El doctor Jesús Kumate nació en Mazatlán, Sinaloa, en 1924. Médico cirujano por la Escuela Médico Militar y doctor en ciencias por la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional, se ha desarrollado como catedrático e investigador especializado en temas de infectología pediátrica e inmunología. Además de su labor académica ha desempeñado numerosos cargos públicos: estuvo a cargo de la Secretaría de Salud entre 1988 y 1994 y en 1995 fue designado presidente del Consejo Ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud. Es mienbro de El Colegio Nacional. Entre sus publicaciones destacan Manual de infectología (1973, 2001), La salud de los mexicanos y la medicina en México (1977), Salud para todos / ¿Utopía o realidad? (1989), La ciencia en la Revolución francesa (1991) e Investigación clínica: Cenicienta y Ave Fénix (1987, 1995).
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Las epidemias son radiografías inmejorables del estado de salud de una nación. Cuando hablo de salud me refiero a la sanidad pero también a la salud política, social y económica y a la solidaridad de las personas. Ahora estamos atravesando una epidemia que confronta todos estos enunciados. ¿Qué piensa usted?
En principio, es así; sin embargo, hay epidemias que no respetan el desarrollo social, cultural y económico de una nación, como es el caso de la influenza. Por ejemplo, la pandemia de 1918-19 empezó en Estados Unidos, en marzo de 1918, en Fort Riley, un campo militar de Kansas, con un soldado que manejaba carne de cerdo. En el campo enfermaron rápidamente, y después pasó a todos los soldados americanos que iban a la guerra en Europa, casi dos millones de soldados entre 1918 y 1919. Curiosamente, esa primera onda epidémica no llamó mucho la atención porque no hubo muchos muertos, pero la segunda, que empezó en septiembre y duró hasta marzo del 19, fue tan letal que se estima que murieron veinticinco millones de personas, no sólo en Estados Unidos y Europa sino en Asia, África y Oceanía. Luego hubo una tercera menos agresiva.
Es evidente que, en general, cuando hay pandemias los pobres son los más afectados. En el Decamerón Boccaccio cuenta cómo diez florentinos nobles se alejan de la ciudad de Florencia, arrasada por la peste bubónica del siglo XIV, la “peste negra” que mató a la tercera parte de los europeos. Los pobres florentinos no tuvieron la misma suerte.
La influenza es un virus conformado por varias cepas, al menos tres, cuya reserva natural son las aves acuáticas migratorias. Curiosamente, a pesar de que el virus es muy mutable, en ellas no muta; se adaptaron a él, simplemente lo tienen como un cuadro benigno. Para las aves migratorias el virus es intestinal, y contaminan el agua donde se posan. Y no sólo el agua sino la flora y la fauna domésticas. Los cerdos, los caballos, las aves de corral y los perros lo pueden tener; hasta las focas marinas, que contagian a las ballenas. Sobre los gatos, se discute.
¿Por qué pasó a los humanos? Por criar animales, no sólo en corral sino en grandes grupos, como los pollos. A veces algunos criadores se contagian de la influenza aviaria. Es un caso raro, y cuando ocurre es una gripe más o menos fuerte, pero benigna. Raras veces un humano contagia su influenza aviaria a otro humano que no estuvo en contacto con el ave. Y es todavía más extraño que ese virus cambie de manera tal que no sólo se transmita al humano sino que lo haga rápidamente, anunciando una pandemia, como la de 1918 –aunque esa no fue aviaria sino porcina, algo que se demostró a partir del ADN y el ARN de cadáveres enterrados y congelados en Alaska.
¿Por qué se ha mantenido? Porque en muchos lugares los humanos conviven estrechamente con los animales. La influenza en los animales es intestinal y en los humanos es respiratoria; las diferencias se deben a cuestiones fisiopatológicas. El receptor de los virus de la influenza tiene una estructura química en la que hay un ácido llamado siálico, que se liga a un azúcar de la membrana de las células, por ejemplo las alfa 2-3 en las aves, que existe en el intestino, y las alfa 2-6, en el tubo respiratorio. El cerdo tiene los dos receptores, en el intestino y en el sistema respiratorio. Es una suerte de licuadora, de mixing vessel, donde se juntan los dos virus.
Además, los virus de la influenza son virus de ARN que tienen ocho genes empalmados. Entonces, cuando se juntan dos virus distintos, las posibilidades de variación se elevan a la octava potencia; es decir, hay 256 posibilidades de variación. La mayor parte de estas mutaciones no sirve; haciendo una aproximación muy burda, de cien mutaciones, 95 son inestables y no prosperan. Dos o tres persisten, pero no aportan ninguna ventaja a la supervivencia, y una –insisto, haciendo una simplificación muy burda– sí le otorga valor a esa nueva especie. La evolución es poco “económica”, pero así funciona; es un proceso al azar. Esto también explica la resistencia a los antibióticos. Cuando se descubrió la penicilina, de diez mil bacterias, 9,999 eran sensibles a ella y una era resistente. A los dos años esta bacteria empezó a reproducirse cada veinte minutos, en lugar de cada veinte años, como las otras, y proliferó, volviendo inútil el uso del antibiótico. Con la mutación vírica pasa lo mismo.
Muchas personas en México, sobre todo de las clases bajas, consideran que mucho de lo que está sucediendo es una invención del gobierno, no sé si usted lo ha oído. Esto es producto de una desconfianza muy añeja hacia nuestro gobierno. ¿Qué opina usted de eso?
Hay epidemias que sí azotan especialmente a los pobres, pero otras, como el sarampión, cuando no había vacuna, enfermaban tanto a hijos de pobres como a hijos de ricos. La influenza, como las infecciones del árbol respiratorio en general, tiene una relación inversa con el número de metros cúbicos de aire que uno respira; así, hay menos posibilidades de contagio en una casa con tres recámaras que en una con un solo cuarto.
Los que creen que la influenza es una fantasía son aproximadamente el 12% de los mexicanos. Opinan que es un invento relacionado con la visita de Obama, o para hacernos olvidar la crisis económica, etcétera. No es racional, y me da pena, porque quiere decir que el nivel de nuestra educación está por los suelos.
Creo que desde el principio las autoridades médicas se movieron con celeridad y eficiencia. Sin embargo, cuando reportaban las cifras, el secretario de Salud caía, sobre todo los primeros días, en muchas contradicciones. Me recordó el vicio de la política mexicana de no decir la verdad. Entiendo que no se conocía el virus, que se estaba luchando contra un enemigo desconocido y por ende no había pruebas de laboratorio para detectar el virus, pero creo que fue un error que sembró desconfianza en la población.
Yo vi las conferencias de prensa que se hacían dos veces al día y puedo decirle varias cosas. Primero, no podíamos anticipar que iba a haber una epidemia de influenza porcina. No fue sino hasta 1998 que se encontró en Estados Unidos la influenza porcina, y en mayo de ese año apareció un artículo en que se reportaban once casos de virus porcino entre 1998 y 2005. No estábamos acostumbrados a que hubiera influenza porcina. Por eso si un niño en Perote, Veracruz, llega con una gripe fuerte y a los cuatro días sale adelante sin ningún antiviral –porque no es tratado con antiviral sino con antibiótico–, las autoridades no tienen por qué sospechar nada más grave.
En Estados Unidos los primeros casos de influenza porcina en humanos se dieron el 30 de marzo y el 1º de abril, en California. En ese estado, a pesar de ser por sí solo la quinta potencia industrial del mundo, donde están cuatro de las veinte mejores universidades del mundo y unos dos mil laboratorios de primer nivel, no pudieron tipificar el virus de la influenza y tuvieron que mandarlo al CDC [Centers for Disease Control and Prevention]. Tardaron quince días en informarlo, porque no es fácil dar con la subtipificación; hay que aislar los ocho genes del virus, que tienen de novecientas a mil quinientas bases del genoma, y ver la coincidencia con lo que llaman el banco de genes. Sólo hay cinco laboratorios en el mundo que se dedican a recibir virus de la influenza de más de ciento veinte estaciones, una de ellas en México. Con este nuevo virus el proceso fue el siguiente: primero vieron que de los ocho antígenos que lo conforman seis eran coincidentes con la cepa porcina ya conocida, pero dos, los antígenos NA y M, tenían un grado de coincidencia con virus de linaje euroasiático. Esa combinación de los seis habituales y los dos de distinto origen dieron el nuevo virus A/H1N1.
¿Por qué hubo discrepancias de información? Cuando fue secretario el doctor Guillermo Soberón, se inició la descentralización de los servicios de salud. Él descentralizó diecisiete estados, sin contar el DF. Yo no descentralicé ninguno, y De la Fuente, Mancera y Frenk tampoco. ¿Por qué? A mí me tocó, como secretario de Salud federal, trabajar, por ejemplo, con cinco secretarios de salud de Chiapas. El primero un pediatra, el segundo un gineco-obstetra, el tercero un ortopedista, el cuarto un dentista y el quinto un sanitarista. A diferencia del delegado del Seguro Social, nombrado por el director del IMSS, al secretario de Salud lo nombra el gobernador, muchas veces con el mérito exclusivo de ser su amigo. Y ante cualquier discrepancia con el delegado del IMSS, ya sabemos a quién va apoyar el gobernador. En los estados donde no se había efectuado la descentralización, me recibía el gobernador y todas las autoridades militares y civiles. En los que está descentralizado, hablaba tan sólo con los secretarios de Salud, que actúan en muchos casos bajo la lógica de un estado mecenas que generosamente le “regala” a una comunidad indígena, por poner un ejemplo, un centro de salud. Los gobernadores son señores de horca y cuchillo. Incluso se dice, en broma, que algunos gobernadores priistas estarían más contentos con un presidente panista que con un presidente priista: así se convierten en auténticos virreyes en su territorio, y con un presidente del PRI tienen que cumplir al menos con cierta línea. Por eso, el principal problema ha sido el de la información que llega de los estados donde los servicios de salud están descentralizados. Aunque ha mejorado mucho la calidad de los servicios, la información no llega con los mismos criterios, pese a que hay normas oficiales mexicanas.
¿Y no hubiera sido más sano que el secretario de Salud hubiese dicho: “No tenemos los elementos, no se conoce el virus; sabemos que es virus de influenza pero no existen ni siquiera las pruebas virológicas de laboratorio para detectarlo”, antes de generar tanta confusión?
Él no ocultó datos. Hubo diez casos probables y uno de defunción, y lo que no se dijo es que no eran defunciones probadas como consecuencia de este virus de influenza, pero mala fe no hubo, ni retardo en dar a conocer la información. En el momento en que se descubrió que era un virus nuevo, se alertó a la población. Estados Unidos tardó dos días en dar la alerta, México uno. Puede discutirse si cerrar restoranes estuvo o no justificado, pero es algo menor.
Durante las epidemias es muy difícil distinguir lo que yo llamaría el “punto fino y adecuado”, es decir, salvar vidas, y lo exagerado, incrementar los problemas económicos, como ahora ha sucedido. ¿Usted piensa que se actuó bien en este sentido?
Uno sólo puede adquirir experiencia de pandemias anteriores. Teniendo en cuenta esto, el secretario de Salud tomó el camino prudente. Ahora, lo biológicamente prudente golpea a lo económico, porque hay que recomendar que no vayan a un partido de futbol, que no celebren el día de las madres en los restoranes, que no vayan a las escuelas… ¿Cuándo se le pasa la mano a lo prudente? Eso ya es cosa de visión política y económica.
Tengo un artículo de 1919 de la Academia de San Carlos de Medicina acerca de la pandemia de 1918-19 en México, y refleja exactamente el mismo miedo, los enfermos saturando los hospitales… Esta pandemia no es como la de 1918, ni ha habido muertes fulminantes en veinticuatro horas, ni formas hemorrágicas, de manera que, a juzgar por esta primera onda, parece ser que se le logró contener. Sin embargo, puede ser que repunte con el regreso de los niños a la escuela, porque la influenza tiene un periodo hasta de cuatro días de incubación. Si hay algo impredecible en epidemiología son las pandemias de influenza.
En Estados Unidos, con más casos confirmados que nosotros, no se confinó a los niños a las casas ni se cerraron las escuelas. ¿Piensa que fue adecuada esa medida?
Una enfermera estadounidense tiene una residencia con jardín y dos coches en el garaje, tiene un sueldo que le permite otro nivel educativo. La posibilidad de contagio interhumano es distinto en una olla como es el Valle de México, de mil quinientos kilómetros cuadrados, con veintiún millones de habitantes. Una casa con jardín, ¿quién la tiene? Muy poca gente.
Otra cosa es que se ha politizado la enfermedad. Marcelo Ebrard, en el Distrito Federal, ha tomado acciones muy diferentes a las del resto de la nación, como cerrar restaurantes.
Déjeme contarle esto. En enero de 1976, cuando Estados Unidos estaba en la guerra de Vietnam y se reclutaba a muchos jóvenes, se dio en el Fuerte Dix, en Nueva Jersey, un brote de epidemia de influenza porcina. De cinco enfermos murió uno, y cuando se hizo el estudio se dieron cuenta de que 230 se habían infectado pero no se habían enfermado. Los epidemiólogos de la influenza afirman cada diez años que ahora sí va a venir el gran brote, la gran pandemia. Después de dos pandemias no tan graves como la de 1918-19 –una en 1956, la “gripe asiática”, y otra en 1968, la “gripe Hong Kong”, que ocasionaron respectivamente un millón y cuatro millones de muertos–, en 1976 dijeron que esa vez sí venía la gran pandemia. Ese mismo año apareció una neumonía rara en algunos veteranos de guerra de Estados Unidos asociados en la Legión Americana; por ello se le llamó la “enfermedad de los legionarios”. El hecho es que en agosto o septiembre de ese año el presidente Gerald Ford anunció que los americanos mayores de cincuenta años iban a recibir la vacuna de la influenza, por consejo de las eminencias sanitarias. Se comenzó a vacunar en octubre y a mediados de noviembre se paró: muchos mayores de 65 años tuvieron una complicación que se llama síndrome de Guillain-Barré. Pues bien, tuve oportunidad de conocer a Gerald Ford siendo yo secretario de Salud, en 1994, cuando vino con su esposa Betty a abrir una sucursal de la Fundación Betty Ford para la desintoxicación del alcoholismo en Mazatlán. Le pregunté si el haber anunciado una vacuna y haberla detenido había tenido consecuencias políticas, y él, disculpándose por los efectos indeseables, dijo que sí. En lugar de verse como un benefactor, un estadista que había visto a tiempo las cosas, asustó a la población en vano y provocó un problema de salud a varios centenares de americanos, y obviamente eso tuvo costo político: entre otras cosas, Jimmy Carter le ganó la elección. En el caso mexicano, lo que hizo Ebrard no está mal desde el punto de vista de la asepsia y desde el punto de vista político y de sus pretensiones presidenciales –o eso cree él.
Regresando al tema anterior: imagino que la mayoría de las personas que han fallecido son pobres o muy pobres. Usted conoce una frase muy vieja de un neumólogo mexicano, de apellido Celis, que hablaba de la “patología de la pobreza”. Aunque la influenza, como usted dijo, no distingue entre pobres y ricos, los ricos por supuesto tienen más posibilidades de curarse que los pobres. ¿Qué podría suceder en el futuro para que no sólo las capas ricas tengan la posibilidad de salir adelante con tratamientos en general exitosos?
Los pobres que no tienen Seguro Social, y aun los que lo tienen, acuden tarde al médico, mientras que alguien con cierta capacidad económica prioriza la salud. Además, los medicamentos no estaban disponibles para todos porque se trataba de un virus desconocido.
En cuanto al futuro, en primer lugar, la producción mundial de la vacuna contra la influenza es, anualmente, de cuatrocientos millones de dosis, cuando somos 6,500 millones de humanos. ¿Habrá capacidad para hacerla? Y no sólo capacidad sino dinero, porque es cara. En segundo lugar, la producción del antiviral es una patente suiza, que vendió a la oms cinco millones de dosis; insisto: somos 6,500 millones de humanos.
El nuevo virus A/H1N1 es un indicio del cambio ecológico en el mundo. En Estados Unidos las granjas de cerdos ya no tienen cien animales sino quinientos o más. Se ha vacunado a las cerdas para que no tengan los virus habituales, y esto, como usted lo sabe mejor que yo, favorece la aparición de otro tipo de virus. Es decir, el cambio que el ser humano ha producido en el ambiente es muy grave. ¿Quién piensa que ganará la batalla en el futuro, los virus o la ciencia?
Yo creo que la ciencia ganará. Soy optimista porque ninguna enfermedad ha erradicado, hasta ahora, una civilización. La ecología es otra cosa; yo espero que seamos sensatos a tiempo para detener fenómenos como el calentamiento global. Pero la codicia a veces hace que esto se olvide. Sí, me da desconfianza la codicia humana, que es capaz de todo.
En algún sentido, México es ahora un país estigmatizado.
Si yo fuera secretario de salud de China, haría lo mismo que los chinos. Cerrar fronteras no impide el contagio, pero sí limita dos o tres semanas la aparición, tiempo que pueden utilizar para prepararse. Creo que hemos reaccionado hipersensiblemente a que nos hayan cerrado las fronteras; nosotros haríamos lo mismo si el brote hubiera ocurrido en Guatemala. Simplemente nos tocó a nosotros.
¿A usted le tocó como secretario de Salud confrontar alguna epidemia?
Dos: un repunte del sarampión y la aparición del cólera, con la suerte de que esa cepa del cólera era benigna y, al final, sirvió para varias cosas. Grandes ciudades que no cloraban el agua empezaron a clorarla. Veintisiete mil hectáreas sembradas con aguas negras se borraron. Yo soy el culpable de que ahora se tome agua embotellada innecesariamente. Cuando el papa Juan Pablo II llegó a Mérida el 15 de agosto de 1993, yo me imaginaba que sería el Apocalipsis: Mérida no tiene drenaje y se esperaba a unos doscientos mil peregrinos de Chiapas, Oaxaca, Tabasco. La gobernadora, Dulce María Sauri, mandó clorar el agua y se hizo gran propaganda para que la gente tomara cervezas y refrescos, para que hirvieran el agua. Las diarreas eran la cuarta causa de muerte en 1973, cuando yo empecé como coordinador del IMSS, y al terminar era la octava causa de muerte.
El sarampión fue un asunto mundial que no se conoció bien. Una vacuna es una imitación de la enfermedad, más benigna, y no la enfermedad en sí, por supuesto. Todo el mundo creía que con una aplicación de la vacuna estaba protegido para toda la vida, y no: aprendimos en 1991 que se necesitan dos, y ahora se aplican dos.
Y otra vez lo mismo: ¿por qué aquí los casos empeoraron y no en Europa? Fueron 170 mil los casos de sarampión en todo el mundo. Mientras que en el norte de África murieron trece personas, aquí se nos murieron más de mil. Creo que sí hay un elemento genético: la población mexicana, que es mestiza, no tiene más de veinte o treinta mil años. Con la llegada de los españoles, entraron el sarampión y otras enfermedades, como la viruela, lo que produjo un despoblamiento muy importante. Todavía en los años cincuenta se encontraron poblaciones paleolíticas en la periferia amazónica, núcleos de entre sesenta y ochenta personas que no se habían movido de la selva desde hace veinte mil años; les hicieron pruebas de anticuerpos y se descubrieron enfermedades presentes en el hombre desdes el paleolítico: herpes, hepatitis B, varicela, pero no sarampión, ni viruela ni influenza. Al año de que se descubrió a esta tribu, se murió más de la mitad por tuberculosis y alcoholismo, y cuando se les vacunaba contra el sarampión tenían una respuesta muy aparatosa, pues nunca habían tenido experiencia con ese virus. En México nos pasó un poco lo mismo, además de la limitación educacional, económica, cultural y nutricional.
Usted conoce como pocos el panorama de la salud pública en México. ¿Qué tanto hemos avanzado? ¿Cuáles son nuestros rezagos? ¿Aprobamos o reprobamos?
Hay un dato básico: la esperanza de vida al nacer. Hoy en México es de 76 años, en promedio. En 1930 la esperanza de vida de un oaxaqueño era de quince años menos que la de alguien del Distrito Federal; ahora es de tres años menos. Todavía es mucho, pero ya no es escandaloso. Tenemos mejor esperanza de vida que la India, China y Rusia.
Hay grandes diferencias en México, eso es una realidad: la delegación Benito Juárez tiene el nivel de desarrollo de Berlín, mientras que pueblos de Guerrero tienen el de Zambia. En descargo de los gobiernos del PRI, en setenta años, de 1930 a 2000, la población se sextuplicó, cosa que no ha ocurrido en ningún país del mundo, ni la India, ni China, ni Indonesia, ni Honduras, ni Nigeria. Sin embargo, se ha podido hacer algunas cosas. Que pudo haberse hecho más, y con menos dinero, eso es otra cosa.
La realidad es que en México las grandes diferencias sociales provocan que no pueda haber paz social duradera, y no se puede vivir así. ¿Cuál es la solución? No sé, educación, pero una educación diferente a la que tenemos, y eso va a tardar una generación, no un sexenio. Creo que lo más práctico sería que se impusieran más impuestos a la gente que tiene dinero, que, por cuestiones lícitas o ilícitas, termina no pagando impuestos.
Otro problema es el ánimo de lucrar de manera corrupta. Yo recibo cada año, desde que fui secretario, el catálogo de una compañía que vende yates de cincuenta o más metros; primero me daba coraje, ahora me da risa, que crean que por haber sido secretario seis años, subsecretario cuatro y coordinador de los Institutos Nacionales de Salud doce, yo puedo comprar un yate de cincuenta metros de eslora con tres cubiertas. Yo sí conozco ex secretarios honrados, pero tienen razón en desconfiar, porque la mayoría no lo es.
Usted habla de corrupción; yo agregaría impunidad, deshonestidad y falta de ética en un buen porcentaje de políticos presentes y pasados.
Casi toda la culpa es del gobierno, pero también de los mexicanos. Yo soy hijo de un inmigrante extranjero, japonés, y de una mexicana. Mi padre era un comerciante próspero que me enseñó lo que después leí en Otelo: el que me roba mi monedero o mi bolsa gana unas monedas que yo perdí; pero el que me roba mi honor no gana nada, y yo lo pierdo todo. Vi que mi padre trabajaba de sol a sol, y aprendí que lo que uno pide prestado hay que pagarlo, que hay que trabajar. Yo quedé huérfano muy pequeño, y mi madre, que era maestra de escuela rural, nos sacó adelante. Fui muy afortunado al tener esos padres y no se me ocurrió nunca en la vida tomar dinero que no fuera mío. Me ha ido bien, puedo vivir decorosamente, aunque no para comprar un yate, ni para cambiar de coche todos los años, ni para tener un guarura.
Nuestra corrupción tiene su origen en la Colonia y llega hasta el presente. El catolicismo nos ha hecho muy liberales: con una confesión queda uno limpio como agua bautismal. Los protestantes son distintos, piensan en la predestinación y viven angustiados, son más honestos. Sin ir más lejos, en estos días vemos los escándalos causados por el libro de Carlos Ahumada y por las declaraciones de Miguel de la Madrid.
Regreso a los cincuenta millones de pobres, entre ellos diez millones de indígenas. Trabajé mucho tiempo en hospitales de gobierno y conozco más o menos la geografía de salud de nuestro país, y me duele que no se universalice ese precepto que para mí debería ser el lema para cualquier Estado: la salud como derecho humano.
Sólo lo han logrado países muy educados, o países socialistas a un precio muy alto. El resto tiene una salud muy mala. Toda África, con la excepción de Sudáfrica; toda Latinoamérica, salvo Uruguay, Argentina, Chile y Costa Rica. Uruguay tiene tres millones de habitantes; Argentina tiene alrededor de cuarenta millones, con más de tres y medio millones de kilómetros cuadrados (incluyendo los territorios antárticos), y abona una tierra generosa en la que mataron a todos los indígenas. Esa fue la “epopeya” de Rosas: matar a sus indígenas. Chile es una población muy heterogénea que no tenía tantas minas ni riqueza natural y los inmigrantes crearon una rica cultura del trabajo que sigue hasta nuestros días. Brasil está mejor que México a nivel industrial, pero tiene una desigualdad incluso mayor que la nuestra. México no tiene muchos valles agrícolas y el norte es desértico o semidesértico. Los indígenas son discriminados desde hace quinientos años y solemos pensar que nosotros ya no seguimos con ello, pero es falso. Te lo dice alguien casado con una chiapaneca rica de San Cristóbal de las Casas. Yo haría con la corrupción lo que se hace con las escaleras: se barren de arriba para abajo. Que agarren a los peces gordos y no al miserable que roba carteras.
¿Políticos vivos y en activo?
Por supuesto, y de todos los partidos. ¿Cómo pueden tener ese dinero? No se sacaron la lotería, no heredaron de un tío rico, no se encontraron una mina de oro, y a ver, ¿qué impuestos pagaron? Yo estoy por cumplir 85 años. No creo que vea un México mejor, pero traté de hacer algo cuando tuve la posibilidad de hacerlo.
¿Cree usted que se creará una vacuna que termine con la corrupción y con la impunidad en México?
No. ~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.