La guerra infinita

La reactivación del franquismo, impulsada por la izquierda y ayudada por la inacción de la derecha, sirve para deslegitimar la democracia española y sus instituciones.
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En 1964 se estrenó en todas las capitales de provincia de España el documental titulado Franco, ese hombre. Once años antes de que el dictador falleciese, el régimen celebraba los fastos de los “25 años de paz”. Un cuarto de siglo de franquismo que el propio Caudillo deseaba sirviese, entre otras cosas, para presentarse ante la sociedad española de un modo diferente, como un dirigente paternal, casi patriarcal. Se trataba de superar el belicismo y la rudeza que connotaban su personalidad para ofrecer otra distinta, más cercana y, sobre todo, más sentimental. Difícil propósito el de un Generalísimo cuyo rasgo temperamental más acusado era el de la frialdad y un hieratismo que le acompañó toda su vida y solo se matizó en sus tramos finales, como cuando el hombre providencial se rompió emotivamente y lagrimó en público el 1 de octubre de 1975, al tiempo que la enfermedad mostraba la imagen de su senectud vencida. Lo que no le impidió firmar –y se ejecutaron dos meses antes de su fallecimiento, en septiembre de 1975– cinco penas de muerte a condenados por delitos terroristas, tres miembros del FRAP y dos de eta. Un final de régimen crudelísimo que mostraba, además, su extrema debilidad aplicando la pena capital –fusilamiento– cuando unos años antes, en 1970, se conmutó la pena capital a los condenados en el célebre consejo de guerra de Burgos. Entre ellos, a dos encausados que resultaron luego decididos luchadores contra el terrorismo: Eduardo Uriarte Romero y Mario Onaindia Natxiondo.

La dirección del documental sobre la trayectoria de Franco se encomendó a José Luis Sáenz de Heredia, el mismo que dirigiera también Raza, un filme patriótico, inspirado en un texto del dictador escrito bajo el seudónimo de Jaime de Andrade y que fue adaptado por el propio director y Antonio Román. La película se estrenó en 1941 y se retocó suprimiendo algunas secuencias y se alteró el título (Espíritu de una raza) para adaptarla a las circunstancias internacionales en 1950. Ambas cintas delimitan un periodo significativo del régimen de Francisco Franco y delatan que la propaganda de aquellos tiempos ya intuyó que la gran pantalla era un extraordinario vehículo de adoctrinamiento ideológico. Al término de la proyección de Franco, ese hombre, el público aplaudía con más o menos fervor como expresión de adhesión al Generalísimo. El aplauso, el flamear de pañuelos ante su presencia frente a grandes masas en acontecimientos públicos y el rítmico grito de reiterar su apellido –¡Franco, Franco, Franco!– a voz en cuello eran un termómetro de la vibración emocional al que el régimen otorgó siempre un especial valor simbólico.

El 27 de septiembre de 2019 –56 años después del estreno de Franco, ese hombre– Alejandro Amenábar, uno de mejores directores del cine español de los últimos lustros, estrenó Mientras dure la guerra, un filme que él mismo ideó con la colaboración de Alejandro Hernández y que retrataba con criterios históricos cuestionables al Miguel de Unamuno rector de la Universidad de Salamanca que en los primeros meses del Alzamiento en 1936 se adhirió al golpe contra la República para, poco después, sumido en el desconcierto y en sus propias contradicciones, impugnar radicalmente lo que consideró en su inicio –el 18 de julio de aquel año– un levantamiento necesario para recuperar a España de un situación que llegó a definir como “caótica”.

La cinta de Amenábar presenta también figuras protagonistas de la Cruzada como las de los generales Cabanellas, Mola o Millán Astray. Y por supuesto, la de Francisco Franco, al que perfila como un personaje tímido pero taimado, dubitativo pero calculador, ambicioso pero cauto. Le adjudica una voz aflautada y casi cómica –que no logra, sin embargo, imitar la real del dictador, incoherente, por su timbre débil y cansino, además de apagado, con los rasgos de un carácter no precisamente quebradizo– y termina por componer un personaje enfangado en cierta ridiculez. Nada de todo ello resulta sorprendente entre las muchas versiones del Francisco Franco cinematográfico que a partir de los iniciales años ochenta del siglo pasado se han paseado por la pantalla de manera multiforme y variopinta aunque siempre crítica.

De la hagiografía a la caricatura

Lo llamativo –o así lo consideraron críticos y sociólogos– es que cuando las luces de la sala de proyección se encendían al concluir Mientras dure la guerra, una parte del público rompía a aplaudir por estímulos exactamente contrarios a los que motivaron las ovaciones a Franco, ese hombre. En los años sesenta del siglo pasado, eran de adhesión enfervorizada al inquilino de El Pardo; más de medio siglo después, el aplauso era de desafección y rechazo a una historia cinematográfica de buena factura en la que Francisco Franco aparecía como un personaje menor, risible y casi irrelevante y cuyo destino dictatorial fue más fruto de un conjunto de circunstancias autónomas a sus decisiones que a un designio personal perseverantemente deseado como fue el propio de otros dictadores del siglo XX.

Aplausos y aplausos, mediando entre aquellos y estos más de cincuenta y cinco años. La significación de las ovaciones de antaño y hogaño remitían la realidad de España a un vertiginoso flashback histórico, a una visión retrospectiva –aunque en sentido contrario– de nuestro pasado haciéndolo de nuevo presente y vigente como si se tratase, más que de un ejercicio de reflexión, de una continuación alentada por parte de una generación de jóvenes creadores y artistas de las hostilidades entre los españoles. Una suerte de belicismo posmoderno que se dirimía en las ovaciones de unos y en los boicots a la película de Amenábar instigados por otros, grupos nostálgicos del régimen franquista o por agrupaciones irrelevantes para la defensa de la memoria, por ejemplo, del general Millán Astray, fundador de la Legión. Ocurre que el metafórico salto de pértiga temporal entre una y otra película solo tiene una línea de continuidad: ni el Franco que es presentado hagiográficamente como el salvador de la patria en 1941 y 1950 respondía a la realidad de la trayectoria del personaje, ni su ridiculización es capaz de superar el propio hándicap que encierra esa distorsión crítica porque, a fin de cuentas, desconoce las verdaderas habilidades del dictador.

Sobre ese reiterado error de valoración de la figura de Francisco Franco han advertido los historiadores que de forma más solvente le han biografiado o han realizado una interpretación biográfica de su trayectoria. Paul Preston arranca su monumental obra sobre la vida y la obra política del Caudillo haciendo hincapié en el “enigma” que representa su figura y advierte que “el que Franco se recreara en las disparadas exageraciones de su propia propaganda parece reñido con los muchos relatos de testigos presenciales sobre un hombre que era tímido en privado y se mostraba cohibido e incómodo en las ocasiones públicas. Asimismo, su cruel política represiva parece estar en contradicción con la timidez personal que hizo que muchos de quienes lo conocieran comentaran lo poco que coincidía con su imagen de un dictador. De hecho, las ansias de adulación, la fría crueldad y esa timidez que trababa su lengua eran manifestaciones de un agudo sentimiento de inadaptación”.

Y añade el historiador británico:

Los exagerados juicios del Caudillo y sus propagandistas se encuentran en el otro extremo de la visión que la izquierda tiene de Franco como un tirano cruel y poco inteligente que se hizo con el poder gracias a la ayuda de Hitler y Mussolini, y que sobrevivió cuarenta años gracias a una feroz represión, necesidades de las grandes potencias y suerte. Este punto de vista se acerca más a la verdad que los exaltados panegíricos de la prensa falangista pero tampoco explica demasiado. Quizá Franco no fuera el Cid, pero tampoco fue tan negado ni tan afortunado como sugieren sus enemigos.

En esa misma línea, Juan Pablo Fusi Aizpurúa realiza una advertencia previa en su “interpretación biográfica” del dictador, publicada diez años después de su muerte:

La hagiografía franquista no ha querido nunca plantearse el que fue el gran problema del régimen de Franco: que careció siempre de verdadera legitimidad moral ante la conciencia liberal y democrática del mundo contemporáneo, por su origen (alzamiento militar, guerra civil) y por su naturaleza autoritaria y represiva. Y la literatura de denuncia del franquismo –que puede ser, contra lo que parece, una forma de comodidad intelectual– elude, a su vez, plantearse problemas no menos inquietantes, como la voluntaria y duradera acomodación de muy amplios sectores de la sociedad española en el franquismo, la estabilidad casi inatacable de este durante varias décadas, la debilidad de la oposición, la formidable transformación de España y de su Estado desde 1939 a 1975.

La conspiración del encargo revisionista

La nueva vigencia de Franco en la vida española no responde a un propósito académico, de escrutinio de las claves de su régimen, del porqué de su larga estancia en el poder y del extraordinario mérito colectivo de haber transitado de un sistema autoritario (según definición de Juan José Linz), para otros dictatorial e, incluso, genocida, a otro democrático y constitucionalizado con las técnicas más avanzadas de implementación de los derechos y libertades, la descentralización del poder y la triangulación del sistema con un jefatura del Estado titularizada por un rey en una monarquía parlamentaria. Muy por el contrario, la producción cinematográfica de los últimos años (en 2019, la propia película Mientras dure la guerra y La trinchera infinita han contribuido, entre otros filmes de menor repercusión, a la ambientación sofocante de la presencia retrospectiva del franquismo en la vida política española) ha acompañado los propósitos del revisionismo de los pactos constitucionales de 1978.

No es cierto que la producción cinematográfica en España –como se ha denunciado con visceralidad– se haya volcado en películas sobre la Guerra Civil y el franquismo, siempre desde la perspectiva hipercrítica. Porque la realidad es que las cintas de esa temática no alcanzan porcentajes superiores al 2% de las que se han producido en nuestro país en los últimos tres lustros. Tampoco responde a la verdad que estas películas obtengan del Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA) mayores subvenciones, o que su concesión no responda a criterios objetivos. Igualmente, distorsiona la realidad esa generalización de que nuestro cine es izquierdista –en la jerga actual de los portavoces más hostiles, rojo y progre– porque la mayor producción responde a géneros de entretenimiento y, en particular, a comedias.

Sin embargo, sí es una percepción acertada que la dimensión cualitativa de esos filmes sobre la Guerra Civil y el franquismo –siempre desde una misma perspectiva que no es tanto crítica como exenta de un rigor constructivo, a salvo de algunos basados en guiones de novelas magníficas como Soldados de Salamina de Javier Cercas o Los girasoles ciegos de Alberto Méndez– ocupan un gran espacio mediático y una multiplicada resonancia en el endogámico ámbito del sector de la cinematografía que explica la militancia en la aversión por parte de un sector de la sociedad española hacia el mundo del cine en nuestro país. Añádase que, tanto en España como en otros países, los profesionales más emblemáticos del sector tienden a manifestarse mucho más en términos políticos que profesionales, en lo que se ha constituido un paradigma según el cual la cinematografía ha de responder a criterios “progresistas” y ha de expresarse en esos fastos en los que unos se premian a otros, escaparate de vanidades y prodigalidades indumentarias, exhibición de joyas y de poderío económico, siempre en clave de denuncia de toda clase de injusticias si bien de una manera a menudo sectariamente selectiva.

Existe la convicción de que en los últimos años la producción de cine con temáticas relativas a la Guerra Civil y al franquismo forma parte de una estrategia de una parte de la izquierda española –incluso si esa colaboración pudiera ser inconsciente– para frustrar los logros de la superación del idiosincrásico enfrentamiento entre los españoles que serían enrolados, de nuevo, en dos bandos: los de derechas (frecuentemente, fachas) anegados en la nostalgia del franquismo a pesar de haber logrado salvar aquel régimen de la exigencia de responsabilidades políticas y penales en 1978; y los de izquierdas o progresistas que hubieron de comulgar con ruedas de molino en aquellos años de tránsito vigilados por unas Fuerzas Armadas aún empapadas por el afecto al entramado político de la dictadura, con una judicatura enfeudada en complicidades inconfesables con el autoritarismo franquista y una clase dirigente empresarial y plutocrática que supo colocar un pie en la orilla del viejo régimen y el otro en el de la nueva democracia. Y el escaparate inevitable de ese registro ideológico dominante en el cine español sería la gala anual de los premios Goya ante cuya audiencia se zahieren las políticas conservadoras y se apuesta por las de izquierda y progresistas.

Evitando la hemiplejia valorativa al contemplar este panorama, es forzoso reconocer que ninguna imagen resultó más elocuente que la presencia del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, ataviado con un convencional esmoquin, en la gala de los Goya de 2018, no tanto por su asistencia como por su sometimiento –nada habitual– al dress code del festejo y al que el líder populista no suele ajustarse, ni aun ahora que ostenta la vicepresidencia segunda del Gobierno. En la misma línea, la adhesión de Pedro Almodóvar a la persona y las políticas de Pedro Sánchez en la entrega de esos premios en la edición de 2019 –en presencia del presidente al que las cámaras de televisión dispensaron una generosísima atención– agudizó la sensación de parte en la que se mueven los grandes prescriptores de nuestro cine. Al tiempo que alimenta la sospecha de que concurren con la izquierda gobernante en el plan revisionista del statu quo constitucional.

Debe admitirse que la Guerra Civil española ha excitado la creatividad cinematográfica, pero también la literaria. El fallecido historiador y ensayista francés Jean Lacouture sostuvo que la contienda fue “la guerra de los escritores”, añadiendo que “no ha habido conflicto que haya interesado tanto a los intelectuales de todo el mundo, ni siquiera la Segunda Guerra Mundial”, para pasar a citar después a autores que no pudieron sustraerse a la fascinación del enfrentamiento fratricida español: Pablo Neruda, Ernest Hemingway, George Orwell o André Malraux. La sugestión literaria –relato histórico, ensayo y teatro– en la temática bélica española y de la posguerra dispone, sin embargo, de un registro mucho más amplio y riguroso que el de la producción cinematográfica y el compromiso de la inmensa mayoría de los autores de géneros historiográficos y de análisis es más académico, ecuánime y, sobre todo, desprovisto de una intencionalidad convergente con la estrategia política del momento en España. Incluso los autores que se han abonado a la ficción basada en aquellos hechos, aun convirtiendo retazos de hechos reales, ciertamente acontecidos, con fabulaciones verosímiles que albergan tesis de fondo ideológico, no parecen nunca vinculados a objetivos políticos. O, en otras palabras, no han entrado en complicidad con poderes revisionistas.

El muerto vivo

¿Es la resucitación del franquismo un ariete para abatir el modelo constitucional de 1978? Si no lo fuera, lo parece. Y si lo parece y responde a un designio político instrumental para iniciar un fin de ciclo del vigente modelo y forma de Estado, ¿cuándo y por qué surgió en la izquierda que lo apadrina en coordinación efectiva con fuerzas políticas que se mueven en el margen mismo del perímetro constitucional, sean los independentistas catalanes o el abertzalismo radical de los que antes blindaron civilmente las acciones terroristas de eta e, incluso, el nacionalismo vasco eufemísticamente tenido por moderado y que ha logrado liquidar la presencia del Estado en Euskadi?

La respuesta no es demasiado obvia pero sí muy coherente. Hay que retrotraerse a los trágicos atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, a la derrota electoral del Partido Popular en las elecciones del día 14 de ese mismo mes que ganó el PSOE de Rodríguez Zapatero tras una legislatura popular con mayoría absoluta y a las subsiguientes teorías de la conspiración. Más allá de la literalidad de suposiciones, estas versiones excéntricas jamás superaron el listón de la verosimilitud y acabaron desmanteladas por las sentencias de la Audiencia Nacional (31 de octubre de 2007) y del Tribunal Supremo (17 de julio de 2008) que adjudicaron la autoría de la terrible matanza a terroristas yihadistas. Pero, aun con verdad judicial de por medio, estas tesis incorporaron un temerario discurso político de deslegitimación de la victoria del PSOE articulado en una campaña en la que participaron irresponsablemente medios de comunicación, y a través de ellos la propia jerarquía eclesiástica y determinadas fuerzas sociales. La derecha, el Partido Popular –en aquel entonces no había otra–, dirigida desde diciembre de 2003 por Mariano Rajoy, no evaluó correctamente las consecuencias de arrojar sobre el socialismo español la sospecha de una insidiosa operación, de proporciones extraordinarias, para cambiar el rumbo de los acontecimientos políticos en nuestro país a partir de la perpetración de un atentado terrorista de efectos sobrecogedores.

Los que alentaron la tesis de la conspiración atribuyeron al Partido Socialista la instalación en España de un nuevo régimen que propalaron como el régimen del 11M, remoquete en el que, aún hoy, insisten. Basan la seguridad de esa mutación en que la nueva generación de socialistas que accedió al poder en marzo de 2004 –y volvió a hacerlo en marzo de 2008– estaba desenganchada emocionalmente del significado de la transición y desvinculada de los compromisos que aquella conllevaba. Más aún: que no aceptaba los términos del pacto constitucional, la importación de la dictadura a la democracia de determinadas instituciones de marchamo franquista (la monarquía, por ejemplo, pero no solo) y que le resultaba insoportable que las peores expresiones del franquismo –el represivo, sobre todo– se hubiesen saldado con una ley de amnistía (octubre de 1997) a modo de punto final. En definitiva, el llamado régimen del 11m consistía en la gran revancha de la izquierda no concernida por los pactos transicionales para reformular el origen y luego el desarrollo de la democracia española. Sobre esta cuestión es de interés particular la tesis del exministro del PP, sociólogo y publicista de éxito José Ignacio Wert, que, en su libro Los años de Rajoy (2020) reconoce la torpeza de los populares que se obstinaron, dice, “contra la abrumadora evidencia en contrario, en buscar a eta donde eta no estaba” para añadir que en 2004 “los españoles que fueron a votar lo hicieron con un nivel razonable de información sobre el origen yihadista del atentado y, al mismo tiempo, muchos de ellos convencidos de que el Gobierno lo había ocultado deliberadamente”.

La ley de memoria histórica

La respuesta del socialismo de Rodríguez Zapatero –que otros suponen fue un propósito revisionista proactivo y no reactivo– consistió, efectivamente, en un cuestionamiento del statu quo. Y comenzó a fraguarse el concepto de memoria histórica, al que se dotó inicialmente de una voluntad reparativa, que luego ha derivado a otra revisionista. La primera pieza de esta nueva época –un elemento normativo que se considera ya imprescindible y, como se dirá, irá adquiriendo mayor radio de acción– fue la ley 52/2007, de 26 de diciembre, “por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura”. Una exégesis de esta ley llevaría estas páginas por derroteros que exceden su propósito, pero sin incurrir en una hermenéutica completa de la norma bien puede afirmarse que constituye una enmienda –al menos parcial– a las políticas de los gobiernos anteriores –entre ellos los socialistas presididos por Felipe González–, sin perjuicio de que aborde aspectos de justicia material –reparativos a las víctimas– bien diferentes a otras proclamaciones como las contenidas en el artículo 3º bajo el rótulo de declaración de ilegitimidad.

De no haberse cruzado la gran recesión que se inició en 2008 y que absorbió todas las energías del ejecutivo de Rodríguez Zapatero y alteró por completo las prioridades políticas y sociales de España –hasta el punto de tener que reformar en 2011 el artículo 135 de la Constitución incorporando la regla de gasto, una modificación, la segunda, del texto constitucional ejecutada en pleno mes de agosto y de manera precipitada–, el desarrollo de la ley de diciembre de 2007 se hubiese aplicado a un ritmo más rápido y, sobre todo, hubiera creado el ambiente de deslegitimación sistémica que ha alcanzado después tras dos modificaciones y determinadas decisiones del primer gobierno de Pedro Sánchez.

No obstante, el Gabinete de Zapatero despidió la legislatura en 2011 con la elaboración por una comisión de expertos de un informe “para el futuro del Valle de los Caídos”, dictamen cerrado el 29 de noviembre de ese año en el que, entre otras recomendaciones, se incorporaba una esencial: la exhumación del cadáver de Francisco Franco instalado en la abadía, y el desplazamiento de la tumba –ahora en lugar preeminente– de José Antonio Primo de Rivera para dejarla en pie de igualdad con las de otras víctimas de la contienda civil. Y aunque todos los expertos apostaban por el máximo consenso, solo tres de los doce (Feliciano Barrios, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y Pedro González Trevijano) discrepaban del desenterramiento del Caudillo alertando sobre las graves dificultades que conllevaría su exhumación y posterior inhumación.

La victoria electoral del PP por mayoría absoluta el 20 de noviembre de 2011 y la presidencia de Mariano Rajoy diluyeron los efectos de la ley de memoria histórica, tanto por la voluntad política del nuevo ejecutivo de no favorecer su desarrollo como por la persistencia de una situación cuasi estructural recesiva en España con graves consecuencias sobre el empleo, el tejido empresarial y la solvencia de nuestro sistema financiero. Pero, además de estas circunstancias, fue decisiva –y sigue siéndolo– la sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo de 27 de febrero de 2012 en la que absuelve a Baltasar Garzón –ya apartado de la carrera judicial– de un delito de prevaricación por la apertura e inicial tramitación de los llamados juicios de la verdad. La Sala, integrada por siete magistrados, con solo un voto particular concurrente de uno de ellos –Julián Sánchez Melgar–, absolvió al exjuez del delito que le imputaba el instructor, también magistrado del Supremo, Luciano Varela, pero estableció una doctrina en virtud de la cual quedaba vetada la indagación judicial penal de los denominados crímenes del franquismo aduciendo la concurrencia de prescripción de los mismos; fallecimiento de los eventualmente responsables y por efecto-veto de la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. El Supremo no cerraba la puerta a reparaciones de distinto orden, pero sí lo hacía a la búsqueda de responsabilidades criminales en tiempos de la dictadura.

Deslegitimar la democracia española

Pero el ariete del franquismo contra la legitimidad del sistema recobró fuerza con el relato independentista catalán según el cual la opresión de Cataluña tenía que ver con los resabios de la dictadura en las estructuras del poder político y judicial españolas, un argumento que el separatismo catalán, a partir de 2012, fue incorporando a su narrativa nacional e internacional hasta alcanzar una agresividad deslegitimadora de la democracia española que años más tarde, el 13 de octubre de 2017, sugirió a Antonio Muñoz Molina un artículo que es ya una pieza de culto en el periodismo político y de análisis. El autor del ensayo –tan premonitorio– Todo lo que era sólido tituló su pieza con una acertada contracción anglicista: Francoland. Sostenía que “una parte grande de la opinión cultivada, en Europa y América, y más aún de las élites universitarias y periodísticas, prefiere mantener una visión sombría de España, un apego perezoso a los peores estereotipos, en especial el de la herencia de la dictadura, o el de la propensión taurina a la Guerra Civil y al derramamiento de sangre”. Añadía Muñoz Molina que “la otra noche en Heidelberg, la víspera del ya célebre 1 de octubre […] tuve que repetir mi explicación con una vehemencia que me hizo sobreponerme al desánimo. Una profesora alemana me dijo que, según le acababa de comentar alguien de Cataluña, España era todavía Francoland. Le pregunté, tan educadamente como pude, qué sentiría ella si alguien decía en su presencia que Alemania es todavía Hitlerland”. El intelectual jienense remataba su pieza así: “Si, según su informante catalana, seguíamos en la tierra de Franco, ¿cómo era posible que Cataluña dispusiera de un sistema educativo propio, un Parlamento, una fuerza de policía, una radio y una televisión públicas, un instituto internacional para difusión y la lengua catalanas?”

El antifranquismo como una nueva y legitimadora militancia contra el Estado democrático y de derecho español ha sido y sigue siendo una constante en el secesionismo catalán al modo en que lo recogía Antonio Muñoz Molina. Al punto de que en febrero de 2019, Carles Puigdemont y Toni Comín, ambos fugados de la justicia española y procesados por graves delitos, desde su precario escaño en el Parlamento europeo enviaron una carta a sus colegas diputados en la que atribuían a los tribunales españoles –que el Gobierno de Pedro Sánchez se ha encargado de estigmatizar– una contaminación franquista que explicaría sus condenas, por supuesto, arbitrarias. Decían textualmente: “La agenda política y la jerarquía del sistema político español representa las reminiscencias del franquismo, supone una anomalía democrática, un ataque a nuestra libertad y una perversión de sus funciones que daña su imparcialidad y le permite usar y abusar de un instrumento puesto en sus manos por el pueblo.”

No parecería coherente reprochar a los dirigentes independentistas la malversación argumental del franquismo enquistado en el Estado cuando desde instancias del propio Estado se reinstala en el imaginario actual de la propia sociedad española la presencia rampante –holográfica– del dictador al punto de que el Gobierno que presidió Pedro Sánchez inmediatamente después de ganar la moción de censura interpuesta contra Mariano Rajoy el 1 de junio de 2018 anunció como una de sus primeras e imprescindibles medidas la decisión de exhumar al dictador del Valle de los Caídos. A ese fin, el ejecutivo sostenido en el Congreso por Unidas Podemos y todos los partidos independentistas y nacionalistas, modificó la ley de Rodríguez Zapatero mediante un Real Decreto-Ley (10/2018 de 24 de agosto) para facilitar el traslado de los restos mortales del Caudillo. La batalla entre el ejecutivo y la familia –y de por medio la Iglesia y la Santa Sede en particular– fue insomne y requirió una sentencia firme de la Sala Tercera del Tribunal Supremo. El interés del Gabinete de Sánchez en este asunto resultó prioritario y constituyó –sigue haciéndolo– una prioridad estratégica que va mucho más allá de la voluntad de reparación a la que en todo caso tienen derecho las víctimas porque intenta dos propósitos simultáneos: plantear a la derecha tantas contradicciones como sean posibles y horadar la legitimidad del sistema que, en último término, es también la pretensión de los socios de investidura del secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, esto es, Esquerra Republicana de Catalunya y eh Bildu. Aunque concurren en la intención depredadora del Estado, también otras fuerzas políticas como Junts pel Catalunya, el pnv y otros grupos que conformarían una contundente mayoría absoluta en las Cortes Generales.

Después de 44 años enterrado en la abadía del Valle de los Caídos y después de un proceso judicial, administrativo, diplomático y político laberíntico, Francisco Franco fue exhumado el 24 de octubre de 2019 a poco más de dos semanas de las elecciones generales que se celebraron el 10 de noviembre. Quizás por una burla del destino, el desenterramiento pareció a unos un acto de Estado por su solemnidad sobria con la presencia de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, ejerciendo su función de notaria mayor del reino; para otros, significó una imperdonable profanación y un expolio de los derechos de la familia del fallecido que, finalmente, tuvo que aceptar que los restos mortales del dictador reposaran en el cementerio de Mingorrubio en la localidad de El Pardo, junto a los de su esposa, Carmen Polo. El Gobierno, creyendo equivocadamente que el acontecimiento le depararía réditos electorales, impuso a tve un despliegue extraordinario: varias unidades móviles, más de una veintena de cámaras, decenas de profesionales y retransmisión a través de todos los canales de la televisión pública que emitió señal institucional para todas las demás. No obstante, la audiencia no respondió a las expectativas. El traslado del ataúd de Francisco Franco fue seguido por 7.107.000 espectadores. Solo un 4,8% más de los que atendían las pantallas de televisión el mismo día –jueves– de la semana anterior.

Inocuidad electoral y contaminación social

Según los sociólogos y analistas demoscópicos Francisco Camas García y José Pablo Ferrándiz (Radiografía de unas elecciones no deseadas), el 51% de los españoles estaba de acuerdo con la exhumación del Caudillo oscilando según los distintos electorados de los partidos: el mayor acuerdo lo expresaban los votantes de Unidas Podemos (86,9%) y el menor los del PP (11,8%), mientras que los de Ciudadanos resultaban también reticentes (33,6%). Los del PSOE expresaban su conformidad en un alto porcentaje pero no abrumador: el 64,6%. Ambos analistas apuntan con concisión que “los datos disponibles no registran evidencias significativas de influencia sobre el electorado, aunque fue un tema que gozó de gran presencia mediática durante toda la semana”.

La inocuidad electoral de la exhumación de Franco –frente a la gran incidencia que tuvieron esos mismos días los disturbios en Barcelona en protesta por la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que condenó por sedición y malversación a nueve dirigentes políticos catalanes por los hechos de septiembre y octubre de 2017 que culminaron el frustrado proceso soberanista– no resulta en exceso relevante. Se estaban consiguiendo los propósitos de expandir la toxicidad franquista para que se resintiesen los depósitos de legitimidad del Estado democrático de 1978. Y también en lo que concernía a la derecha: el ya citado José Ignacio Wert lo explicita de manera transparente: “Existe en buena parte de la sociedad española un prejuicio instalado acerca de la naturaleza antisocial de la derecha, vía su entronque –por remoto que pueda ser en la realidad– con el franquismo. Ese prejuicio parece inmune al paso del tiempo.” Este autor denomina la imputación de franquismo a la derecha desde la izquierda como reductio ad Francum, esto es, la utilización de la dictadura como arma arrojadiza y argumento de autoridad descalificatorio para las políticas conservadoras.

En el mes de enero de 2020 una encuesta de Metroscopia arrojaba un resultado desolador: el 40% de los consultados estaba en desacuerdo con la afirmación de que España fuese un “país plenamente democrático”, frente a un 58% que sí lo estimaba. Por partidos, los nacionalistas e independentistas retiraban el label de calidad democrática a nuestro país nada menos que un porcentaje del 89%, el 58% de los que decían votar a Unidas Podemos, mientras que los electores del PSOE, PP y Ciudadanos superaban el 75% en el apoyo a la plenitud democrática del país. No así los ciudadanos que votaban a Vox: el 53% negaba el carácter plenamente democrático de España frente al 42% que lo afirmaba. La suma de los diputados que representan en el Congreso a los escépticos sobre los asertivos es inquietante. Otro dato de ese sondeo suscita el mismo sentimiento de desazón: un 15% de los ciudadanos consultados no descartan que pudiera declararse “una guerra civil”. Vox rompe esa media discreta: el 37% de sus votantes sostiene que esa hipótesis es verosímil. Por lo demás, ese mismo barómetro ofrece una situación de claro malestar: la sociedad española, y en especial las generaciones más jóvenes, está connotada con expresiones como las de hartazgo, desconcierto, crispación e insatisfacción, inquietudes derivadas de las incertidumbres de la crisis en Cataluña, el extremo localismo que ha saltado como nuevo epifenómeno en las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019 y la preocupación por la calidad de la clase política que abona tentaciones iliberales.

La increencia progresiva en la autenticidad democrática del sistema político español continúa y persistirá porque el paradigma del debate público en España es el de la confrontación y el disenso con un espectro de fuerzas muy fragmentado que forma bloques poco homogéneos e inestables que retienen el poder –tanto a nivel general como autonómico– median te fórmulas frágiles. La gestión del multipartidismo es extraña a la clase dirigente española acostumbrada a deambular en un área de confort que termina por completar mayorías de gobierno con los nacionalistas cuando estos, en particular y sobre todo los catalanes, no habían mutado hacia posiciones de radicalismo y unilateralismo independentista. Ante la inepcia en el manejo, más complejo, de los mecanismos constitucionales y legales, parece haber arraigado con fuerza la alternativa de un exit del sistema, mediante una voladura controlada con el explosivo del vaciamiento de hecho de los mandatos constitucionales y la mecha del franquismo reactivado como gran coartada.

Esa es la razón por la que hay que mantener el voltaje de la tensión deslegitimadora a través de la reactivación del franquismo como excipiente para una fórmula de tránsito hacia otro modelo aunque no se sepa cuál sea. La reforma de la ley de memoria histórica que el grupo socialista en el Congreso presentó en enero de 2020 ahondaba en el revisionismo del espíritu transicional que intentó superar el pasado. La propuesta de este PSOE desvinculado de los pactos del 78 consiste en agudizar la fractura con aquella arquitectura institucional pero sobre todo cívica. Por esa razón, el texto que se planteó era para “desterrar definitivamente de nuestra sociedad el franquismo y todo lo que representó, como símbolo de la negación de aquellos valores” [democráticos, garantizados por la Constitución], dando por supuesto que los vestigios del régimen del Caudillo siguen, al menos en parte, vigentes en la realidad española respaldando así, no solo el discurso más extremista del independentismo catalán, sino aceptando como buena la tesis que en el mismo sentido mantienen fuerzas políticas fuera del ámbito de la Constitución.

¿Cuáles serían esos vestigios que el PSOE todavía observa en “nuestra sociedad”? Los títulos nobiliarios concedidos (y las condecoraciones) entre 1948 y 1977, pero no solo: también los que fueran otorgados con posterioridad que “representen la exaltación de la Guerra Civil y la dictadura”, de tal manera que el franquismo habría sido –estaría siendo– una especie de continuum subrepticio inoculado por instancias que, sin embargo, no se identifican pero se suponen, razón por la que el socialismo gobernante quiere instalar mecanismos de recuerdo permanente (El día de la memoria, lugares de la memoria, Consejo de la memoria). El concepto de memoria, es decir, de no olvido, está planteado no tanto como un ejercicio de reconstrucción de la conciliación perdida, obviando la que se recuperó en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco, sino como un factor de erosión de la cohesión social, en esencia, revanchista e instrumental. Importa poco al nuevo Partido Socialista que con esta reivindicación del pasado se enmiende su propio discurso de décadas anteriores porque es incluso conveniente a las intenciones neopopulistas de la plataforma de Pedro Sánchez que se destaque el corte histórico entre lo que él representa y lo que representaron los anteriores líderes de la organización.

El propósito adicional de completar ese asedio al imaginario franquista rampante en “nuestra sociedad” se intentó cerrar mediante un explícito reproche penal incluyendo en el Código la tipificación de su exaltación. Conformar un tipo específico resultaría incluir a los apologetas del Caudillo y su régimen entre los autores de lo que se denomina un hate speech, una forma de discurso de odio que según el Consejo de Europa abarcaría “todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia, que se manifiesten a través del nacionalismo agresivo y el etnocentrismo, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los inmigrantes o personas de origen inmigrante”. La advertencia de los juristas y la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo y de nuestros tribunales (Constitucional y Supremo) sobre la hiperpenalización de estas expresiones y de su colisión con la libertad de expresión, ha hecho desistir de introducir un delito específico, innecesario porque en la medida en que la exaltación de la guerra o de la dictadura lo sea también de la violencia o de la agresión al sistema democrático, el Código Penal cuenta ya con previsiones ad hoc perfectamente idóneas y suficientes para el reproche que estos hate speechs merecen.

El abrazo del oso a la monarquía

Todo este merodeo socialista sobre la memoria histórica, a favor de los criterios programáticos del populismo de Podemos y facilitador del discurso destituyente de los independentismos y nacionalismos vasco y catalán, lleva inevitablemente a la monarquía parlamentaria. Si de vestigios franquistas se trata, el mayor –en la lógica revisionista– sería el rey como Jefe del Estado por muy sometidas que estuvieran –y lo están– sus funciones a las normas del parlamentarismo. El rey Juan Carlos I fue designado por Franco a título de su sucesor por una Ley Fundamental del Movimiento Nacional y, por lo tanto, la Corona trae causa de una instauración franquista (no restauración en la medida en que la actual no es continuación de la que terminó con la salida de Alfonso XIII en 1931) mucho más que de los acuerdos constituyentes de 1978 en los que la forma monárquica del nuevo Estado democrático y su modelo territorial descentralizado en las autonomías (nacionalidades y regiones) fueron, con un amplio elenco de derechos y libertades, los pilares fundamentales de la transacción de las fuerzas políticas tras el fallecimiento del dictador. La embestida –sutil, en ocasiones, evidente, en otras– a la monarquía ha alcanzado una mayor virulencia con Felipe VI que en el reinado de Juan Carlos I. A fin de cuentas el rey emérito fue una figura fundacional de la democracia, un jefe de las Fuerzas Armadas que entre 1975 y 1978 tuvo en su mano todo el poder del régimen franquista que él volcó por entero en la Constitución convirtiéndose en ese motor del cambio que contó con la versatilidad de Adolfo Suárez, un posfranquista, y la conciencia histórica de los líderes de la entonces oposición que recondujeron a unos términos de practicidad democrática sus entendibles razones para la aversión a un acuerdo con los hijos de la dictadura. Un Santiago Carrillo, o un Josep Tarradellas, o un Juan Ajuriaguerra o un Ramón Rubial resultan ahora figuras de una dimensión extraordinaria pero que se van difuminando en los pliegues del olvido en contraste con la revivificación de la memoria que ellos desearon disolver en un proyecto ilusionante que podría haber sido solo –y así lo entiende Felipe González– en la anomalía de una anormalidad conciliatoria de la que regresamos a la normalidad del enfrentamiento. Algunas de las grandes figuras de la transición aún en activo en el debate público reivindican como contraargumento al revisionismo, el carácter “republicano” de la actual monarquía. En esa línea se ha manifestado de forma explícita el expresidente González (“prefiero esta monarquía republicana a una republiqueta”), historiadores como Jordi Canal (Una monarquía para el siglo xxi) o Javier Cercas, que atribuye a la Corona la sucesión de los valores republicanos del régimen que comenzó en 1931, planteando la verdadera cuestión de fondo: la calidad de la democracia y su extensión con independencia de la forma de Estado.

La monarquía parlamentaria, la figura del rey como Jefe del Estado, ha sufrido un fortísimo desgaste –como el del propio sistema– desde 2015. Desde su proclamación en 2014 Felipe VI ha tenido que enfrentarse a ocho rondas de consultas para la designación de candidato a la presidencia del Gobierno. Una función con limitaciones muy rígidas que ha servido para acreditar el margen escaso que le ofrece en el arbitraje institucional el artículo 99 de la Constitución, y también para mostrar de una manera casi institucionalmente obscena la hostilidad irreductible de grupos políticos (separatistas) que se han negado expresamente a reconocer el papel institucional de la Corona no asistiendo a la interlocución con el rey. No es tampoco despreciable el lenguaje referido al monarca (“ciudadano Borbón”) o la frialdad y distanciamiento hacia su magistratura del propio Pedro Sánchez que parece desarrollar un guion cuyo objetivo sería reducir la significación de la monarquía a la mínima expresión política. Podría estar consiguiéndolo a tenor de las expresiones reactivas de afecto al rey que manifiestan los portavoces de la derecha española que abrazan –como el oso a sus presas– la figura del monarca con la duda de si lo hacen por verdadera adhesión a su significado político e institucional o por contraponer su actitud a la del presidente del Gobierno.

El discurso de Felipe VI el día 3 de octubre, dos días después del referéndum ilegal en Cataluña, se ha convertido en la intersección del debate sobre la naturaleza de la presencia institucional de la Corona y sobre su funcionalidad. El aprecio popular hacia el Jefe del Estado es amplio. Lo muestra un sondeo no publicado elaborado por Metroscopia realizado en enero y febrero de 2020. Los consultados muestran una holgada aprobación del comportamiento del rey (68% frente al 30%), situándose en una línea de confort demoscópico de +38 puntos y logrando ser la figura más reconocida por los encuestados a solo cuatro puntos de Angela Merkel y el papa Francisco. El registro positivo para el Jefe del Estado es general sea cual sea la pregunta que se formule: lo es en la buena contribución a la imagen de España, a la estabilidad institucional, a la moderación y equilibrio políticos y al buen funcionamiento de la democracia. Sin embargo esta amplia legitimación social no se corresponde con el afán erosivo que se percibe claramente en una parte de la clase dirigente que juega con ciertas bazas a favor: la amnesia de lo que supuso la monarquía en la transición; el desconocimiento general de que los Estados monárquicos europeos lideren los rankings de calidad democrática y la propia del anacronismo consustancial a un mecanismo institucional hereditario que requiere, no solo de legitimación democrática –obtenida en el referéndum constitucional– sino la del esfuerzo permanente por lograr la derivada del ejercicio eficiente de sus responsabilidades constitucionales.

Se ha llegado a afirmar que la monarquía podría constituir una hernia en el tejido del sistema y que, por tanto, la cirugía que requiere el actual modelo constitucional comenzaría por alterar la forma de Estado. No parece una previsión inverosímil si la deriva de la izquierda española, la torpeza de la derecha, el radicalismo republicano de los independentismos periféricos y la indolencia social que se registra en las inquietudes referentes a este y otros temas cuajan en un futuro vuelco que bien podría apoyarse en la deslegitimación que oferta la resucitación del fantasma del franquismo. La monarquía parlamentaria se sustenta siempre en la fortaleza del consenso que le presta de forma constante el contexto institucional y en su propia capacidad para ganar un espacio público reconocible como de la competencia del monarca. En España no está consolidada ni la primera ni la segunda de las condiciones que anclarían la monarquía en una certidumbre de la que ahora carece. El propio agrietamiento del sistema, esa forma de impulsarlo a un tránsito hacia otro modelo deseado aun cuando se desconozca su definición precisa, impacta en la Corona porque todas las réplicas críticas de la sísmica constitucional afectan a su vértice. De ahí que la peor conversación política –por inducida que sea de forma artificiosa– sobre el franquismo desestabiliza suave pero constantemente al rey. La orfandad de la Corona podría llegar a ser desoladora cuando fallezca Juan Carlos I porque como referente sigue siendo válido más allá de las desafecciones que hayan generado los acontecimientos previos a su abdicación en 2014 y al hecho de que, efectivamente, la familia real durante los últimos años de su mandato se haya desestructurado casi por completo. Queda por ver si terminaremos contemplando un procedimiento de investigación penal contra el rey-padre ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Por lo demás, el estigma del franquismo rescatado para connotar el Estado democrático de 1978 dispone de factores ambientales favorables: la emergencia de los líderes iliberales que evocan a los dictadores del siglo pasado y el lenguaje que equipara, pese a distorsionarlas, categorías conceptuales muy diferentes. Los hombres fuertes al estilo de Donald Trump –otros en menor medida– evocan a un nuevo fascismo. No hay tal pero para determinada izquierda es funcional transmitir públicamente que esta generación de líderes reproduce lo que en España fue el franquismo, si bien lo hacen con circunloquios y recursos dialécticos que salvan distancia pero aproximan sensaciones.

El enfrentamiento para retener el poder

El lenguaje ayuda a este propósito porque el franquista es facha y tal expresión emparenta con la de fascista, lo que no deja de consistir en una banalización de la significación real de esta denominación, como ha advertido un historiador especialista en la materia como Emilio Gentile cuya reserva al respecto hay que tener en cuenta: “La omnipresencia de la palabra fascista, su constante vuelta, puede parecer la confirmación de la existencia de un fascismo perenne, sino incluso eterno. Pero no se trata de un verdadero retorno del fascismo en la realidad histórica, sino, como mucho y principalmente y sobre todo, del uso cada vez más elástico –podríamos definirlo así– de esta palabra.”

El fascismo perenne, el franquismo perenne, dos caras de una misma moneda que circula con profusión alterando, mediante una nominación “elástica” (fascismo) fenómenos políticos distintos que no pueden comprenderse aplicando esquemas de entendimiento perezosos en la observación de las variables que los componen. En España, sin embargo, la izquierda ha revuelto el baúl de los recuerdos para recuperar el franquismo deslegitimador del Estado democrático del 78, vinculando al fascismo de nuevo cuño que estaría encarnado en los liderazgos iliberales que crecen cada vez con más feracidad en las sociedades occidentales hasta el punto de que ninguna se libra ya de albergar partidos y grupos que tironean la democracia liberal casi convulsivamente. En este sentido, la irrupción de Vox en el escenario político español no es una respuesta nostálgica al franquismo sino a fenómenos actuales que reformulan viejos postulados del integrismo español en la misma línea del iliberalismo polaco, por ejemplo. La unidad de España, la inmigración y el discurso de género alimentan el voto radical y extremo que es también reactivo a la memoria histórica en la medida en que esos conceptos prescriben una sociedad con un esquema de valores diferente al actual en nuestro país. La izquierda, de modo irresponsable, no dejará de provocar estímulos para la contestación (y radicalización) de los actuales y potenciales votantes del partido de Abascal porque creen encontrar en el enfrentamiento –ya no en el consenso– la manera más eficiente de retener el poder.

Es obvio, por otra parte, que la derecha democrática española no ha hecho su trabajo, que consistía en eliminar los elementos circunstanciales, y alguno esencial, que evitasen el regreso al pasado del franquismo argumental. En 2011, con el dictamen de la comisión de expertos sobre el Valle de los Caídos, el gobierno del PP debió actuar en vez de meter aquel texto en el cajón y, de seguido, remolonear en establecer un cortafuego teórico e inequívoco con la dictadura. Pero esta omisión, entre otras muchas de la derecha, no explicaría por completo la estrategia de guerra infinita en la que el socialismo concertado con Podemos pretende codificar las claves del futuro democrático de España, en el que no se percibe ya un desarrollo del actual modelo constitucional sino un proceso destituyente sin perfilar pero al que se avanza con un paso corto pero decidido. Pedro Sánchez, tributario de una concepción novísima del poder en las democracias actuales, es un dirigente autócrata e iliberal. Forma parte de esa nueva generación de dirigentes políticos para los que las palabras carecen de densidad y están sometidas con naturalidad a una trayectoria efímera; los compromisos electorales están en función de su capacidad de encaramarle y mantenerle en el poder y los principios resultan volátiles y tornadizos, subordinados siempre a una sucesión de coyunturas. El personaje se corresponde con el de Pablo Iglesias en que alberga más convicciones –y más destructivas del sistema– que el socialista. El hoy vicepresidente –y mientras lo es– mantiene en su programa y ante la asamblea ciudadana de su partido la aspiración a una “república plurinacional y solidaria” porque entiende que tal planteamiento se deriva de la “pulsión constituyente” del 15m frente a las “fuerzas reaccionarias” cuyo paradigma resultaría el franquismo supuestamente enquistado en el Estado de 1978.

Más que de tiempos líquidos, deberíamos comprender que son gaseosos y que juegan con recursos cuya naturaleza ética y cívica se relativiza hasta alcanzar la más perfecta banalidad. Pero el significado de lo banal no equivale al de inocuidad. Remite a la irresponsabilidad que es, justamente, en la que incurre la izquierda que retrotrae a España a la virtualidad de una sociedad actual permeada de franquismo y de una derecha que no ha sabido –porque no se ha esforzado en intentarlo– destruir esa apariencia que, en ocasiones, parece que asume como si se tratase de una realidad. Quebrar la distopía de que los españoles estamos regresando al pasado será la única manera de mantener en pie la anomalía histórica de nuestra larga etapa de conciliación nacional.

Tarea nada fácil porque se ha creado el hábito cultural de incorporar a Franco a la narrativa contemporánea. Si las referencias a la producción cinematográfica lo revelan de una manera contundente, lo es tanto o más la iconografía. La gran atracción de la Feria Internacional de Arte Contemporáneo (arco) en su última edición (Madrid, febrero y marzo de 2020) fue la reproducción de una imagen del dictador dibujada con rotulador sobre un material acrílico bajo la leyenda “Franco no fue tan malo como dicen”. La obra, que se vendió al precio de 15.000 euros, se expuso en una galería sueco-finesa (Forsblom) y su autor, finlandés residente en España, Rikko Sakkinen, declaró (El País, 26 de febrero de 2020) que su cuadro estaba “más cercano a una columna de opinión que a un poema”, aclarando que “si Santiago Abascal lo compra, me habré equivocado”. La intención irónica de Sakkinen fue nítida, y también su capacidad para atrapar el momentum español. Al ser preguntado por qué no adoptaba la nacionalidad española pudiendo hacerlo, respondió que no estaba dispuesto a jurar una Constitución monárquica. “Lo haré cuando haya una república.” Su obra –un Franco objeto de ironía– y su aspiración –una España republicana– sintetizaban en una muestra cultural internacional la trama política subterránea de nuestro país al terminar la segunda década del nuevo siglo: por Franco a la Tercera República. ~

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es periodista y abogado. Dirigió El Correo y ABC. Su libro más reciente es Mañana será tarde (Planeta, 2015). Es columnista de El Confidencial y El Periódico


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