Arqueología del futuro

Todo lo que amamos y dejamos atrás

Elisa de Gortari

Alfaguara

Ciudad de México, 2024, 296 pp.

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

A estas alturas, de las profecías mayas a La carretera (2006), de Cormac McCarthy, el fin del mundo se ha anunciado tantas veces que, más que una catástrofe angustiante, acabó siendo un subgénero literario más o menos previsible. Todos los apocalipsis se asemejan y, si por fin nos toca presenciar el definitivo, nos parecerá, en el mejor de los casos, un buen remake. Claro que hay diferencias, y bien podríamos contrastar el minimalismo despiadado de Plop (2002), de Rafael Pinedo, con la apacible hecatombe de Las puertas del reino (2005), de Héctor Toledano, por mencionar las dos novelas precursoras de esta ola en la literatura latinoamericana. Sin embargo, casi como una fatalidad, las estrictas reglas del subgénero ya estaban allí: describir la organización de una nueva sociedad, aludir al desastre y al orden anterior del que cada vez quedan menos rastros, centrarse en los vínculos afectivos de los protagonistas y plantear una misión que permita desarrollar el arquetípico viaje del héroe. Cada distopía enfatiza alguno de estos componentes, pero no puede escapar del resto, condenada a siempre perseguir a los mismos cuatro jinetes.

La mayoría de las obras que conforman un subgénero literario se pliega a sus reglas, como homenaje o como muestra de obediencia. Otras, sin embargo, aprovechan estas reglas como sostén para decir y hacer algo más, algo diferente. En literatura, escapar de la tradición es imposible, y quienes claman su originalidad a los cuatro vientos simplemente anuncian que ni siquiera se enteraron de a quién copian y qué discursos repiten. El escritor que se enfrenta a un subgénero –todo texto pertenece a uno– tiene dos opciones: usarlo o ser usado por él, dependiendo de si lo encara como una página ya escrita o como una hoja en blanco. Cuando mejor se emplean, los componentes de un subgénero son un medio y no un fin en sí mismos, poco más que una excusa para hablar de otra cosa, de lo que realmente importa. Pero estos casos son más bien excepcionales. Sorprende, por ello, en un corpus saturado y diríase que agotado, como es el de la distopía, la publicación de Todo lo que amamos y dejamos atrás, de Elisa de Gortari (Ciudad de México, 1988), una novela que radicaliza y cuestiona la esencia del género al que se adscribe y, al mismo tiempo, lo explota para expresar algo más.

Lo radicaliza porque dobla su apuesta. Si en una distopía tradicional existen dos mundos –el viejo, idealizado, que terminó de golpe debido a un cataclismo, y el nuevo, que normalmente oscila entre el caos y el totalitarismo–, en la novela de De Gortari existen cuatro. El primero de ellos es el nuestro, apenas como una lejana leyenda de la que permanecen algunos vestigios inesperados, ya sea la referencia a una canción, las ruinas de un edificio, un aparato oxidado que alguna vez representó la última tecnología, el periodismo, el mole xiqueño o los topónimos, que, como lo podrá comprobar quien lea cualquier mapa, son las únicas palabras que suelen sobrevivir de las lenguas muertas y los seres que alguna vez las hablaron. El segundo de ellos es, quizás, el mundo en el que estamos entrando, dominado por la inteligencia artificial y en el que existe una renta universal, pero en el que pervive la desigualdad y son frecuentes los atentados luditas. El tercero –el menos logrado a mi parecer– es un mundo virtual, donde habita el padre de la protagonista como una conciencia (“un fantasma de electrones navegando entre circuitos”) que guarda todavía cierta conexión con la realidad. Y el cuarto y último es el nuevo mundo, el del día después de la catástrofe, que parece conjugar varias de nuestras tragedias –la crisis de los migrantes, la ausencia de un Estado que provea servicios sociales, el militarismo y la delincuencia–, pero sin tecnología, lo que lo dota de cierta torpeza e insólita apacibilidad.

Pero la novela también radicaliza el género, y esto es lo más importante, porque no se contenta con exagerar los problemas contemporáneos para desembocar en la distopía, sino que parte de ella para rescatar lo que vale la pena de nuestro mundo –de cualquiera–, en este caso representado por la música. Grijalva, la protagonista, era una intérprete e investigadora musical obsesionada por rescatar la obra de Bruno Montané, un compositor olvidado. Tras la devastación, sigue con su labor de rescate, pero ahora de toda la música perdida a raíz del cataclismo. Es la música, de hecho, la que al final cohesiona las subtramas de la novela y por medio de la cual los personajes –cada uno desde una esfera distinta– establecen los vínculos más cercanos. Pero no se trata de la música concebida como una abstracción o un arte casi divino, no: su valor radica en lo que significa para los personajes y en lo que los impulsa a hacer. Porque, en última instancia, el objetivo de todos ellos es rescatar la música, de manera literal, cuando hablan de partituras transcritas a mano, de canciones reproducidas en elepés con aparatos improvisados y de la obra de compositores olvidados, pero también de manera simbólica, con todo lo que ella significa, de la memoria a la expresión artística.

Al final de la lectura, el valor que adquiere la música –el fundamento secreto de la novela– es tal que la trama pasa a un segundo plano, aunque no por ello deja de ser sugerente. La periodista Grijalva, acompañada de su hijo, viaja de la Ciudad de México a las costas de Veracruz para investigar una extraña enfermedad que hace a los niños expresarse como viejos y hablar sobre recuerdos ajenos. De Gortari aprovecha esta enfermedad para reflexionar sobre la supuesta individualidad de los recuerdos, en un entorno cuya colectividad se está poniendo de acuerdo para asentar su impresión sobre el pasado y el presente y, a partir de ello, empezar a imaginar un futuro. Igualmente sugerente resulta el apocalipsis imaginado por la autora, que sirve como soporte para que la escritura transcurra, y no como su centro. A partir de un desastre cósmico y nuclear –como si la humanidad y la naturaleza al fin se hubieran puesto de acuerdo en algo–, a la Tierra la rodean unos anillos similares a los de Saturno. Ya no hay noche ni oscuridad, sino un atardecer perdurable en el que tampoco existe la electricidad, lo que obliga a los habitantes de estas costas a regresar a la artesanía, es decir, a moldear la realidad con sus propias manos.

Me veo tentado a decir que así también es el estilo de la autora, artesanal, pues conjuga el cuidado de la prosa con la sorpresa de los significados que surgen de ella. A la vez que hace avanzar la trama, De Gortari se permite la evocación metafórica y el descubrimiento verbal, en una novela que después de todo habla de mundos perdidos, pero sobre todo de mundos reconstruidos. Si la distopía suele ser pesimista por naturaleza, aquí las cosas son diferentes: qué mejor ocasión para reinventar la realidad que hacerlo tras el fin del mundo. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: