El periodista de Dios

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Corpulento, el vientre subido hasta el pecho, el gris cabello revuelto por la brisa, los bolsillos desbordados de papeles, la bigotuda y anteojuda cabezota inclinada hacia el libro que sostiene como un cuenco de vino en las manos increíblemente finas para un gordo, Chest está sentado en la banca orillera de cualquier parque londinense, leyendo a Shakespeare o Stevenson o Dickens. Al mismo tiempo atiende con igual intensidad a cuanto le rodea: la perorata del orador o predicador espontáneo, las esparcidas risas infantiles, el mascullar de un cockney borrachín en la banca vecina, el rumor de las frondas y el primer cuco que lanza su grito para que mañana, según costumbre que es flor de una civilización, cualquier ciudadano reporte ese augurio de la primavera en la sección de cartas del Times.
     En la foto, Gilbert Keith Chesterton lee el libro y al mismo tiempo lee la City, la capital de "el país más exótico de los muchos que he visitado". Se sabe en el centro del mundo, porque, como decía Jules Renard de su pueblito, el centro del mundo está en todas partes, y porque, si Teresa de Jesús percibía a Dios entre los pucheros, él oye el esparcido corazón divino latiendo entre el elefante y la hormiga, la catedral y la taberna, la iglesita, la plaza pública y ese pequeño santuario civil del perfecto inglés: the home. Por eso creía que el milagro alienta en la cotidianidad más vulgar y monótona, y descubría, greguerizando, que la casera coliflor es un pequeño y quieto mar vegetal, o se maravillaba de la chiquilla pobre que llevaba en un destartalado carrito a otra más pequeña y decía, ilustrando inocentemente la teoría wildeana de que la naturaleza imita al arte: "Es que, como no tengo muñeca, mi hermanita hace de mi muñeca".
     No vemos al viento, pero lo leemos en el movimiento de las visibles frondas. Como Fray Luis de Granada, Chest lee a su Dios en las infinitas imágenes del libro del mundo. Aficionado al dibujo y siempre muy visual en sus ensayos, artículos y narraciones, considera tan inaceptable una divinidad abstracta como un pensamiento que no se manifieste en imágenes, en el infinito catálogo de lo visible. Puesto que "en el detalle está Dios" (según dijo un escritor inolvidable al que ahora no recuerdo), era goloso de los detalles circunstanciales, y mejor si eran caprichosos. Por eso, en El hombre que fue Jueves, donde se trama una conjura universal de seis activistas nombrados con los días de la semana, ocurre que el séptimo miembro, el jefe, Sunday (es decir Domingo: el día del Señor), que es invisible durante casi toda la historia, finalmente habrá de hacerse ver, y como todo un número circense: montado en un elefante que corre por las calles "con la trompa más rígida que el bauprés de un barco y trompeteando como la trompeta del Juicio".1
     Chest compuso una vasta enciclopedia universal publicada semanalmente en forma de ensayos, charlas radiofónicas, conferencias, brindis, discursos, en los que derrochó sus dones de narrador, humorista y poeta. Sus relatos, biografías y ensayos extensos son admirables, pero más sus artículos de periódico.2 Cualquier asunto, ya fuese tan cotidiano como un pintoresco guardia urbano, el billete de tren considerado como una sucinta enciclopedia y el debate sobre el vino o la cerveza, o tan quimérico como la corte de Camelot, el heráldico león inglés y la "historia de lo que no fue", o tan trascendental como el objetivo religioso de la educación, la defensa de la intimidad del individuo frente al poder del Estado y el dilema entre socialismo o distribucionismo (que venía siendo un "comunismo" chestertoniano), le servía para seducir a sus lectores, inquietarlos, meterlos al juego, convencerlos acaso.3 Su filosofía era una alegre poética: cuando Bernard Shaw afirmaba que la historia de Cristo era demasiado perfecta para ser verdadera, él respondía que precisamente era verdadera por ser perfecta. Consideraba los sueños, los cuentos, los mitos, como géneros hermanos de la Historia: un relato popular oído en nuestra niñez, decía, es algo tan tangible y grandioso como una catedral gótica; y simpatizaba con Danton porque, aunque fuese tan distinto de él como debía ser un jacobino, dijo que es un crimen despojar de sus sueños al pueblo.
     El Diccionario de Autores Bompiani, pretendiendo definir al gilbertus keithus chestertonius, lo adjetiva de "moralista y educador". Sí, pero la moral de Chest arraigaba en su alegría y su gusto de vivir, en la idea de que cada hombre debía hacer, cada día, que el sacrificio de Cristo valiera la pena. Admitía que algunos de sus artículos periodísticos eran sermones dominicales, pero siempre los escribió con espíritu de juego y con una ética alacre, pues el imperdonable pecado del escritor sería aburrir al lector. Y ejercía su "pedagogía" montando en la página un espectáculo de magia intelectual y verbal a partir de un asunto cualquiera, preferiblemente si era baladí o nacido del capricho.4
     Rara vez hubo un escritor tan cordial, tan capaz, eventualmente, de ser amigo de quienes combatían sus ideas o tan adversario de quienes las compartían.5 Se definía como "la minoría de una minoría", un partido unipersonal, y podía tomar inesperadas posiciones políticas: durante la guerra de los boers contra el dominio británico, él, inglesísimo, se puso precisamente del lado de los boers, pues no quería que Inglaterra fuese "un imperio cosmopolita, mandado por plutócratas no menos cosmopolitas". Y, siendo conservador y teóricamente retrógrado (Alfonso Reyes lo veía "vivir en una Edad Media convencional para poder censurar todo lo que pasaba en su siglo"), se solidarizaba con el hombre de la calle, del taller y la taberna por un natural, no ideológico, sentir democrático que llegaba hasta a proponer la revolución: cuando las autoridades de la higiene pública dictaminaron rapar a las hijas de los pobres para evitar la suciedad y los piojos en sus cabellos, disparó un vibrante poema disfrazado de artículo, una página intensamente viva que denunciaba la situación de los barrios miserables y llamaba a la desobediencia civil, en defensa de la integridad capilar de las niñas.
     Nunca dejó de jugar. Ya adulto, se iba a la campiña con amigos igualmente adultos, including intelectuales, a improvisar westerns al modo del cine norteamericano, o participaba en funciones teatrales amateurs, o se llenaba los bolsillos de tizas de colores para poder en cualquier momento pintarrajear papeles en tabernas y vagones de tren. Pero quizá su juego preferido era la polémica. Con el vegetariano, ateo, abstemio, socialista, y significativamente pelirrojo George Bernard Shaw, sostuvo lo que llamó "una controversia intermitente durante la mayor parte de nuestra vida", en la que sólo variaban los pretextos para mantener el fuego de la discusión y eternizar la fiesta de apreciación mutua y de sonriente antagonismo. Los dos, más que la tolerancia, ejercían la aceptación del contrincante, y convivían y rivalizaban en la polémica, la notoriedad pública y el anecdotario popular.6
     Esa filosofía, esa amorosa ética de combate, esa cordialidad universal, eran católicas en el sentido original de la palabra7 y se las puede encontrar divertidamente ilustradas en el más reiterado argumento novelesco de Chest: la permanente y gozosa conjura de los buenos que, siendo enemigos ideológicos, coinciden en querer la justicia para el mundo, y en la convicción de no poder vivir a gusto sin combatirse. Así, en El hombre que fue jueves, que simultáneamente es mascarada, novela policiaca, alegoría y pesadilla afortunada, Chest imagina una generosa batalla contra el maniqueísmo emprendida por aparentes maniqueos, y propugna la unión de los contrarios en la diversidad y la aceptación. (A riesgo de parecer el inoportuno que, en la fila ante el cine, les susurra a todos que el mayordomo es el asesino, resumo el argumento:) Seis hombres integran una conjura de pretensión mundial, y no conociéndose unos a otros, llamándose con los seis primeros días de la semana, son dirigidos y lanzados a la acción y la aventura por un jefe misterioso, Domingo. Cuando, al fin ya conociéndose entre ellos, logran vislumbrar a ese séptimo y global conspirador, resulta ser el director y adversario de la conjura, the plot's master. Este personaje, que parece resumir a todos los demás, es, a la vez, anarquista, delincuente, policía, juez, director escénico, gran jugador en todo el tablero y finalmente el rostro en el que se funden los antagonismos: orden y aventura, amor y odio, Bien y Mal. El asunto reincide en otras fábulas: La esfera y la cruz, El Napoleón de Notting Hill, los cuentos "policiacos", porque Chest, como el también católico y tejedor de misterios y aventuras Alfred Hitchcock, tiende a ser aquel artista mítico que pintaba una y otra vez una misma flor.
     Más fabulista que novelista, Chest ponía a Chest dentro de todos sus personajes. Ya sean éstos hombres o mujeres, curas o anarquistas, policías o ladrones, creyentes o ateos, pelioscuros o pelirrojos,8 se manifiestan como anarquistas defensores de un orden espiritual, como seres quijotescos con algunas manías laterales pero con una pasión central: promover un caos o un orden saludables. Hay además unos extraoficiales policías de la Razón y el Bien: míster Pond, que resuelve los misterios con el arma mental de la paradoja y con la imaginativa solución de un azar que restablece un orden (por ejemplo en el admirable cuento prekafkiano "Los tres jinetes del Apocalipsis"), y el cura Brown, el detective de sotana que, en libros de breves relatos por él apellidados, endereza los entuertos sin más armas que el sentido común, el candor y el londinense paraguas.***Recuerdo el chiste de un niño que, sorprendido de ver que a un sacerdote católico los pantalones se le asoman por debajo de la sotana, exclama: "¡Mira, papá, un cura con un hombre dentro!" Y veo a Chesterton como un míster Pond que lleva por dentro al cura Brown, o viceversa. Es decir, Chest es el doble agente secreto de su Dios, el detective investigador del embrollo y la reyerta de los hombres, el humilde caballero andante que combate el caos y el mal mediante la bondad, la filosofía de la aceptación, el sentido del misterio y el espíritu de juego. Ganara o perdiera la partida, este brioso y sonriente artista de la controversia, leal a la tradición del fair play, extendía la mano al adversario. Por eso es, en el convivio intelectual, el comensal más querible. El rubicundo, redondo, único, inmortal e imprescindible Chest, cofre de maravillas.9

De la revolución por los cabellos de una niña
Hace un tiempo, doctores y sociólogos promulgaron una orden según la cual todas las niñas debían llevar el cabello cortado al ras. Quiero decir, por supuesto, todas las niñas de familias pobres. Las niñas ricas tienen no pocos hábitos insalubres, pero los doctores no se dieron tanta prisa en combatirlos. Ahora bien, el motivo de esta disposición era que, como los pobres se amontonan en habitaciones sucias, antihigiénicas, no debe permitírseles tener cabellos, porque éstos albergan piojos. En consecuencia, los doctores proponen suprimir los cabellos. Parece que no han pensado en suprimir los piojos.
     Si una tiranía crapulosa aplasta a los hombres en la miseria, a tal punto que tienen sucios los cabellos, sería arduo y fatigoso cortar las cabezas de los tiranos, y más fácil cortar los cabellos de los esclavos. Si ocurre que a los niños pobres les atormentan dolores de muelas, se les arrancarán todos los dientes. Y si tienen narices indecentemente mocosas, se les amputarán las narices.
     Hablo aquí de los cabellos de una niña, de algo absolutamente bueno. Aunque el mal puede residir en cualquier lugar, el orgullo que una madre siente por la hermosura de su hija es cosa buena. Es una de esas ternuras imperecederas que son las piedras de toque de todas las épocas y todas las razas. Desaparezca todo lo que se oponga a eso. Desaparezcan todos los caseros y los reglamentos contrarios a eso. Con la pelirroja cabellera de una chiquilla de las calles pongamos fuego a toda la civilización moderna. Puesto que una niña debe tener el cabello largo, es necesario que lo tenga limpio. Para que tenga el cabello limpio, no debe vivir en una casa sucia. Y puesto que no debe vivir en una casa sucia, es necesario que su madre sea libre y que no tenga un casero usurero. Luego, como no debe tener un casero usurero, hay que redistribuir la propiedad. Y para redistribuir la propiedad, hemos de hacer una revolución.
     Esa chiquilla de cabellos de oro rojizo, que acaba de pasar corriendo ante mis ojos, no será mondada, no será disminuida, no será rapada como un reo. No. Todos los reinos terrenales serán rehechos y cortados a su medida. Los vientos del mundo se detendrán ante ese cordero que no será trasquilado. Se romperán todas las coronas que no se ajusten a su cabeza y se destruirán todas las ropas, todas las casas que no convengan a su gloria. Su madre puede ordenarle que se recoja el cabello, porque es la autoridad natural, pero ni el Emperador del Planeta le ordenará cortárselo. Pues esa niña es la imagen sagrada de la humanidad. Que todo alrededor de ella, la fábrica social entera, tiemble y caiga, y que las columnas de la sociedad se sacudan y las cúpulas de los siglos se vengan abajo, pero a esa niña no se le tocará un solo cabello. –— Gilbert Keith Chesterton
— Traducción de José de la Colina

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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