Lectura y sabiduría

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

En su nuevo libro, Códices. Los antiguos libros del Nuevo Mundo, con abundantes ilustraciones, como lo requiere un libro sobre códices, y con múltiples referencias y argumentos, Miguel León-Portilla destaca la importancia de los libros y la escritura pictográfica en la vida del México antiguo, y el alto aprecio que se les tenía a los libros y a los escribanos-pintores —exentos, por cierto, del tributo. Después llegaron los españoles, introdujeron la escritura alfabética y los libros impresos, a la vez que destruyeron la casi totalidad de los libros del México antiguo, por considerarlos obra del demonio.
     El subtítulo de Los antiguos libros del Nuevo Mundo remite a una de las intervenciones políticas y científicas más interesantes de Miguel León-Portilla, quien consiguió que en 1992 no se celebrara el Descubrimiento de América, sino que se conmemorara el Encuentro de Dos Mundos. La noción de Encuentro de Dos Mundos no era ajena a las nuevas formulaciones de la historia y la antropología, que destacaban la importancia del encuentro, contacto o corto circuito que comenzó el 12 de octubre de 1492, cuando entraron en contacto el Nuevo Mundo con el Viejo Mundo, que no es sólo Europa o España, sino Europa, Asia y África. Aunque el Encuentro tuvo consecuencias que afectaron la historia toda del planeta, no cabe duda de que los efectos más drásticos se produjeron en América: la subyugación de todo un continente al dominio europeo, la tremenda y masiva catástrofe poblacional, la destrucción deliberada de las civilizaciones americanas. Y precisamente, lejos de negar esta realidad, la perspectiva del Encuentro de Dos Mundos, al destacar el aislamiento durante milenios de ambos mundos antes del contacto, es imprescindible para comprender por qué pasó lo que pasó: que los europeos conquistaran a los americanos y no al revés, que la Conquista fuera tan rápida, que las enfermedades infecciosas del Viejo Mundo resultaran tan terriblemente mortíferas en el Nuevo Mundo, y no al revés también. La perspectiva del Encuentro de Dos Mundos permite, además, entender algo de la tremenda revolución, en todos los aspectos de la vida, que trajo la Conquista: efectos ecológicos, tecnológicos, económicos, alimenticios, sociales, políticos, culturales, lingüísticos, religiosos, etc. Permite aprehender el proceso iniciado en 1492 desde la perspectiva planetaria que el tema exige.
     Para apreciar la naturaleza de los cambios iniciados en 1492, lo que se ganó y lo que se perdió, puede ser útil considerar la escritura y los códices prehispánicos, sobre lo cual el libro de Miguel León-Portilla aporta elementos claves de comprensión. Acaso sí hubo progreso técnico con el paso de los glifos al alfabeto, y este progreso trajo cambios radicales en el ser todo de los hombres en América. Pero lo que se ganó en técnica se perdió en sabiduría, en visión del mundo, en rigor y disciplina. Mucho se perdió para siempre, pero hay mucho que todavía podemos tratar de rescatar. El libro de Miguel León-Portilla, dirigido tanto al público amplio como al especialista, le da un impulso importante a este rescate, al tratar de interesar y guiar a los no especialistas en el estudio serio de los códices.
     Miguel León-Portilla advirtió que, para dar a conocer lo que eran los antiguos libros mesoamericanos, no tenía caso hacer un catálogo, una antología o un estudio general sobre los códices existentes, debido a que, si bien los libros tuvieron una importancia central en la vida de los reinos y señoríos de Mesoamérica, los conquistadores y frailes españoles se dedicaron a destruirlos con tanto furor que, de los miles que debieron de existir, no sobrevivieron más de quince (del centro de México, Oaxaca y la zona maya), además de unos quinientos códices elaborados después de la Conquista (de éstas y otras regiones de Mesoamérica), con clara influencia prehispánica, aunque con cada vez más rasgos europeos, detectados por los especialistas. Por ello León-Portilla, para dar una idea de lo que fueron los libros en el México prehispánico, procedió a un asedio múltiple. En los dos primeros capítulos, aprovechó las múltiples referencias en imágenes prehispánicas y en escritores indios y españoles del siglo XVI con respecto a los libros en el periodo prehispánico, para mostrar el aprecio y respeto por los libros, las circunstancias de su composición, los diferentes temas, las condiciones de su uso y lectura (lo que hoy se llama “recepción”) en el templo, el palacio, la escuela, entre los pochtecah (comerciantes) y en la vida cotidiana de la gente. En el tercer capítulo, León-Portilla expuso su tesis fundamental: “El binomio oralidad y códices en Mesoamérica.” En el cuarto capítulo, León-Portilla ofrece un útil recorrido por los diferentes autores que desde el siglo XIX han estudiado y editado los códices. En el quinto capítulo, da siete muestras de las posibilidades de lectura de páginas selectas de varios códices. Y en un Apéndice, después de la “Invitación más que conclusión”, León-Portilla reseña los principales catálogos de códices mesoamericanos existentes.
     Hemos visto que el subtítulo Los antiguos libros del Nuevo Mundo remite a la perspectiva del Encuentro de Dos Mundos. Ahora bien, León-Portilla destaca desde el comienzo que, de todo el Nuevo Mundo, sólo en Mesoamérica se produjeron libros o códices, por lo que Mesoamérica bien podría llamarse Amoxtlalpan, “Tierra de libros” en lengua náhuatl. Podría entonces derivarse que los libros y la escritura —sus libros y su escritura— son el principal rasgo distintivo de Mesoamérica en el Nuevo Mundo, que definen su modo de ser, su nivel y tipo de conciencia. La civilización andina, en varios aspectos tan afín a la mesoamericana, merece consideración por ser el caso de una civilización, con un imperio extenso y económica y políticamente complejo, desprovista de escritura —salvo el inicio de registro que se produjo con los quipus, juegos de cordones con series de nudos, que en algo ayudaron en la administración del imperio del Tawantinsuyu.
     En cuanto a la antigüedad comprobada de la existencia de libros en Mesoamérica, Miguel León-Portilla menciona varios testimonios mayas sobre libros y escribanos (ah tz’ibob) que se remontan al siglo III después de Cristo: bajorrelieves en un palacio de Copán y varias representaciones en cerámica policromada. Pero nada excluye que se elaboraran libros en tiempos anteriores, desde la fase olmeca, cuando por lo demás ya existían formas de escritura.
     La escritura y el libro exigieron el desarrollo de una tecnología particular, la fabricación del soporte, papel amate o piel curtida, dispuesto no en páginas sino en forma de biombo, además de los colorantes. Pero existían otros soportes de la escritura, tales como las estelas de piedra y la cerámica. Los españoles destruyeron todos los códices mayas menos cuatro, pero no destruyeron, porque no las encontraron, las estelas y la cerámica del periodo clásico que comenzaron a descubrirse en el siglo XIX. León-Portilla destaca la importancia de estos “códices” de piedra y de cerámica, que están siendo crecientemente estudiados, junto a los códices de papel.
     León-Portilla muestra que desde el comienzo se dio una intrínseca vinculación de los libros y la escritura con el poder de los diferentes reinos o señoríos que componían Mesoamérica. Códices religiosos, calendáricos, adivinatorios, históricos o económicos, todos estaban vinculados de una u otra forma al aparato estatal teocrático y militarista. Sólo dioses y gobernantes eran representados, jamás hombres del pueblo en sus vidas cotidianas. Acaso el gran prestigio de los libros en el México antiguo, que destaca León-Portilla, se deba a su utilización exclusiva por la elite gobernante sacerdotal. Más tarde, durante el periodo colonial, los códices se volvieron centrales en la vida de los pueblos de indios, que, cuando no tenían códices antiguos, los elaboraban nuevos, para cohesionar con una memoria común a la comunidad y defender su derecho a la tierra ante la voracidad española.
     Entre los escasos códices sobrevivientes, varios se refieren a los dioses, el calendario de fiestas, el calendario adivinatorio, la recaudación tributaria, los linajes, las historias del origen del mundo y de los hombres y de la formación y evolución de los reinos. Pero Miguel León-Portilla cita el testimonio de autores del primer siglo después de la Conquista, que se refieren también a libros de descripción de la naturaleza, de sueños, de cantares, de consejos de los mayores a los jóvenes, de música, danza, arquitectura, etc. ¡Cómo saber cómo eran, si fueron destruidos!…
     Aunque algunos autores antiguos señalan que aun sus cantares eran transcritos puntualmente por los indios en sus libros, cabe dudar de que, por ejemplo, todo el discurso alucinante del manuscrito en náhuatl de los Cantares mexicanos —por cierto recientemente editado en facsímil por León-Portilla—, se haya registrado en forma de glifos. León-Portilla deja muy claras las cosas al destacar la fundamental interdependencia de escritura y oralidad en el México antiguo, y hace una comparación muy reveladora de los procesos de lectura en Occidente y en Mesoamérica. En la cultura occidental, escribe León-Portilla, “leer un libro es seguir con la mirada las líneas de palabras escritas allí con el alfabeto. Estas palabras, en cuanto significantes, actualizan en la conciencia del que lee, ideas e imágenes previamente adquiridas y que se hallan en ella como en un repositorio conceptual e imaginativo. […] Los distintos lectores, al derivar del bagaje de sus respectivas experiencias el contenido de cada elemento en la secuencia contextualizada del libro, estarán acercándose, cada uno de modo diferente, a la misma obra”. No sucedía lo mismo en Mesoamérica, en donde los glifos estaban acompañados por imágenes con significados complejos, los glifos mismos son imágenes, y además el sabio realizaba una lectura en voz alta que era una verdadera representación de canto, música, teatro y danza. La experiencia de la lectura era total y dejaba menos espacio a la imaginación individual. Más bien, podría pensarse, de lo que se trataba era de uniformizar a la población, de adecuarla a los proyectos de dominación estatal. La escritura mesoamericana no rompió la naturaleza conservadora propia de la oralidad, según Walter Ong; al contrario, la fortaleció, sobre todo al establecerse el canon de los relatos históricos, el libro de libros primigenio, que según Enrique Florescano bien pudo haber sido escrito en Teotihuacan —la Tollan originaria, según Florescano—, y que se extendió a los grandes señoríos, dotándolos de una ideología de la dominación de los campesinos macehuales por una elite.
     Supongo que debió de haber cierta fluctuación entre la improvisación chamánica, la exposición didáctica o moral, y la memorización rigurosa de las oraciones, las historias sagradas y los cantos. León-Portilla destaca que, en el calmécac, los niños futuros gobernantes y sacerdotes memorizaban palabra por palabra los discursos y los cantos.
     Miguel León-Portilla describe los recientes avances en la lectura de la escritura maya y el descubrimiento de su alto grado de fonetismo, que les permitía escribir nombres, formas adjetivales, adverbios y verbos, con personas y tiempos. Sin embargo, León-Portilla no juzga necesario diferenciar en lo fundamental la experiencia de la lectura de esta “verdadera escritura”, que sería la maya, con respecto a la del centro de México y Oaxaca, con muy escaso fonetismo. En uno y otro caso, glifo e imagen se entreveraban, y el complemento imprescindible de la oralidad era la memoria.
     Cierta información se almacenaba en códices, manuscritos pictográficos, la que podía escribirse; pero otra información se almacenaba en la memoria y se actualizaba en las escuelas, los rituales, los cantos y los bailes. El esquema celular binario que James Lockhart advirtió en el mundo náhuatl, en la estructura social, las formas de pensamiento, del canto y del discurso —y que Claude Lévi-Strauss vio en el mundo americano todo— acaso esté vinculado con la importancia de las formas orales de almacenar la información y de registrar el pensamiento. Algunos autores han reducido la capacidad significativa de los códices a mero recurso mnemotécnico. Algo hay de eso, y el mismo León-Portilla menciona el término alguna vez. Sin embargo, su libro muestra que las décadas de investigaciones realizadas sobre los códices han ido revelando formas cada vez más sutiles de transmitir la información —cierto tipo de información—, y que su lectura requiere más que un vocabulario y una gramática: la participación en una sabiduría.
     Acaso, como lo destacó Luis Reyes García, el carácter no fonético de los glifos del centro de México y Oaxaca se deba a la necesidad de ser entendibles por pueblos que hablaban una gran variedad de lenguas. Al revés, entonces, cierta unificación lingüística maya propició el avance del fonetismo. Y acaso los inicios del fonetismo en la escritura del centro de México hacia fines del periodo prehispánico fue posible por el avance del náhuatl como lingua franca que impulsaron los mexicas en su extenso imperio.
     En todo caso, el fonetismo maya, la posibilidad de registrar el lenguaje oral, no propició al parecer el desarrollo de textos descriptivos de la naturaleza más precisos, de algún adelanto técnico, o una canción. Y el fonetismo tampoco parece haber contribuido a una mayor democratización de la escritura y la lectura. Con todo y su fonetismo, la escritura maya es tan compleja que no parece que el pueblo maya haya tenido acceso directo a su lectura, aunque se menciona que había imágenes y glifos deliberadamente dirigidos al pueblo, de propaganda política y religiosa estatal, a diferencia de la escritura esotérica de la elite. De cualquier manera, la riqueza de significados de la escritura maya va mucho más allá de su fonetismo, cuando menos al nivel del significado poético que Ernest Fenollosa y Ezra Pound encontraron en los caracteres chinos.
     Miguel León-Portilla subraya la unidad del binomio de los códices y la oralidad, y muestra una situación peculiar que se produjo a partir de la Conquista. Los conquistadores y los frailes destruyeron miles de códices, pero ellos mismos aprovecharon algunos que sobrevivieron para escribir sus historias sobre las antigüedades de los indios, siempre con la ayuda de sabios capaces de “leer”, de desarrollar oralmente el contenido de los códices. De esta forma, los frailes que destruyeron la expresión escrita de la cultura prehispánica rescataron su expresión oral, que no podía realmente registrar la escritura pictográfica.
     Debido a esta unidad de escritura y oralidad, para la lectura o interpretación de los códices, Miguel León-Portilla considera muy oportuna la existencia de testimonios coloniales escritos en español, náhuatl u otras lenguas que registraron el complemento oral de los códices que los propios mayas, mixtecas y nahuas necesitaban. Por ello resulta interesante la posibilidad de enriquecer la interpretación de los códices con los testimonios orales indígenas que se han mantenido vivos hasta el presente en ciertas comunidades, como en el caso de las mixtecas. Pero con estos testimonios, como con cualquier otro, se impone una cuidadosa crítica de la fuente, que advierta sus sesgos, riesgos, limitaciones y posibilidades.
     Del estudio de los códices mesoamericanos podemos obtener placer intelectual y estético, información histórica y antropológica, y sobre todo, si la buscamos, una sabiduría: la experiencia de una comunicación esencial con la naturaleza, el autocontrol y la disciplina interior para pensar, aprender, tratar de vivir con equilibrio, disfrutar cada fase de la vida, y trabajar con rigor y modestia. ~

+ posts

(ciudad de México, 1954) es historiador. Autor, entre otros títulos, de Convivencia y utopía.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: