Lo que hay que ver en aquellos siete meses

Uno de los aspectos menos atendidos cuando se habla de la ā€œconsumaciĆ³nā€ es la movilizaciĆ³n armada. La guerra no fue un mero trĆ”mite para alcanzar una meta polĆ­tica sino que transformĆ³ y modulĆ³ gobiernos, fisco, comunidades, relaciones, creencias y prĆ”cticas.
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Sustentado en sĆ­mbolos, el relato patrio busca conmover y persuadir. Luego de doscientos aƱos redondos siguen gozando de cabal salud los sĆ­mbolos con que se refiere ese episodio peculiar que todavĆ­a se mienta como ā€œconsumaciĆ³n de la independencia mexicanaā€. Un abrazo y un desfile, a los que en el mejor de los casos se aƱade un par de documentos (un plan y unos tratados), bastan para recordar lo ocurrido en 1821. Como resulta evidente, ni los sĆ­mbolos ni el recuerdo invitan por sĆ­ solos a inquirir o tratar de explicar la complejidad de un proceso histĆ³rico que tiene que ver, entre otras cosas, con la desintegraciĆ³n de las estructuras coloniales en AmĆ©rica y con el surgimiento de los Estados nacionales, el mexicano entre ellos. Cifrar en un acta o en el gesto de dos individuos semejantes transformaciones puede funcionar para el ritual conmemorativo, pero de ningĆŗn modo es suficiente para entender todo aquello que la independencia mexicana de 1821 sĆ­ entraƱa y que puede resultar de interĆ©s con o sin bicentenario de por medio.

Tengo la impresiĆ³n de que uno de los aspectos mĆ”s soslayados de este fenĆ³meno histĆ³rico es la movilizaciĆ³n armada. La percepciĆ³n ā€“tan promovida por el propio AgustĆ­n de Iturbide y luego bien fijada por Lucas AlamĆ”nā€“ de que la ā€œconsumaciĆ³nā€ fue un acuerdo pacĆ­fico y conciliador ha terminado por eclipsar las condiciones, los medios y los impactos de tan particular desenlace. Al asumir que la ā€œguerra de independenciaā€ estallĆ³ en 1810 se da por sentado que en algĆŗn punto tendrĆ­a que terminar: un mismo conflicto armado con un objetivo preciso disputado por sendos contingentes que, tras mĆ”s de una dĆ©cada, concluyĆ³, como no podĆ­a ser de otra forma, con claros vencedores y vencidos.

Pero la guerra, ese Ć”mbito humano extremo, impredecible y mortĆ­fero, cambia todo lo que toca. Es una experiencia radical como pocas; altera estructuras, personas y memorias. Los aƱos que median entre el ā€œinicioā€ y la ā€œconsumaciĆ³nā€ no fueron el trĆ”mite mĆ”s o menos violento de una meta polĆ­tica; fueron, en realidad, la circunstancia que transformĆ³ y modulĆ³ gobiernos, fisco, comunidades, relaciones, creencias y prĆ”cticas. Esos once aƱos de experiencias individuales y colectivas afectaron a las muy diversas comunidades novohispanas como pasĆ³ con las sudamericanas y como habĆ­a pasado con las europeas, caribeƱas y norteamericanas a lo largo de la llamada era de las revoluciones atlĆ”nticas que fue, sin duda alguna, un gigantesco e inĆ©dito ciclo de movilizaciones armadas. Entonces cĆ³mo podrĆ­amos suponer que de un dĆ­a a otro (el 27 o el 28 de septiembre de 1821, por poner una fecha), y luego de una guerra que provocĆ³ la muerte de cerca de trescientas mil personas, los seis millones restantes hayan acordado de buena gana dejar de pertenecer a la monarquĆ­a espaƱola para erigir, en lugar de esa pertenencia, el Imperio mexicano y gracias sencillamente a la voluntad de dos jefes de armas o por la declaraciĆ³n documentada de 35 seƱores.

Aquella dĆ©cada novohispana comprimiĆ³ y tradujo en los tĆ©rminos de esta porciĆ³n de AmĆ©rica buena parte de los ingredientes del ciclo revolucionario, casi con cadencia pendular: crisis polĆ­tica imperial y deslegitimaciĆ³n metropolitana y virreinal; arbitraria y parcial aplicaciĆ³n de experimentos constitucionales; oleada restauradora y contrarrevolucionaria; todo al calor de crisis de subsistencia azuzadas por un sistema intencionalmente desigual y orgĆ”nicamente corporativo. Amalgamados, esos elementos ayudan a comprender parte de la revoluciĆ³n y parte de la guerra, que no siempre son la misma cosa. La parte de la guerra que explica ese coctel es el altĆ­simo impacto de la violencia extrema (real o insinuada) en las estructuras polĆ­ticas y sociales. En otras palabras, la revoluciĆ³n cambiĆ³ la forma de entender y diseƱar el poder, pero la guerra determinĆ³ los mecanismos que habrĆ­an de disputarlo y los liderazgos que habrĆ­an de ejercerlo lo mismo en la AmĆ©rica espaƱola que en la Europa revolucionada, primero, napoleĆ³nica y restaurada, despuĆ©s. Los afanes por limitar y regular el poder (eso y no otra cosa son las constituciones) llegaron aparejados por el surgimiento apresurado e improvisado de multitudes (mal) armadas que no necesariamente estaban previstas en el nuevo orden bosquejado y cimentado en la representaciĆ³n (no siempre tan) igualitaria. Pero, previstas o no, esas multitudes y sus liderazgos, intereses y procedimientos, llegaron para quedarse casi por un siglo y prĆ”cticamente en toda IberoamĆ©rica.

Me parece que en eso que se ha venido llamando ā€œconsumaciĆ³nā€ son perceptibles e historiables todas esas consecuencias de la revoluciĆ³n, de la contrarrevoluciĆ³n y de la guerra. En esa medida, esos siete meses de 1821 que suelen despacharse de un apresurado plumazo en los relatos tradicionales, acaso como un epĆ­logo anecdĆ³tico y sobre todo contradictorio e incĆ³modo de la Ć©pica liberaciĆ³n, pueden ser vistos como la reveladora expresiĆ³n histĆ³rica de un repertorio de prĆ”cticas y decisiones que, por un lado, encapsularon las experiencias de la dĆ©cada previa y, por otro y para continuar con el planteamiento koselleckiano, proyectaron un horizonte de posibilidades y expectativas que fueron cristalizando a lo largo del siglo XIX mexicano.

Los aƱos de conflicto abierto engendraron la militarizaciĆ³n de la Nueva EspaƱa. No solo por el crecimiento desmedido de las fuerzas armadas (seƱaladamente las de carĆ”cter miliciano), sino por la unificaciĆ³n de mandos polĆ­ticos y militares en beneficio de comandantes con experiencia en las labores contrainsurgentes. Particularmente identificable en el nivel provincial, esa unificaciĆ³n de mandos modificĆ³ las prioridades con que habĆ­an sido diseƱadas las intendencias convirtiĆ©ndolas, en manos de jefes de armas, en estructuras (mĆ”s o menos eficientes) de control regional y de movilizaciĆ³n de recursos para la guerra. La vocaciĆ³n fiscal con que las intendencias habĆ­an sido implementadas en el XVIII borbĆ³nico fue reconvertida por los comandantes que las encabezaron en la segunda dĆ©cada del XIX, causa y consecuencia ellos mismos de otro entendimiento del gobierno americano y del conflicto que lo consumĆ­a. A falta de estudios mĆ”s puntuales, podrĆ­a suponerse que esa militarizaciĆ³n tambiĆ©n operĆ³ en el nivel inferior de las subdelegaciones que equivalĆ­a, mutatis mutandis, a la escala municipal actual. En suma, la guerra no inventĆ³ esa estructura territorial pero les impuso a los gobiernos provinciales y locales su lĆ³gica marcial, ejecutada por aquellos que habĆ­an demostrado que podĆ­an sofocar el fuego de la rebeliĆ³n o que decĆ­an que podĆ­an hacerlo. Conforme las provincias se consolidaron ā€“nominal y estructuralmenteā€“ como comandancias militares, alcanzaron considerables cuotas de autonomĆ­a. No es que el virrey hubiera dejado de ser la cĆŗspide de ese cĆŗmulo de jurisdicciones que era la Nueva EspaƱa, sino que habĆ­a perdido autoridad sobre quienes gobernaban directamente las provincias, no solo por la fragmentaciĆ³n que naturalmente produjeron los levantamientos sino tambiĆ©n por el control polĆ­tico que alcanzaron los militares.

Dicha estructura territorial y dicho entendimiento del gobierno y de sus prioridades implĆ­citas dispusieron las condiciones para un pronunciamiento como el de Iguala y para un movimiento como el trigarante. Resentimiento, ambiciĆ³n, hartazgo, estancamiento, incumplimiento y una infinidad de motivaciones individuales, grupales y corporativas nutrieron ese ā€œgesto de rebeldĆ­aā€, esta tentaciĆ³n de revoluciĆ³n controlada (expresiones que recuperĆ³ Will Fowler) que fue el iturbidista plan de independencia. Acordadas las bases del programa polĆ­tico (monarquĆ­a constitucional, intolerancia religiosa, independencia absoluta, uniĆ³n entre americanos y espaƱoles, igualdad ciudadana entre estos y los originarios de AmĆ©rica o de Ɓfrica, respeto a la propiedad, mantenimiento de los fueros eclesiĆ”sticos), una fuerza armada habrĆ­a de propagarlo por las provincias: el EjĆ©rcito de las Tres GarantĆ­as. AsĆ­ dicho, parece mĆ”s comprensible ese ejĆ©rcito como un brazo de gestiĆ³n, de negociaciĆ³n y de imposiciĆ³n del programa dado a conocer en Iguala. El EjĆ©rcito Trigarante o Imperial se convirtiĆ³ en el mĆ”s eficiente mecanismo de transmisiĆ³n y reproducciĆ³n del nuevo independentismo precisamente porque aprovechĆ³ para irse construyendo a lo largo de esos siete meses la estructura militarizada de la Nueva EspaƱa. Galvanizado por la (a veces muy problemĆ”tica) incorporaciĆ³n de las guerrillas insurgentes, el creciente ejĆ©rcito fluyĆ³ por los ya existentes conductos de control regional y utilizĆ³ las formas ya probadas.

En la medida en que el movimiento independentista de 1821 se originĆ³ en un pronunciamiento militar y se propagĆ³ a travĆ©s de un ejĆ©rcito, condensĆ³ un modo de organizaciĆ³n concebida y concebible a partir de las experiencias de guerra. En esa misma medida el desarrollo de la trigarancia armada revela la paulatina edificaciĆ³n de una red institucional que, provista de prĆ”cticas y clientelas castrenses, fue volcando el sentido y los pies de la estructura defensiva en contra del rĆ©gimen que la creĆ³. Decenas de pronunciamientos de adhesiĆ³n en pueblos y cuarteles y no pocas tomas de ciudades derivadas de sitios armados fueron aislando, entre marzo y septiembre de aquel aƱo, a la cĆŗpula militar abrumadoramente europea que pretendĆ­a dirigir los destinos virreinales y que mucho contribuyĆ³ a deslegitimarse a sĆ­ misma con el ā€œgolpe de Estadoā€ con que el virrey Apodaca fue depuesto por su propia junta de guerra en el mes de julio. Lo mismo, por cierto, le ocurriĆ³ al virrey del PerĆŗ a principios de ese mismo aƱo en circunstancias extremadamente semejantes en el sincrĆ³nico desplome de los dos mĆ”s antiguos e importantes virreinatos de la monarquĆ­a espaƱola en AmĆ©rica.

No creo que debamos buscar en aquellos siete meses novohispanos el tipo de guerra que implica un fastuoso despliegue estratĆ©gico, tĆ”ctico y operativo entre contingentes rivales disciplinados y jerarquizados. Antes bien, a cada paso se manifestaron las carencias, las limitaciones y el desgaste de las muy diversas fuerzas novohispanas. En todo caso, la impronta de la guerra en la independencia de 1821 se debe buscar en el aprovechamiento y la activaciĆ³n de un sistema de gestiĆ³n de la violencia. AhĆ­, la trigarancia insuflĆ³ al independentismo una vĆ­a o un conjunto de vĆ­as para imponer un orden: un tipo de orden que tenĆ­a que ver con un tipo de paz, esa paz que provee o impone el uso o la insinuaciĆ³n de las armas. Desde ese Ć”ngulo, el movimiento trigarante portaba en sus genes la obsesiĆ³n restauradora (contrarrevolucionaria, posnapoleĆ³nica) del orden destruido por la guerra. Si la de 1810 fue una revoluciĆ³n sin independencia, la de 1821 fue una independencia reacia a la revoluciĆ³n; ambas componen aquel proceso histĆ³rico en el que se desmoronĆ³ un rĆ©gimen y comenzĆ³ a ensayarse otro.

La independencia mexicana de 1821 no solo fue obra de las armas o de la lĆ³gica militar. La vigencia del rĆ©gimen constitucional habĆ­a restablecido principios, discusiones e instituciones que cincelaron el independentismo. Especialmente relevantes fueron los mĆ”s de mil ayuntamientos constitucionales que en el segundo semestre de 1820 se erigieron en la Nueva EspaƱa y que colocaron en los gobiernos locales a ciudadanos (espaƱoles) americanos legitimados para decidir el rumbo de sus comunidades a partir del ejercicio de la representaciĆ³n. AsĆ­ como en los cuarteles, en cada uno de esos cientos y cientos de cabildos civiles tambiĆ©n se argumentĆ³, instrumentĆ³ y sancionĆ³ el programa monĆ”rquico y constitucional de Iguala y el consecuente Imperio Mexicano. Cada uno de esos actos mejor o peor documentados implicĆ³ decisiones concretas y problemĆ”ticas que de ningĆŗn modo estaban prefiguradas cuando comenzĆ³ el aƱo de 1821. En esos meses, centenares de personas concretas concertaron, disputaron y rechazaron un proyecto polĆ­tico.

En suma, la independencia tuvo una doble matriz: la guerra y la constituciĆ³n. Me parece sugerente entender ambos aspectos como experiencias reales, no tanto y no solo como ā€œantecedentesā€ o contexto. Milicias y guerrillas, ayuntamientos y diputaciones, caudillos y oficiales, panfletistas y curas, viudas y rancheras, diputados y regidores, declaraciones y congresos, golpes y pronunciamientos, todo formĆ³ parte de aquel proceso que se forjĆ³ en los hornos de una guerra que a veces fue revolucionaria y a veces fue independentista y que no comenzĆ³ en Dolores y mucho menos terminĆ³ en Iguala.

Quedarse en el tono celebratorio (o vergonzante) de la ā€œconsumaciĆ³nā€ serĆ­a desperdiciar, una vez mĆ”s, el diĆ”logo informado y sensato sobre nuestra realidad histĆ³rica. Limitar ese diĆ”logo a la elecciĆ³n de un (distinto, adicional) padre de la patria o a la suplantaciĆ³n de un mito de orĆ­genes por otro me parecerĆ­a empobrecedor y en Ćŗltima instancia inĆŗtil. La independencia de 1821 es mucho mĆ”s interesante e indudablemente mucho mĆ”s pertinente para la comprensiĆ³n de problemas histĆ³ricos y actuales. ~

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Es profesor dela Facultad de FilosofĆ­a y Letras y miembro del Instituto de Investigaciones HistĆ³ricas de la UNAM, autor del libro La trigarancia.
Fuerzas armadas en la consumaciĆ³n de la independencia. Nueva EspaƱa, 1820-1821
(UNAM-IIH, 2016)


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