Puede que Vladímir Putin haya enloquecido, pero también es posible que tan solo haya mirado los acontecimientos a través de una lente peculiar e histórica y actuado en consecuencia. Invadir a sus vecinos, después de todo, no es algo novedoso para un jefe de Estado ruso. Es algo habitual. Es de sentido común. Es una tradición añeja. Pero cuando Putin busca una retórica actualizada para explicar ante sí mismo o el mundo los porqués de una tradición añeja, no lo consigue.
Echa mano de retóricas políticas de tiempos muy pretéritos. Se desintegran en sus manos. Elabora discursos y descubre que no tiene palabras, o algo que se le parezca. Esto pudo haber sido el revés original, anterior a los reveses militares que ha sufrido su ejército. No es entonces un fracaso psicológico. Es un fracaso filosófico. Un lenguaje analítico adecuado lo elude: por lo tanto, la lucidez lo elude.
El problema que está tratando de resolver es el eterno acertijo ruso, que es precisamente “el acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma”, que Winston Churchill adscribió a Rusia (y que nunca pudo definir, aunque consideró que el “interés nacional” ofrecía una clave). Es el acertijo de qué hacer con un desequilibrio muy extraño y peligroso en la vida rusa.
El desequilibrio se encuentra entre, por un lado, la grandeza de la civilización rusa y su geografía, que son ventajas descomunales, y, por otro lado, una extraña y persistente incapacidad para construir un Estado resistente, flexible y fiable, lo cual es una desventaja descomunal. A lo largo de los siglos, los gobernantes rusos han intentado lidiar con este desequilibrio construyendo las tiranías más sanguinarias, con la esperanza de que la brutalidad compensaría la ausencia de resistencia y flexibilidad. Y han complementado la brutalidad con una atípica política exterior, diferente a la de cualquier otro país, que ha parecido funcionar.
La brutalidad y la inusual política exterior ayudaron al Estado ruso a atravesar el siglo XIX sin colapsar, lo que puede considerarse un logro. Pero en el siglo XX el Estado sí colapsó en dos ocasiones. La primera fue en 1917, cuando extremistas y dementes llegaron al poder y provocaron algunos de los peores desastres de la historia mundial. Nikita Jrushchov y Leonid Brézhnev devolvieron al Estado a una condición estable.
Luego hubo un segundo colapso en la era de Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin, pero no fue tan calamitoso. Y, sin embargo, el imperio desapareció, estallaron guerras a lo largo de las fronteras al sur de Rusia, la economía se desintegró, la esperanza de vida se vino abajo. Esta vez Putin dirigió la recuperación. En Chechenia alcanzó tal grado de brutalidad que es el único de los beligerantes del conflicto actual en condiciones de ser considerado un genocida.
No obstante, al igual que Jrushchov y Brézhnev, tampoco Putin pudo alcanzar el triunfo final, que sería la creación de un Estado ruso lo suficientemente fuerte, resistente y flexible para evitar colapsos ulteriores. Esto le preocupa. Es evidente que tiene miedo. Y esa preocupación lo ha llevado a tener una versión de la misma perspectiva fundamental que, uno tras otro, han tenido sus predecesores en el pasado.
Esta perspectiva consiste en una especie de paranoia climática. Es el temor a que los cálidos principios de la filosofía liberal y de las prácticas republicanas de Occidente, flotando hacia el este, entren en colisión con las heladas nubes del invierno ruso, las tormentas violentas estallen y nada sobreviva. Es, en pocas palabras, la creencia en que los peligros del Estado ruso son externos e ideológicos, en vez de internos y estructurales. La primera de estas colisiones, la original, tomó una forma muy cruda y no fue en absoluto característica de las colisiones subsiguientes. Pero fue traumática. Me refiero a la invasión de Rusia por Napoleón en 1812, la cual hizo chocar la Revolución francesa, en una forma degradada y dictatorial, contra el medievalismo congelado de los zares. La colisión de la Revolución francesa y los zares llevó al ejército francés a los rescoldos de Moscú y al ejército zarista a París.
Pero las colisiones típicas, aquellas que han tenido lugar repetidamente a lo largo de los siglos, han sido siempre filosóficas, limitándose las respuestas militares al caso de los rusos. Una década después de la entrada del ejército zarista en París, un círculo de aristócratas rusos adoptó ideas liberales bajo las influencias de las revoluciones francesa y estadounidense. Conspiraron juntos en nombre de una Rusia nueva y liberal. Fueron arrestados y exiliados y su proyecto fue aplastado. Pero el zar Nicolás I no confió en su victoria sobre ellos y reaccionó adoptando una política que protegiera para siempre al Estado ruso del peligro subversivo.
Una nueva revolución francesa estalló en 1830 y generó oleadas de simpatía liberal aquí y allá en Europa, particularmente en Polonia. Nicolás I reconoció que un repunte del liberalismo dentro de su propio país estaba destinado a revivir las conspiraciones de los aristócratas arrestados y exiliados. Respondió invadiendo Polonia y, para rematar, engulló al Estado polaco y lo integró en el Imperio zarista.
Una nueva revolución estalló en Francia en 1848 y condujo a levantamientos liberales y republicanos en otras partes de Europa. Fue una revolución casi continental, clara señal de que una nueva civilización luchaba por emerger en Europa, ya no monárquica ni feudal, ni obediente a los dictados de la Iglesia correspondiente, sino una nueva civilización de derechos humanos y pensamiento racional. Pero esa nueva civilización era precisamente lo que temía Nicolás I. Respondió invadiendo Hungría. Esas dos invasiones –de Polonia y Hungría– eran, desde el punto de vista del zar, guerras de defensa que habían tomado la forma de guerras de agresión. Eran “operaciones militares especiales” destinadas a inhibir la diseminación de ideas subversivas dentro de Rusia, aplastando a los vecinos revolucionarios con la esperanza adicional de destruir también la inspiración revolucionaria en regiones más amplias.
Las guerras fueron exitosas. La revolución continental de 1848 fue derrotada, y Nicolás I tuvo mucho que ver en ese resultado. Era “el gendarme de Europa”. El Estado zarista resistió dos o tres generaciones más, hasta que todo lo que había temido finalmente ocurrió, y las ideas inspiradas en los socialdemócratas alemanes y otras corrientes liberales y revolucionarias de Occidente penetraron decisivamente en Rusia. Esto ocurría en 1917. Su bisnieto, Nicolás II, era el zar.
El frágil Estado ruso se vino abajo. Resurgió como una dictadura comunista, aunque la dinámica básica siguió siendo la misma. La perspectiva de Stalin respecto de las corrientes liberales o liberalizadoras occidentales era idéntica a la de Nicolás I, aun si el vocabulario de Stalin para expresar sus preocupaciones no era zarista. Stalin se dispuso a aplastar las aspiraciones liberales o liberalizadoras en la Unión Soviética. Pero se dispuso a aplastarlas igualmente en Alemania, un objetivo temprano de su política en aquel país, más preocupado en destruir a los socialdemócratas que a los nazis; y en España durante su Guerra Civil, donde su política tenía el propósito de destruir a los no comunistas de la izquierda española tanto o más que a los fascistas. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Stalin se dispuso a aplastar esas mismas aspiraciones en cada parte de Europa que había caído bajo su control. Está claro que estaba trastornado.
Sin embargo, Jrushchov, que no estaba trastornado, también resultó ser un Nicolás I. En 1956, cuando la Hungría comunista decidió explorar ciertas posibilidades levemente liberales, Jrushchov detectó un peligro mortal para el Estado ruso e hizo lo mismo que Nicolás I: invadirla. Cuando Brézhnev llegó al poder, no fue diferente. Invadió Checoslovaquia cuando un impulso liberalizante se afianzó entre sus líderes comunistas. Estos fueron los antecedentes de la invasión a pequeña escala que, en 2008, realizó Putin en una Georgia recientemente liberal y revolucionaria, y de su invasión de Crimea en la Ucrania revolucionaria en 2014. Cada una de estas ocupaciones en los siglos XIX, XX y XXI tenía la intención de preservar el Estado ruso evitando que una brisa puramente filosófica de ideas liberales y experimentos sociales atravesara flotando la frontera. Y el mismo razonamiento ha conducido a la invasión más feroz de todas: la que está ocurriendo ahora.
Solo que Putin se ha encontrado con un problema de lenguaje o de retórica que no afligió a ninguno de sus predecesores. En las décadas de 1830 y 1840, Nicolás I sabía exactamente cómo describir sus propias guerras contra las ideas liberales y los movimientos de Europa central: invocaba los principios de un monarquismo místico y ortodoxo; sabía a favor de qué estaba y contra qué estaba; era el defensor de la verdadera cristiandad y la tradición sagrada, y el enemigo del ateísmo satánico, la herejía y el desorden revolucionario.
Sus principios suscitaban aversión entre los amigos de las revoluciones francesa y estadounidense, pero despertaban también respeto y admiración entre los simpatizantes de la monarquía y el orden, que eran, con su ayuda, dominantes en Europa. Eran principios nobles, solemnes, importantes y profundos. Eran de alguna manera universales, a la altura de la grandeza de Rusia: principios para toda la humanidad, con la monarquía rusa y la Iglesia ortodoxa a la cabeza. Eran principios vivos, arraigados en realidades de la época, aunque ocultos tras humo e incienso, y colocaban al zar y a sus consejeros en una posición favorable para pensar de manera lúcida y estratégica.
Stalin, Jrushchov y Brézhnev también sabían cómo describir sus guerras contra los liberales y los subversivos: invocando los principios del comunismo. Esos principios, también, eran sublimes y universales. Eran principios de progreso humano, con Rusia todavía a la cabeza, principios para el mundo entero. Suscitaban apoyo y admiración en cada país donde los partidos comunistas eran fuertes y a veces también entre los no comunistas, que aceptaban el argumento de que las invasiones soviéticas eran antifascistas. De este modo, los principios comunistas estaban arraigados en realidades de su época, y el arraigo colocaba a los dirigentes comunistas en una posición favorable para hacer sus propios cálculos estratégicos en un espíritu de lucidez y autoconfianza.
¿Pero qué tipo de doctrina filosófica puede reivindicar Putin? Los teóricos pro-Putin deberían haber elaborado alguna para él, algo soberbio, capaz de generar un lenguaje útil para pensar sobre la situación de Rusia en nuestro momento y sobre el eterno acertijo del Estado ruso. Salieron con el “eurasianismo”, con su noción de la gente auténtica arraigada en la tierra, y su lucha contra la gente navegante, atlántica y falsa, y la necesidad de un programa fascista. Sin embargo, la idea no ha funcionado. Putin debería mandar fusilar a esos teóricos. Tal vez en realidad el fracaso no es culpa de ellos, lo cual no es razón para no fusilarlos. No se puede elaborar una doctrina filosófica de la nada, como hacen con los discursos quienes se dedican a escribirlos. Las doctrinas poderosas existen o no existen. Por ello Putin ha tenido que contentarse con ideas de aquí y de allá, agarrando una y otra y atándolas con un nudo.
No ha tomado casi nada del comunismo, a excepción del odio al nazismo que queda de la Segunda Guerra Mundial. Ha puesto mucho énfasis en su antinazismo, y este énfasis explica una gran parte del apoyo que ha logrado recabar entre sus compatriotas rusos. Pero el antinazismo no es, en otros aspectos, una ventaja de su doctrina. En años recientes, en Ucrania los neonazis se han hecho notar, aunque haya sido tan solo en forma de grafitis y ocasionales manifestaciones callejeras. No han desempeñado, sin embargo, un papel importante o siquiera menor. Ha sido minúsculo. Eso significa que el énfasis que ha puesto Putin en los neonazis ucranianos es útil para su popularidad en Rusia, pero también introduce una distorsión importante en su pensamiento.
Aquí se halla una fuente de su creencia errada en que una multitud de ucranianos, temerosos de los neonazis, estarían agradecidos de ver tanques rusos rodar por sus calles. Pero en su pensamiento no sobrevive ninguna otra cosa del comunismo. Al contrario, ha recordado con pesar que las doctrinas comunistas oficiales del pasado alentaron la autonomía de Ucrania en vez de animar su sometimiento ante la gran nación rusa. La posición de Lenin respecto de lo que se solía llamar la “cuestión nacional” no es la suya.
En contraste, ha adoptado bastante del monarquismo místico de los zares; y un sentido de tradición antigua que lo lleva a invocar el papel de Kiev en la fundación de la nación rusa en el siglo IX y en las guerras religiosas del siglo XVII entre la Iglesia ortodoxa (los buenos) y la Iglesia católica romana (los malos). El monarquismo no es un nacionalismo, pero Putin ha hecho una lectura nacionalista del pasado monárquico y religioso en la que la lucha de la ortodoxia contra el catolicismo emerge como una lucha nacional de los rusos –incluidos los ucranianos según su interpretación– contra los polacos. Invoca la heroica rebelión cosaca del siglo XVII del hetman Bohdán Jmelnitski, aunque discretamente elige no mencionar el papel de Jmelnitski como dirigente de algunos de los peores pogromos de la historia.
No hay, además, nada elevado o noble en la lectura nacionalista que hace Putin del pasado. Su invocación de la historia de la Iglesia implica la grandeza de la espiritualidad ortodoxa pero no parece reflejarla, como si la ortodoxia fuese, para él, tan solo una idea a posteriori o un ornamento. Su nacionalismo se parece solo de manera superficial a los diversos nacionalismos románticos de Europa en el siglo XIX y de los años que desembocaron en la Primera Guerra Mundial. Esos nacionalismos del pasado tendían a ser versiones de la universalidad en las que cada nacionalismo por separado, al rebelarse contra los dictadores jacobinos de los imperios multiétnicos, reivindicaba una misión especial para toda la humanidad.
Sin embargo, el nacionalismo de Putin no reivindica semejante misión especial. Es un nacionalismo pequeño en vez de grandioso. Es un nacionalismo para un país diminuto –un nacionalismo con una voz extrañamente pequeñita, como la voz del nacionalismo serbio en los noventa despotricando sobre acontecimientos del siglo XIV–. Es, desde luego, una voz enfadada, pero no en el estilo profundo y tormentoso de los comunistas. Es una voz de resentimiento, dirigida a los vencedores de la Guerra Fría. Es la voz de un hombre cuya dignidad ha sido ofendida. La agresiva injerencia de una OTAN victoriosa lo hace rabiar. Hierve de furia.
A su resentimiento también le falta grandeza. Le falta, en todo caso, un poder explicativo. Los zares podían explicar por qué Rusia había suscitado la enemistad de los revolucionarios liberales y republicanos: porque Rusia defendía la fe verdadera y los liberales y republicanos eran los enemigos de Dios. Del mismo modo, los dirigentes comunistas podían explicar por qué la Unión Soviética había generado sus propios enemigos: porque los enemigos del comunismo soviético eran los defensores de la clase capitalista y el comunismo era la destrucción del capitalismo.
En cambio, Putin habla de “rusofobia”, lo que significa un odio irracional, algo inexplicable. Tampoco identifica en su resentimiento una virtud fundamental. Los zares pensaban que solo con derrotar a los subversivos y a los ateos podrían ofrecer la verdadera fe a la humanidad. Los comunistas pensaban que, una vez derrotados los capitalistas y –las herramientas del capitalismo– los fascistas , la liberación del mundo estaría al alcance de la mano. Pero el resentimiento de Putin no apunta a un futuro brillante. Es un resentimiento que mira hacia atrás sin un rostro que mire hacia adelante.
Aquí tenemos pues un nacionalismo ruso que no tiene nada dentro de él para atraer el apoyo de nadie más. Me doy cuenta de que, aquí y allá alrededor del mundo, hay personas que sí apoyan a Putin en la guerra actual. Lo hacen porque no pueden ver más allá de sus propios resentimientos hacia Estados Unidos y los países ricos. O lo hacen por gratitud hacia una Unión Soviética que les brindó ayuda durante la Guerra Fría. Hay serbios que sienten una conexión de hermanos. Pero casi nadie parece compartir las ideas de Putin. No hay nada que compartir –excepto tal vez su antipatía por la tolerancia sexual moderna y su postura de macho, lo cual pone en evidencia a otra parte de quienes lo apoyan–. Pero nadie en el mundo piensa que la destrucción de Ucrania pueda iniciar una era nueva y mejor.
La doctrina no ofrece esperanza. Ofrece histeria. Putin cree que, bajo un liderazgo supuestamente neonazi, millones de rusos se han vuelto víctimas de un genocidio dentro de Ucrania. Algunas veces, con la palabra “genocidio” parece insinuar que los rusohablantes con identidad étnica rusa están siendo forzados a hablar ucraniano, privándolos así de su identidad (eso da a entender su ensayo de 2021 “Sobre la unidad histórica de los rusos y los ucranianos”). Otras veces simplemente ignora lo que significa la palabra “genocidio”: asesinato masivo. En ambos casos, no parece haber sido especialmente persuasivo en este importante punto. Nadie en ninguna parte del planeta ha denunciado el genocidio de millones de rusos en Ucrania. ¿Por qué no? Porque Putin habla con el tono de quien ni siquiera aspira a que le crean, excepto por parte de la gente que no requiere ser convencida.
Aun así se aferra a su idea. Le viene bien. Se considera a sí mismo una persona culta que piensa de la manera más elevada, alguien que jamás podría invadir otro país sin ser capaz de invocar una filosofía sublime. Parece ansiar confirmaciones en este punto, lo que explicaría, supongo, que pase tantas horas hablando por teléfono con Emmanuel Macron, el presidente de la madre patria del prestigio intelectual que siempre ha sido Francia. Pero su apego a la filosofía sublime es el corazón del desastre. Pues ¿cómo puede un hombre pensar con lucidez si está sumergido en ideas tan pequeñas y ridículas como esas? Sabe que lo acorralan problemas y retos del mundo real, pero su imaginación está repleta de resentimientos que se remontan a la historia medieval, las guerras religiosas y las glorias cosacas del siglo XVII, los paralelos entre el catolicismo polaco del pasado y la “rusofobia” de la OTAN hoy en día, y el espantoso destino de los rusos ucranianos en manos de neonazis alentados por Occidente. Y en medio de esos resentimientos, no tiene una idea mejor que recurrir a la política exterior del zar Nicolás I de las décadas de 1830 y 1840.
Ahora bien, es cierto que, desde el punto de vista del realismo tradicional en materia de política exterior, todo lo que acabo de consignar ha de ser desechado como irrelevante. El realismo es una ideología que minimiza las ideologías para atender estrictamente las relaciones de poder. Esto solo puede significar que las divagaciones nacionalistas de Putin no tienen básicamente ningún sentido, salvo la acusación contra la OTAN y sus agresiones, la cual se asume que no es ideológica. Este tema en particular debería atraer toda nuestra atención.
Pero ¿de verdad debería? La gente que se toma en serio la acusación contra la OTAN considera que el peligro al que se enfrenta Rusia es tan obvio que no necesita explicación. Putin señala la ampliación hacia el este por parte de la OTAN, da un golpe en la mesa, pero no explica el motivo de su objeción. Se supone que deberíamos interpretar la expansión de la OTAN como un peligro para Rusia porque algún día, porque sí, los ejércitos de la OTAN podrían cruzar la frontera y adentrarse en el territorio ruso, tal y como lo hizo, en 1812, el ejército de Napoleón.
Y, sin embargo, si hemos de restringir el análisis a los hechos en sí, como el realismo nos recomienda hacer, podríamos recordar que, en sus más de setenta años, la OTAN no ha dado una sola indicación de ser otra cosa más que una alianza defensiva. No hay ninguna razón para suponer que un día la OTAN, que es antinapoleónica por principio, vaya a convertirse en napoleónica en la práctica. La expansión hacia el este de la OTAN ha tenido como propósito estabilizar Europa y poner fin a disputas fronterizas, lo cual debería también convenir a Rusia.
De todos modos, es incuestionable que la expansión de la OTAN ha enfurecido a Putin, y lo ha atemorizado. Pero ¿por qué? Creo que la respuesta es obvia. Y es obvio por qué nadie quiere decirla en voz alta. Las revoluciones europeas que atemorizaron a Nicolás I tuvieron lugar finalmente a pesar de sus mejores esfuerzos para evitarlas. Surgieron las repúblicas liberales. Y en 1949 las repúblicas liberales se unieron, como si en verdad creyesen, de buena fe, que los principios liberales y republicanos constituyen una nueva civilización. Y protegieron su civilización con una alianza militar, que fue la OTAN. De ese modo, las repúblicas liberales produjeron una alianza militar que contenía en su interior una idea espiritual: la belleza del proyecto liberal y republicano. Aquí estaba la revolución de 1848, exitosa al fin y protegida por un formidable escudo. Y Putin ve el problema.
La expansión hacia el este por parte de la OTAN lo enfurece y atemoriza porque obstaculiza el camino de la tradición política establecida por Nicolás I, sólida y conservadora. Es la política de invadir a los vecinos. Donde la OTAN se expande, Rusia ya no puede invadir, y los logros de la revolución liberal y republicana no pueden revertirse –no por los ejércitos rusos, en todo caso–. Entonces, oponerse a la expansión de la OTAN significa una aceptación de la expansión rusa. Es una aceptación del muy extraño expansionismo ruso, cuyo propósito ha sido siempre impedir la difusión hacia el este del concepto revolucionario.
Pero Putin no lo dice, ni tampoco nadie más. No se puede decir. Quien reconociera que aprueba la política rusa de invadir a sus vecinos estaría diciendo, en efecto, que decenas de millones de personas en las fronteras de Rusia o en países cercanos deberían ser sometidas a la más violenta y sangrienta opresión por la razón más simple que existe, que es evitarle al pueblo ruso el contacto con ideas y creencias que nosotros, por nuestra parte, consideramos las bases de una buena sociedad. Así que nadie lo dice. En cambio, se deja flotando en el aire la suposición de que Rusia corre peligro porque se enfrenta a la posibilidad de una invasión napoleónica por parte de la OTAN. El “realismo”, en pocas palabras, es un principio de niebla intelectual que pretende ser un principio de lucidez intelectual.
¿Por qué, finalmente, Putin ha invadido Ucrania? No es por la agresión de la OTAN ni por los acontecimientos de Kiev en el siglo IX y las guerras ortodoxas-católicas del siglo XVII. No es porque Ucrania bajo la presidencia de Volodímir Zelenski se haya vuelto nazi. Su invasión se debe a la Revolución del Maidán de 2014. La Revolución del Maidán fue precisamente la revolución de 1848, un clásico levantamiento europeo animado por las mismas ideas liberales y republicanas de 1848, con el mismo idealismo estudiantil, las mismas florituras románticas e incluso las mismas barricadas callejeras, solo que hechas de neumáticos y no de madera.
Lo sé porque he estudiado las revoluciones –he visto levantamientos revolucionarios repetidamente en diferentes continentes– y vi la Revolución del Maidán, con un retraso de tres meses. Sentí la electricidad revolucionaria en el aire, y Putin también la sintió desde lejos. La Revolución del Maidán era todo lo que Nicolás I se propuso evitar allá por 1848-1849. Era dinámica, apasionada, capaz de suscitar las simpatías de vastas cantidades de personas. A fin de cuentas, la Revolución del Maidán fue superior a las revoluciones de 1848. No terminó en estallidos de utopías desbocadas o en demagogia o en programas de exterminio, o en caos.
Fue una revolución moderada a favor de una Ucrania moderada. Una revolución que ofrecía un futuro viable para el país y, al hacerlo, ofrecía nuevas posibilidades a los vecinos de Ucrania también. Y no fracasó, a diferencia de las revoluciones de 1848. Entonces Putin estaba aterrorizado. Respondió anexionando Crimea e iniciando guerras en las provincias separatistas de Ucrania oriental, con la esperanza de menoscabar el éxito revolucionario.
Tuvo algunas victorias también, y es posible que los ucranianos lo hayan secundado, perjudicándose a sí mismos. Pero observó que, a pesar de eso, el espíritu revolucionario continuó su expansión. Vio la popularidad en Rusia de su oponente Borís Nemtsov. Le pareció terrorífico. Nemtsov fue debidamente asesinado en 2015 en un puente en Moscú. Putin vio a Alekséi Navalni dar un paso adelante para ofrecer una oposición aún mayor. Vio que Navalni, también, resultaba popular, como si esos luchadores reformistas y su atractivo entre la gente no tuvieran fin. Putin lo mandó envenenar y luego lo encarceló.
Aun así, una nueva Revolución del Maidán estalló, esta vez en Bielorrusia. Otros dirigentes revolucionarios se pusieron al frente. Una de ellas era Svetlana Tijanóvskaya, en Minsk, quien fue candidata a la presidencia en 2020 contra Aleksandr Lukashenko, un matón a la vieja usanza. ¡Ganó!, si bien Lukashenko se mantuvo en el poder tras una maniobra conspiranoica en la que alegó fraude electoral y se declaró a sí mismo ganador. Putin obtuvo otra victoria en su contrarrevolución sin fin, a pequeña escala. La victoria de Tijanóvskaya en las urnas lo aterrorizó de todos modos.
Y Putin estaba aterrorizado por el surgimiento de Zelenski, que pudo haber parecido, a primera vista, un don nadie, un mero cómico de la televisión, un político con un programa reconfortantemente acomodaticio. Pero Putin leyó la transcripción de la conversación telefónica de Zelenski con el entonces presidente Donald Trump, que mostró que Zelenski no era, en realidad, una presa fácil. Putin observó que Zelenski estaba pidiendo armas. La transcripción de esa llamada telefónica puede incluso haberle dado la sensación de que Zelenski era otra figura heroica que encajaba en el molde de la gente que él ya había asesinado, envenenado, encarcelado y depuesto –alguien que no cede, y por tanto peligroso.
Concluyó que la Revolución del Maidán estaba destinada a extenderse hasta Moscú y San Petersburgo, si no este año, el siguiente. Entonces consultó a los fantasmas de Brézhnev, Jrushchov y Stalin, quienes lo condujeron al maestro pensador, Nicolás I. Y Nicolás I le dijo a Putin que, si no lograba invadir Ucrania, el Estado ruso colapsaría. Era un asunto de vida o muerte.
Putin habría podido responder a este consejo con un proyecto para dirigir a Rusia en una dirección democrática y preservar al mismo tiempo la estabilidad del país. Habría podido elegir ver en Ucrania la prueba de que los pueblos rusos son, de hecho, capaces de crear una república liberal –dado que considera a los ucranianos una subdivisión del pueblo ruso–. Ucrania podría haber sido un modelo y no un enemigo –un modelo de cómo construir el Estado fuerte y flexible que Rusia siempre ha necesitado.
Pero carece de las categorías de análisis que podrían permitirle pensar siguiendo esas directrices. Su doctrina nacionalista no mira hacia el futuro, salvo para ver desastres al acecho. Su doctrina mira hacia el pasado. Y por tanto vislumbró el siglo XIX y cedió ante su encanto, del mismo modo que alguien podría ceder ante el encanto de la botella o de la tumba. Se sumergió hasta las profundidades más salvajes de la reacción zarista. La calamidad que se ha producido es, entonces, una calamidad ante todo intelectual. Es un fracaso monstruoso de la imaginación rusa. Y el fracaso monstruoso ha traído como resultado tanto el propio colapso dentro de la barbarie como el peligro para el siempre frágil Estado ruso que Putin creyó estar intentando evitar. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Foreign Policy.