La oportunidad perdida de Rafael Lemus

Apegado a la “radical” agenda de los estudios culturales y cómodo con la terminología académica, el libro más reciente de Rafael Lemus es menos una crítica que una demonología. En su análisis del giro neoliberal llega a ser más revelador lo que el autor deja fuera.
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Rafael Lemus
Breve historia de nuestro neoliberalismo. Poder y cultura en México
Ciudad de México, Debate, 2021, 256 pp.

 

De 2008 a 2010, Rafael Lemus fue un muy eficaz secretario de redacción de Letras Libres. De buenas a primeras renunció al puesto y, tres años después, al consejo de la revista. En unas desganadas líneas dirigidas al director Enrique Krauze, afirmó, en diciembre de 2013, que se iba porque, a disgusto con nuestra línea editorial, deseaba ser un académico de izquierda. Pretensiones tan ambiciosas no podían sino devenir en el parto de los montes y el resultado es la Breve historia de nuestro neoliberalismo. Poder y cultura en México. Salvo la consabida referencia en la segunda de forros al puesto ocupado en Letras Libres, Lemus nada dice, en el interior del libro, sobre su experiencia en las entrañas del monstruo “neoliberal” que ahora combate con lanza y armadura. Cambiar de ideas nada tiene de censurable e incluso hacerlo de un día a otro, tampoco. Desde Damasco no es del todo excepcional. A muchos nos ha sucedido, aunque sea con lentitud.

Pero ese aguerrido y punzante crítico literario que fue Lemus ha dejado pasar una oportunidad de oro: la de presentarse como un verdadero intelectual capaz de narrar y justificar su itinerario político e ideológico. Le faltó –para citar a ese Octavio Paz que decía admirar– la “higiene moral” que el propio Paz exaltó en Carlos Monsiváis, la figura a cuya sombra se acoge actualmente Lemus. Quizás ocurre, simplemente, otra cosa: en la república de los profesores, donde vive y trabaja, el yo es odioso.

No me detendré mucho en el resumen de la vulgata antineoliberal con la cual Lemus empieza su libro porque las diferencias son tan profundas que nos condenarían a un diálogo de sordos. Apunto, al paso, que, desde 1800, el liberalismo político y económico, viejo y nuevo, ha creado sociedades abiertas y prósperas. Y, gracias a la democracia representativa y a su evolución, es el único sistema capaz de corregirse y enmendarse a sí mismo, habida cuenta de los errores colosales que ha cometido y de la fuerza de sus enemigos, los brutales y los embozados, estos últimos aquellos intelectuales –bien descritos por Joseph Schumpeter– que el libre mercado y la ilustración traen consigo para que disfruten del sistema criticándolo despiadadamente. Como debe de ser.

En cuanto a la evolución liberal de Paz y sus revistas, de Plural a Vuelta, estoy de acuerdo, en general, con Lemus. Pero donde él ve horror, yo encuentro virtud. En efecto, a Paz le costó mucho abandonar la quimera de la tercera vía. Para él, como tantos otros militantes de la izquierda heterodoxa, homologar al capitalismo y al comunismo, a Estados Unidos con la Unión Soviética, era una caución que les permitía dormir con la conciencia tranquila, soñando con esa utopía donde estuvieran ausentes tanto “la explotación del hombre por el hombre” como la crueldad del Estado concentracionario. Gracias a la influencia de Alejandro Rossi, de Gabriel Zaid y de Enrique Krauze –pero sobre todo debido a su inusual capacidad para entender el presente–, Paz, durante la segunda guerra fría y antes de la caída del Muro de Berlín en 1989, dio el paso más difícil: proclamar la superioridad política y económica, social y cultural, de la sociedad abierta frente a sus enemigos, bien identificados por Karl Popper. Con todo, como poeta de antigua obediencia surrealista y vasto linaje romántico, dudó hasta el final de la moralidad del mercado, un mecanismo que hallaba ciego. En ese punto, los liberales más duros lo encuentran incómodo, como un compañero de viaje no del todo confiable. Me agrada que Paz siga siendo una compañía sospechosa porque murió dudando, como pocos hombres lo hacen a esa edad, de sus viejas convicciones y de sus nuevas perplejidades. Me repito: todo esto ya lo escribí en Octavio Paz en su siglo (2014 y 2019).

En cuanto a la evolución liberal de Vuelta, insisto, es difícil polemizar con quien blande, como Lemus, más que una crítica, una demonología. Si, por principio teológico, toda manifestación de acuerdo de Paz y sus colaboradores con las reformas estructurales emprendidas por el PRI en el fin de siglo fueron para Lemus pecaminosas, poco puede discutirse. Le reclamaría yo, únicamente, dos cosas. Lemus es inexacto al asociar a Zaid con lo que vulgarmente se entiende por neoliberalismo: su antiestatismo y su devoción por el individuo económicamente libre (en el sentido de su capacidad de innovación productiva al margen de la permisividad y la reglamentación del poder) provienen de sus raíces anarquistas, cristianas y comunitaristas. Forman parte de un pensamiento original bien estudiado por Humberto Beck, un viejo conocido de Lemus, quien coloca al autor de El progreso improductivo en la fronda de los enemigos culturales del Progreso.

Y respecto a las elecciones presidenciales de 1988, es mentira que Paz, como dice Lemus, haya tomado previamente la decisión de legitimar el pretendido fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas porque nadie sabía –yo estaba allí– que la votación del ingeniero, el 6 de julio, colapsaría el sistema. Y fui yo quien escribió, en Octavio Paz en su siglo, que, entre la moral de las convicciones y la moral de la responsabilidad, Paz prefirió la segunda contra la primera, “poniendo en entredicho su vocación democrática”, agregué

((Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Ciudad de México, Debate, 2019, p. 676 y siguientes.
))

 Esa decisión –y por ello me cito– causó graves discusiones en Vuelta, así como malestar, sobre todo entre quienes éramos más jóvenes. No sé, hasta la fecha, si Paz tomó o no la decisión correcta, aquello es historia; pero el hecho es que no solo Vuelta y la gran mayoría de los intelectuales y artistas, sino el PAN también, prefirieron que Carlos Salinas de Gortari tomara posesión de la Presidencia de la República antes que desatar una crisis constitucional. De ser incluida esta Breve historia de nuestro neoliberalismo en el próximo syllabus a impartir por Lemus, ¿les dirá a sus alumnos que no solo Paz y Vuelta “legitimaron” al nuevo presidente sino que así lo hicieron, por instrucciones del propio Cárdenas, los numerosos diputados y los combativos senadores del Frente Democrático Nacional, al aceptar sus escaños? Tirios y troyanos, de mala y de buena gana, optaron, como Paz, por la moral de la responsabilidad.

No se puede esperar mucha miga de quien considera, como Lemus, “la desvergonzada reivindicación de pensadores conservadores” como prueba del diabólico “vuelco neoliberal” de Vuelta. Pensé que la bestia negra de Lemus sería Leo Strauss o Eric Voegelin, ausentes, por desgracia, de aquella revista. Pero no: el pensador aludido es nada menos que ¡Edmund Burke, el conservador preferido de los liberales!

Eso nos dice Lemus, quien nos habla desde “la radical agenda de los estudios culturales”, metiendo el hombro en la hercúlea tarea de demoler el canon “representado como abrumadoramente blanco, masculino y heteronormativo”.

((Lemus, op. cit., pp. 56 y 125.
))

 “Al final del día”, como reza el antipático anglicismo, confirmamos que a Lemus hace mucho que lo perdimos. Enseña hoy día en California State University, en Fresno.

La teoría de la conspiración en Lemus, en cambio, es más divertida. Convierte a la exposición Mexico: Splendors of thirty centuries de 1990, en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York, en una suerte de ambigú previo a las negociaciones del Tratado de Libre Comercio. Fue planeada, según entiendo a Lemus, desde el biopoder foucaultiano, como parte del “complejo expositivo” destinado a “mapear y volver visible a la población para que el poder pueda observarla, clasificarla y disciplinarla”.

((Ibid., p. 64.
))

 Tal parece que al sacar el aztecocentrismo de la susodicha exposición, decisión que, recuerdo, me alegró como espectador, la mano invisible del neoliberalismo se desplazaba para promover el “desarrollo turístico de la Riviera Maya”

((Ibid., p. 65.
))

motivo por el cual se dio gran lucimiento, en la muestra, a las piezas mayas.

En cuanto a la polémica entre Vuelta y Nexos sobre el Coloquio de Invierno, organizado por esta última revista en febrero de 1992, Lemus tiene la razón al decir que ya para entonces las diferencias ideológicas entre ambas revistas eran de escaso calado, pero no porque ambos grupos apoyasen a Salinas de Gortari (lo cual a mí no me escandaliza), sino por razones un poco más graves: había caído el Muro de Berlín, la URSS se desintegraba y los sandinistas habían sido derrotados en Nicaragua, de tal manera que a los nexonitas no les quedó mayor margen de maniobra que acercarse a las posturas de Vuelta y aquella disputa, fue, en efecto, para posicionarse en lo que Lemus llama, siguiendo a sus profeteóricos, “el campo intelectual”.

Desde que era el incisivo y constante reseñista de Letras Libres (98 colaboraciones en nueve años desde su primer artículo en 2002), a Lemus le daba flojera citar (excepción hecha, ahora, de la French Theory) puesto que, en relación a aquella disputa coloquial, ya otros habíamos dicho lo mismo que él, aunque con otras intenciones.

((Domínguez Michael, op. cit., pp. 725-726.
))

 Fuera de referirse a la “dictadura perfecta” –como denominó, allí, Mario Vargas Llosa al priato–, no dice gran cosa Lemus del Encuentro Vuelta, que reunió entre agosto y septiembre de 1990 a los disidentes del Este, en la Ciudad de México, gracias al inmenso prestigio internacional de Paz. Entiendo las razones de Lemus: en el campus estadounidense es de mal gusto mencionar la palabra totalitarismo.

Más interesante es, otra vez por lo que oculta, el capítulo dedicado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional y su rebelión de Las Cañadas en enero de 1994. Lemus considera aquel episodio (porque no fue otra cosa aunque todos creímos lo contrario… excepto Paz) como un duro golpe a la hegemonía neoliberal. Si no encuentra ambiguos los artículos pazianos sobre Marcos y el neozapatismo, también está en su derecho (aunque personas más autorizadas que él, como Adolfo Gilly, piensen lo contrario). Releí el expediente y me alegró otra vez la vivacidad de Paz ante lo históricamente súbito, esa capacidad de reacción ante el espasmo político. Y lo volví a encontrar, sí, un tanto ambiguo.

Pero Lemus, interesado solo en las opiniones, olvida los hechos: raya en la inverecundia que en esta Breve historia de nuestro neoliberalismo se prive al público universitario de aquí y de allá –al cual está dirigido el breve tratado– de una pizca de realidad histórica. A casi treinta años del levantamiento, podemos repetir que se cumplió cabalmente la profecía (eso terminó por ser) de Paz. La neozapatista fue una revuelta local que, pese a su enorme proyección global gracias al talento mediático del subcomandante Marcos, volvió a su origen, como nos lo recordó Krauze citando al Paz de Corriente alterna. Hay revueltas, escribía Paz en 1967 como si hablase de 1994, que no son “una rebelión ni una revolución sino una vuelta al origen y a la raíz, un regreso al pasado, al más antiguo pasado: el indígena”.

((Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina, Ciudad de México, Debate, 2011, p. 461.
))

“Es muy difícil –aunque no imposible– que se extienda a otras partes del territorio nacional”, escribió Paz, ya en 1994, y así fue. Con la complacencia del entonces presidente Vicente Fox, ahíto de lograr el crédito de la paz con los neozapatistas, en marzo de 2001, Marcos y sus seguidores llenaron el Zócalo de la Ciudad de México, hablaron en el Congreso de la Unión (el cual acabó rechazando la tramitación de los Acuerdos de San Andrés como ley indígena) y recorrieron varios estados de la república, donde el resto de los mexicanos (y notablemente las etnias) hicieron lo que hacen desde la Guerra de Independencia de 1810 cuando hay visitas políticas al pueblo: salir a recibir hospitalariamente a los forasteros, escuchar lo que tengan que decir u ofrecer y desearles buen camino para regresar a ocuparse de sus propios asuntos. Antes de que el 11 de septiembre en Nueva York y Washington volviera indeseable la tolerancia con una guerrilla, aun pacifista, en México, el EZLN tenía escasa proyección nacional, habiendo desobedecido, además, el mandato de sus simpatizantes de convertirse en una fuerza política.

En vez de intentar el relato de por qué fracasó el neozapatismo, Lemus cita a algunos ideólogos aún obsesionados en interpretar el “Acontecimiento”, con la mayúscula de Slavoj Žižek, y se da tiempo para ofrecer una imagen de la vida cotidiana de las comunidades neozapatistas… basada en un artículo de Pablo González Casanova, de ¡octubre de 2003! Ocurre que Lemus no sabe qué fue de los neozapatistas en la realidad y sobre el terreno, ni parece importarle. Yo tampoco lo sé: sigo esperando que alguno de los antropólogos que hacían tertulia en San Cristóbal de Las Casas a principios del siglo XXI haga su trabajo y nos ilumine. Frente a la desagradable precisión de Paz en cuanto a los límites del neozapatismo, Lemus escurre el bulto y despacha al poeta (puesto que tampoco le interesa lo que pueda ser “la política” de un poeta) como un “intelectual liberal”, quien no vio más allá del liberalismo. Partiendo de la base de que esa síntesis soñada por Paz entre socialismo y liberalismo es, en este mundo, la socialdemocracia de finales del siglo pasado, a ella debe remitirse quien desee asomarse al último horizonte vislumbrado por el poeta.

Paz, debe recordarse, nunca fue ni pretendió ser un teórico de la libertad política, al grado de que, así como Lemus encuentra mostrenco su liberalismo (porque para Lemus, supongo, todo lo liberal es pensamiento débil), también desconfían del poeta, ya lo he dicho, no pocos y acreditados liberales o libertarios. Pero acierta Lemus al decir que Paz vio el episodio neozapatista como un suceso previo a la democracia liberal. Un antes.

((Lemus, op. cit., p. 160.
))

 Por ello, en el remoto año 2000, los neozapatistas aburrieron a los mexicanos, agregaría yo. Pero no a Lemus ni al puñado de comentaristas cuya lectura lo entusiasma, entretenidos en confirmar, nos cuenta él mismo, que el metapolítico EZLN es de aquellas cosas que nunca se “apagan”;

((Ibid., p. 142.
))

 que al mantenerse al margen de la lucha por el poder electoral aquella “guerrilla posmoderna” les sabe a ambrosía o que es una delicia lírica hacer la exégesis del “mandar obedeciendo”, ese reciclaje del centralismo democrático leninista; que si el neozapatismo le gusta o no al profuso Žižek (ese súper Monsiváis) o si el universo del subcomandante es poshegemónico y posneoliberal, etc. Nunca hubo, además, una noticia que pondría fin a todas las noticias (Paz dixit), como la protagonizada por Marcos, capaz de darle tanta razón a Zaid (quien, en su filón comunitarista, no vio con malos ojos cierta excepcionalidad reclamada por los neozapatistas),

((Gabriel Zaid, “Fueros indígenas”, Reforma, 26 de julio de 1998.
))

 cuando habla de que hay asuntos destinados a sucederse únicamente en el extático mundo de los universitarios. Entre ellas, notablemente, el neozapatismo.

Fue Monsiváis quien desde la polémica de 1977-1978 acusó a Paz de no ver la amplitud de sujetos que componían la izquierda y concentrarse en la herencia y vigencia del estalinismo (aunque esté vigente en Lemus cuando subraya que, al pedir desadjetivar a la democracia en 1984, Krauze la vació de su contenido social).

((Lemus, op. cit., p. 39.
))

Por ello, dado que 1989-1991 barrió con el totalitarismo soviético, a académicos como Lemus es Monsiváis quien les ofrece munición para dar en el blanco y ampliar la agenda de los estudios culturales.

Con mucho, en esta Breve historia de nuestro neoliberalismo, el capítulo de mayor interés es el dedicado al autor de Días de guardar, por quien Lemus siente no solo devoción sino curiosidad de la buena, localizando en el inestable terreno monsivarita lo que aguanta en tierra firme y aquello que se hunde en el pantano. Distingue Lemus tres momentos del Monsiváis liberal. Uno, escasamente liberal, es el más arcaico y vacilante, cuando Paz lo obliga a hacer una defensa de “lo defendible” (las dizque conquistas) de lo que entonces se llamaba, eufemísticamente, el “socialismo realmente existente”. Otro, a mediados de los años ochenta, cuando Monsiváis, viviendo su homosexualidad con mayor libertad, dado que había muerto su madre, encabeza las causas de la llamada “sociedad civil” centradas en la ampliación de los derechos civiles. Y un último, sugerente, relacionado con el liberalismo de 1857 y sus patricios, lo cual, supone Lemus, respondió a una necesidad monsivarita de explicarse los liderazgos carismáticos de Cárdenas y, sobre todo, de López Obrador. Pero si Monsiváis llegó a ver en López Obrador la reencarnación de un liberal juarista, como me temo que sucedió, pobre de él, pobres de nosotros.

El epílogo de este libro es una lamentación de Lemus por la persistencia del neoliberalismo bajo el régimen de López Obrador. Aunque escribí este artículo con tristeza porque estimé a Lemus, le debo gratitud y me duele su alejamiento definitivo y tan patente, no puedo acompañarlo en su dolor. Soy, como dicen los franceses, de otra parroquia. Pero, para despedirme, creo que serán los científicos sociales y los historiadores, no Lemus ni yo, quienes aclaren si el llamado “conservadurismo fiscal” o austericidio infligido por la llamada Cuarta Transformación en contra de la nación es en realidad “neoliberalismo” o es una forma inédita, de tufo polpotiano, de populismo donde al caudillo le estorba hasta el mismísimo Estado en su afán despótico. Un “pospopulismo”, para utilizar el prefijo tan del gusto de la academia posmoderna.

En tanto, por más desilusionado que se encuentre Lemus con López Obrador, comparte con su presidente la idea central de la cual dimana la pretensión de desmantelar nuestra democracia liberal: que “para ir más lejos: no hubo transición alguna”

((Ibid., p. 175.
))

 en México, de tal forma que todo está por hacerse (o por destruirse, más bien), en manos del desmañado autócrata. Las quejas de Lemus son suspiros propios de su privanza con la izquierda que llevó al poder a López Obrador. Cientos de intelectuales como Lemus lo votaron a sabiendas y hoy los decepciona, no por lo que ha hecho, sino por aquello en que ha sido, según ellos, omiso. Algunos, quizá también el ex secretario de redacción de Letras Libres, saltarán tarde o temprano del barco.

Al no confrontarse con su pasado, Lemus (Ciudad de México, 1977) dejó ir una de esas oportunidades del orden existencial que ocurren pocas veces en la vida intelectual de un escritor. Y el párrafo final de esta Breve historia de nuestro neoliberalismo, aunque me trajo amargos recuerdos, me fue muy útil para dibujar con mayor precisión al personaje en su avatar actual: “Más allá o más acá de AMLO, la tarea inmediata de esta generación es superar ese impasse y abrir alguna grieta donde se cuele el futuro”,

((Ibid., p. 184.
))

 afirma Rafael Lemus.

Desde que tengo memoria, he leído decenas de libros, de viejo marxismo o de neocomunismo, ortodoxos o heterodoxos (da igual), donde un tribuno afiebrado se eleva más allá o más acá de su tiempo histórico y llama, perentorio y militarista, a “la tarea inmediata” que involucra al prójimo semejante, convertido en “generación”, a tomar la hoz, el martillo o el piolet para abrir un muro, salir del tiempo detenido, abandonar el interregno, y ver, para poblarla de salvadores, esa paradisíaca historia futura. Ya sabemos a qué clase de tinieblas nos lleva “el rayito de esperanza” abierto en la frágil pared del liberalismo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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