La forma del monstruo. Carta abierta a Guillermo Del Toro

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Estimado Guillermo del Toro: le escribo para decirle tantas cosas y por alguna hay que empezar. Por qué no entonces por ese momento tan celebrado –en la rueda de prensa, luego de que ganase el Globo de Oro a mejor director por La forma del agua– en que una periodista de nombre caucásico pero a sueldo de una agencia de noticias china (detalle muy suyo) le preguntó, entre maravillada y confundida, cómo se las arreglaba usted para hacer comulgar la oscuridad y el terror de sus películas rebosantes de monstruos a los que ha jurado fidelidad eterna con ese aire de persona feliz y adorable que parecía ser usted en la vida real, a este lado de la cámara y pantalla. Su respuesta, Del Toro (repuesta ocurrente y sincera y en el acto, con un impecable sentido del timing, y que enseguida corrió como pólvora virtual y digitalizada y más rápido que Speedy González por las redes sociales), fue “Soy mexicano”.

A partir de entonces, claro, alud y tsunami de tuits de patrióticos patriotas de su país de origen. Y –siendo yo un más bien desencantado argentino al que, además, no le interesa el fútbol y por lo tanto se pierde la que acaso es la única oportunidad de dar saltos en masa con sus connacionales– lo cierto es que a mí siempre me impresionó el patriotismo mexicano. Eso de lanzar un grito casi primal el Día de la Independencia y, al mismo tiempo, el depender tanto no de la amabilidad de los extraños a la que se refería Blanche DuBois sino del cambiante humor de los bipolares al norte del Río Grande.

En cualquier caso, su “Soy mexica- no” –que a poco estuvo de provocar el desenfunde colectivo de pistolas a disparar al aire por narcos, el trompeteo frenético de mariachis, y las lágrimas en esas abuelas desde niñas y los aleluyas en esas monjas de fe invulnera- ble pero también tan enamoradizas en vuestras telenovelas– a mí me pareció que había sido comple- tamente malinterpretado por sus connacionales. Porque me parece que ese “soy mexicano” trasciende lo meramente geográfico y me alcanza a mí, argentino de nacimiento, pero también mexicano por (de)formación en más de un sentido y destino. Y es que el “soy mexicano” suyo es, me parece, una mexicanitud intoxicante y contagiosa y diferente y universal. Que es la que también incluye a tantos mexicanos por opción y afición como yo quien, nada es casual, está casado con una mexicana de Guadalajara y tiene un hijo nacido en Barcelona pero con una de sus dos nacionalidades siendo la que usted ya imagina. Ese “soy mexicano” de usted es el que parte y llega al México sincrético y mutante y aztecatólico. El México de los demenciales giros argumentales en las telenovelas ya mencionadas. El México de la revolución vertiginosa y de la cámara lenta cotidiana. El México de las momias de Guanajuato en aquel cuento oto- ñal de Ray Bradbury o el de las esqueléticas caricaturas del sensacional sensacionalista José Guadalupe Posada. El México de los luchadores enmascarados. El México de la propaganda/cupón de los Sea Monkeys y del curso de Charles Atlas en las espaldas de las revistas traducidas por Editorial Novaro a ese español esperántico que es el de los cómics y el del doblaje de series de tv y de dibujos animados. El México de pirámides con escalones encerados en sangre. El México como sitio donde dejar de ser (como Ambrose Bierce, como B. Traven, como Arthur Cravan) al que huyen tantos epifánicos “bandidos yanquis” al final de sus correrías (el México donde se opera y cambia su rostro el triste y solitario y final Terry Lennox de El largo adiós de Raymond Chandler). El México que al otro lado del océano limita con el Japón de Godzilla y su pandilla de kaijus radiactivos. El México que contiene a esa metrópoli cthulhuiana y tentacular y gelatinosa alguna vez conocida como df (y nada me extraña más que uno de los proyectos suyos más queridos y hasta ahora frustrados sea En las montañas de la locura de H. P. Lovecraft). El México de todas esas grandes novelas mexicanas escritas por extranjeros que pasaron por allí como Lowry & Greene & Kerouac & Burroughs & Bolaño & etc., y el México en el que todos filmaron y pintaron y cantaron (en este sentido, México es el país que más se parece a la portada de Sgt. Pepper’s lonely hearts club band). El México que, antes y después de todo, acaba configurando una de las formas tan nobles como bestiales de lo monstruoso y cuyos mejores artistas siempre son, de un modo u otro, monstruicanos como usted.

Más allá de dónde transcurran y del idioma que hablen esos mecanismos inmortalizantes y adictivos, esas cucarachas XXL, esas bombas durmientes, esos laberintos como puntos de fuga, esos negros vampiros mestizos y ese avión lleno de muertos a revivir con un nosferatu como exceso de equipaje, ese demonio rojo, esos robots gigantes y esos pequeños caza-trolls, esa mansión embrujada. Y ahora ese sudaca y exitoso pariente más o menos cercano del monstruo de la Laguna Negra a la que, estoy seguro, usted y yo viajamos en nuestras infancias. Fascinados por el disfraz de la criatura (cuyo maquillaje estudiábamos a fondo en algún ocasional y atesorado ejemplar de la revista Famous Monsters of Filmland que llegaba a nuestras zarpas y pupilas y leo por ahí con cierta envidia que es usted el orgulloso poseedor de varias casas/depósito donde cobija reliquias fantásticas à la Forrest J. Ackerman), pero también encandilados por la blancura del traje de baño de Julie Adams. Una infancia, sí, en la que nos tapábamos los ojos pero con ojos en las palmas de las manos. Sin fronteras, porque los monstruos clásicos no son solo de la Universal: lo monstruos también te hacen universal.

Escribo estas líneas luego de salir del cine de ver La forma del agua junto a mi hijo de once años (fan suyo que apenas le reprocha el ser responsable de la única película que le dio miedo y pesadilla, Mimic; siendo mi hijo un curtido y valiente disfrutador de Aliens, Predators y engendros de toda índole) y de haber sido muy feliz por un par de horas. Feliz de que usted se haya salido con la suya y que eso no le haya evitado premios y candidaturas y respeto y afecto y acaso lo más trascendente: poner a un monster sanador en lo más alto, junto a esas biopics con enfermos siempre oscarizables o a cualquier cosa que haga Meryl Streep este año. En lo suyo, Del Toro, el monstruo es Dios.

Y algo me dice (le llevo a usted poco más de un año) que nuestras respectivas infancias fueron irradiadas por un mismo rayo invasor y extraterrestre; usted hizo lo suyo bajo su influjo y yo hice lo mío. Y supongo que mi novela más mas deltoroesca se llama El fondo del cielo (y no se prive de filmarla cuando tenga un tiempo libre, ja, ¿ja?); pero antes que nada hago votos y cruzo los dedos y toco madera para que él éxito obtenido con esta versión suya de la no tan Bella y la no tan Bestia le financie finalmente la expedición tan deseada por todos a la necronómica Antártida donde Los Antiguos Primordiales llevan años esperando ponerse a sus órdenes con un luz y sombras y cámara y acción y tekeli-lis.

Sin más –y con saludos de mi hijo Daniel– gracias por todo lo que vino y lo que vendrá; y hasta la próxima vez que volvamos a encontrarnos en la luminosa oscuridad.

Que sea pronto, por favor.

R. F. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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