Let’s talk about love. Why other people have such bad taste (“Por qué los demás tienen tan mal gusto”) se publicó por primera vez en 2007 como parte de una serie de ensayos sobre un disco en particular. El crítico musical Carl Wilson escogió el disco Let’s talk about love de Céline Dion, famoso entre otras cosas por “la canción de Titanic” (“My heart will go on”, una de las más populares de la historia).
Aunque el libro se convirtió en una suerte de paradójico objeto de culto, “un tótem de lo cool que al mismo tiempo desmantela la idea del coolness” (Ian Crouch, “People who like Céline Dion are people, too”, The New Yorker), no había sido reeditado hasta 2014, ni traducido al español. En el mundo hispanoamericano el fenómeno (de odio a) Céline Dion es menos evidente, sin embargo, una buena medida para entenderlo es leer el párrafo introductorio de cada crítica laudatoria a este libro que invariablemente comienza por excusarse: “Se preguntará, querido lector, por qué escribir trescientas páginas sobre una cantante que detestamos y por qué tendría usted que aguantarlas” (Michel Guerrin, “Apprendre à aimer Céline Dion”, Le Monde).
Céline Dion, para la mayoría de los lectores de Wilson (y quizá de Letras Libres) es un reto. No es música fácil, al contrario: para él es tan difícil e incómoda como para otros un “collage de noise posmoderno”. Sin embargo, realiza una labor exhaustiva y diligente que acaba convirtiéndolo en apologeta (exitoso) de la Dion ante los snobs musicales del mundo. Empieza por explicar el contexto socio-lingüístico de Quebec, la clase obrera y su estigma correspondiente y una serie de oscuros matices que sitúan a Céline Dion como el epítome del peyorativo kétaine quebequés (“hortera” o “cutre” en la traducción de Carles Andreu o la horrenda palabra “naco”, para entendernos). Céline Dion como una historia de superación personal y orgullo de clase. No una privilegiada diva y estrella del pop, sino una chica provinciana de familia numerosísima que desde los quince años carga “un gran peso sobre sus hombreras”.
Echando mano de Hume, Kant y, sobre todo, Bourdieu, Wilson explica que los mecanismos del mal gusto no están en la obra sino en nosotros mismos. Citando a Bourdieu (y a veces renegando de él), nos recuerda que el gusto es una construcción social dependiente de la clase, educación y medios en/con los que uno se desarrolla. La abundancia de nuestro capital cultural permite mezclar a Stockhausen con José José, siempre y cuando este arriesgado binomio nos conceda una cierta superioridad. Estos sistemas tienen más que ver con el cool que con la apreciación: solo los muy ricos culturalmente pueden permitirse el gusto popular sin mermar su capital.
La ironía como divisa y el crítico como agente de bolsa que reivindica y autoriza el mal gusto (en cierta forma, lo que Carl Wilson ha hecho con este libro). El sociólogo Simon Frith se pregunta si alguna vez habrá una recuperación de Céline Dion de la misma forma en que sucedió con Abba o Johnny Cash. A mí me parece que ya la ha habido con Xavier Dolan, que en Mommy (retrato de una familia kétaine) ilustra una de sus escenas más poderosas con “My heart will go on”, pero sin ironía, ni sentimentalismo.
La dicotomía entre sentimentalismo e ironía como posibles opciones de supervivencia cultural es engañosa: “¿qué hace el sentimentalismo?: ¿Nos manipula? Pero, ¿no debe todo arte lograr que el público se conmueva? ¿Es falso? Todo el arte lo es; lo importante es ser una falsificación convincente, una mentira que parezca verdad. […] ¿Por qué la música de Céline Dion es más autoindulgente que los juegos de palabras multilingües de James Joyce?”
Permitan que abunde en el sacrílego símil de Wilson que dedica un capítulo a reproducir testimonios de los fans de Céline Dion: hay muy poca diferencia entre los motivos, admiración y deseo de ser conmovido de un fan de Céline Dion que viaja miles de kilómetros para verla en Las Vegas y un fan de Marina Abramović que espera toda la noche para sentarse frente a ella en su agotador performance en el moma de Nueva York.
El extremo contrario, la ironía, se ha ido transformando de símbolo de agudeza intelectual en coartada burda para la vulnerabilidad. Los vampiros intemporales de la película Only lovers left alive (“un ensayo sobre la posibilidad del cool en la época de la ironía”, como dice Álvaro Enrigue) habían deambulado por los siglos al margen de la violencia y se ven obligados a sucumbir al siglo XXI: la primera era en que es imposible sobrevivir sin el cinismo de la ironía mordaz.
Este sarcasmo se toca en los extremos con ciertas características del sentimentalismo que nublan la fineza analítica. Para anunciar una lectura en el Instituto de México en París con Julián Herbert y Luis Felipe Fabre, utilizamos una imagen de Juan Gabriel, José José y Rocío Dúrcal con nuestros nombres sobrepuestos y el título “Nouvelles impressions de la poésie mexicaine des années LXXX” (un error gramatical en guiño a Raymond Roussel). La foto nos recordaba esas reuniones de poetas conceptuales de los años ochenta, la mayoría de los franceses no tendría idea de quiénes eran y referenciaba el lugar de la música popular en nuestras obras respectivas. Es decir, había en la imagen una ironía buscada. Obviamente.
Sin embargo “internet” en sus múltiples encarnaciones, desde el blog cultural de El Universal hasta un periodista de La Jornada, pasando por miles de entusiastas de las redes sociales, se dedicó a subtitular irónicamente lo que ya tenía subtítulos: “como nadie conoce a los poetas mexicanos, la foto era lo de menos”, “elenco de Siempre en domingo leerá poesía en París” y mi favorito: “involuntariamente genial”. Las redes sociales en su aturullo agudizan nuestra lectura sarcástica del mundo e interpretamos todo como un meme, convirtiendo la ironía en hándicap.
Carl Wilson termina el libro recomendando algunos ejercicios de suspensión de la ironía: vulnérense; “la vida es muy corta para no desperdiciarla en entender el arte que no nos gusta”. El libro de Wilson no propone que nos guste Céline Dion, ciertamente no propone que la apreciemos “de forma irónica”. Simplemente llama a la identificación y a la empatía como base de convivencia en la sociedad democrática que “pide que tratemos a los extraños como iguales”.
Ama el mal gusto de tu prójimo. ~
Ejerce la polivalencia diletante, vive entre México y París y, cuando no le queda otro remedio, trabaja como artista.