación, debido a su tránsito por un mayor número de corrientes, fue Antonio Rodríguez Luna. Su Retrato de Cécile Jacqué Daumas en la biblioteca (1957) cierra la exposición. Es una estampa íntima de cariz neorromántico de una joven leyendo a solas. Diferentes cuadros del propio autor decoran la escena: por allí vemos a una madre indígena; más al fondo, a un gracioso saltimbanqui. La pintura de Rodríguez Luna sintetiza el encuentro de dos naciones y el profundo intercambio cultural a raíz de la diáspora. Como ocurre en Las meninas, otro cuadro dentro de otro, la imago regis devuelve el reflejo de la Nueva España tanto en la pedrería como en el búcaro para la infanta. Pero, a diferencia de la obra maestra de Velázquez, aquí México no es una presencia insinuada ni un relato soterrado, sino la memoria viva de la hospitalidad y el refugio durante el sexenio cardenista: una lección de enorme vigencia en tiempos de crisis donde los órdenes totalitarios en ascenso obligan a millones al desplazamiento forzado. ~


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