“Los ecos de la conquista y la colonia reaparecen en los momentos de crisis interna mexicana”. Entrevista a Tomás Pérez Vejo

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Durante el siglo XIX en sus procesos de construcción como Estados-nación, México y España miraron a la conquista de Tenochtitlan con interés por tratarse de un momento definitorio. Por una parte, en México liberales y conservadores construyeron relatos de nación opuestos, donde los primeros la interpretaron como un momento oscuro y doloroso y los segundos como el origen de la nación mexicana; mientras que para España representó un episodio más de su historia imperial, aunque esto también generó toda clase de críticas.

Tomás Pérez Vejo, historiador con un pie en España y otro en México, se ha dedicado a estudiar los procesos de construcción nacional en Iberoamérica en los siglos XIX y XX, así como la relación entre México y España en esos mismos siglos. Es doctor en geografía e historia por la Universidad Complutense de Madrid y profesor-investigador en el posgrado en historia y etnohistoria de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. Su libro más reciente es 3 de julio de 1898. El fin del Imperio español (Taurus, 2020).

 

La discusión que, en el siglo XIX, se tuvo en México sobre la conquista estuvo marcada por el enfrentamiento entre liberales y conservadores, según señala usted en su libro España en el debate público mexicano, 1836-1867. ¿Nos podría explicar las diferencias entre ambas posturas?

La discusión sobre la conquista no tuvo que ver con un conflicto ideológico, derechos y organización política, sino identitario, qué somos. El uso de los términos liberales y conservadores plantea como consecuencia muchos problemas ya que hacen referencia al primer tipo de conflicto, no al segundo, y las líneas de fractura entre uno y otro no siempre fueron coincidentes. Hecha esta salvedad, y teniendo siempre en cuenta esta falta de una correspondencia, liberales y conservadores hicieron de la conquista el centro de sus divergencias sobre lo que México era, pasando a representar para los primeros el momento de la muerte de la nación mexicana y para los segundos el de su nacimiento.

Los conservadores articularon la historia de México en torno a la metáfora del hijo que llegado a la edad adulta se emancipa de la tutela paterna para fundar un nuevo hogar. Una nación nacida con la conquista, crecida en la época virreinal y llegada a la edad adulta con la independencia. La conquista como el tiempo feliz, aunque doloroso –todo parto lo es–, del nacimiento. Los liberales, por el contrario, la imaginaron como un ciclo de nacimiento, muerte y resurrección. Una nación mexicana nacida en la época prehispánica, muerta con la conquista y resucitada con la independencia. La conquista como el tiempo doloroso de la muerte.

La conquista no era importante solo por sí misma sino porque daba sentido a todas las demás épocas históricas, pero con significados contrapuestos. La época prehispánica, para los liberales, era el origen de México, aquello a lo que la nación debía ser fiel para ser ella misma; para los conservadores, solo parte de un pasado glorioso, pero que nada tenía que ver con el México nacido en 1821. La etapa virreinal, para los conservadores, representaba el tiempo fundacional en el que México se había formado como nación, definía la parte más íntima de su alma nacional; para los liberales consistía en una época ajena y extraña en la que México habría dejado de existir, el no México. Y la independencia era para los conservadores el feliz resultado del crecimiento y desarrollo de los siglos virreinales; para los liberales, la venganza de lo ocurrido en 1521.

Un debate histórico que era sobre todo un conflicto sobre el ser de México. Una nación es solo la fe en un relato –somos aquellos que nos contamos que somos– en el que importan los hechos pero, sobre todo, la forma como son incluidos en la narración y se relacionan con los demás hechos históricos.

¿Cómo el relato de la conquista de México permeó en España al momento en que esta se empezó a construir como nación en el siglo XIX? ¿En qué se diferencia de la visión que se tenía de las conquistas de otros territorios, como Perú o Argentina? ¿Cuál era el relato hacia fines del siglo, con la derrota de España frente a Estados Unidos en 1898 y la pérdida de Cuba y Filipinas, un momento tardío en que España tomó conciencia de su orfandad imperial?

La conquista de México, tomada como hecho aislado, no juega un papel relevante en el relato decimonónico de la nación española. Es solo un episodio más del conjunto de los que mostraban el carácter imperial y belicoso de la nación española, desde el descubrimiento de América a las guerras en Italia o Flandes. Una nación de guerreros y conquistadores que había dejado su huella en todos los rincones del planeta. Este es el relato que el Estado-nación español, que se asume heredero de la antigua monarquía católica, empezó a construir prácticamente desde sus orígenes. La entrada de Hernán Cortés en Tenochtitlan tenía, desde esta perspectiva, el mismo significado que la de los almogávares en Constantinopla, las campañas del Gran Capitán en Italia, el descubrimiento de América, las victorias de los Tercios en Flandes o la conquista del Imperio inca por Pizarro. La conquista de México tiene un papel bastante menor en esta imagen de una nación imperial, aunque mayor que el de la conquista del resto de América, incluida la de Perú. La explicación estaría en que, por un lado, México, debido a la presencia colonial española en el Caribe, fue durante todo el siglo XIX el eje de la política exterior española en América; por otro, y esto explicaría que la presencia de la conquista de Perú, aunque menor que la de México, fuese también importante, si de lo que se trataba era de demostrar el carácter imperial de España interesaban las victorias sobre organizaciones políticas que pudiesen ser equiparadas a los imperios del viejo mundo, no las obtenidas sobre Estados no consolidados. La conquista de México es la conquista del Imperio mexica, sobre el que se insiste siempre en su grandeza y poder militar, no las interminables guerras contra los chichimecas o la ocupación de otros territorios de lo que hoy es México que directamente no existe en el relato de nación español.

La derrota frente a Estados Unidos se limitó a acelerar un proceso que se venía gestando desde antes y que podríamos denominar el síndrome de un imperialismo de sustitución. La respuesta a la paradoja de una nación que se asumía heredera y continuadora de una organización política, la monarquía católica, en torno a la que había girado la geopolítica del mundo atlántico durante tres siglos, pero que como nuevo Estado-nación no pasaba de ser una potencia de segundo orden. Tan de segundo orden que había perdido su imperio colonial en el momento en que la mayoría de las demás potencias europeas habían acelerado la expansión de los suyos. La pérdida de las últimas colonias en 1898 convirtió a este imperialismo de sustitución en uno de los ejes del relato español de nación. España no era ya un imperio, pero lo había sido, con la responsabilidad de seguir liderando la comunidad de sangre y cultura, una especie de nación de naciones formada por los Estados construidos sobre el solar del antiguo imperio. La herida siempre abierta del nacionalismo español.

Liberales y conservadores mexicanos coincidían en que, si algún beneficio tuvo la conquista, fue la religión católica. ¿Qué veían de bueno en la Iglesia cada uno de esos bandos?

Habría que distinguir dos aspectos, uno que tiene que ver con el convencimiento de unos y otros del carácter católico de la nación mexicana y de que, en última instancia, la conversión a la “religión verdadera” era un progreso civilizatorio; otro con lo que podríamos denominar el síndrome Las Casas, que tenía que ver con el papel de la Iglesia como protectora de los indios. Ambos bandos coincidían en este papel benéfico de la Iglesia. Podía haber planteado problemas a los liberales, finalmente si el origen de la nación mexicana estaba en el mundo prehispánico la iglesia era la principal responsable de la desaparición de sus religiones, un asunto no precisamente menor en la definición de una comunidad étnico-cultural, pero curiosamente en el relato de nación liberal México es heredero y continuador del mundo prehispánico, pero con la lengua y la religión de los conquistadores. Los liberales decimonónicos mexicanos son anticlericales pero no anticristianos. Un problema que obviamente no tenían los conservadores para quienes la nación mexicana era, en todos los aspectos, heredera y continuadora de la herencia española, y por lo tanto con su lengua y, sobre todo, con su religión. Una nación tan católica como la española.

En el siglo XIX también surgieron en España críticas a la conquista, pues se empezó a dudar de que realmente hubiera sido una empresa de cristianización y civilización. ¿Cómo estas visiones en contra fueron teniendo una mayor presencia en aquel país?

Las críticas a la conquista tienen en la España del siglo XIX dos vertientes. Una que tiene que ver con la presencia de una versión de la historia de España, aunque nunca hegemónica siempre de una u otra forma presente en el relato de nación liberal español, que consideraba que la España verdadera, aquella que había alcanzado su momento de mayor gloria y esplendor con los Reyes Católicos, había muerto en 1521 con la derrota de los comuneros en Villalar, el mismo año de la entrada de Cortés en Tenochtitlan. El inicio del dominio extranjero de los Habsburgo y los Borbones en los que la nación española, caracterizada por su espíritu libre y democrático, habría dejado de existir abriendo paso a los tres siglos de despotismo absolutista, que serían también los del dominio español en América. Un relato con muchas similitudes con el del liberalismo mexicano, es incluso posible que la expresión “los tres siglos de absolutismo” sea una copia literal de la utilizada en los debates para la elaboración de la Constitución de 1812, pero que en el caso español significaba rechazar los siglos imperiales, incluida la conquista de América como parte de la historia de la nación. Algo que muy pocos se atrevieron a llevar a sus últimas consecuencias, pero que estuvo siempre de una u otra forma presente en los sectores más radicales del liberalismo español primero y de la izquierda después, incluidos personajes tan influyentes como Emilio Castelar. Como dato no precisamente anecdótico, la II República española recuperó el color morado de los Comuneros castellanos como parte de la bandera de España, con una clara voluntad de refundar la nación a partir de este relato alternativo, la resurrección de la España muerta en Villalar.

La otra, más importante, tiene que ver con lo que podríamos llamar una especie de “leyenda negra” interna, también de larga trayectoria en el pensamiento progresista español. Una de las claves de esta leyenda negra fue la visión negativa de la conquista española, con sus dantescas imágenes de matanzas, violaciones y “destrucción de las Indias”, en expresión del padre Las Casas. Una leyenda negra a la que, en su reactivación dieciochesca, el abate Guillaume-Thomas Raynal contrapuso una colonización buena, la anglosajona, basada en el comercio, y una mala, la española, basada en la conquista militar de la tierra. Buena y mala no solo para los colonizados, sino también para los colonizadores. Sería la causa del atraso económico de España y del despotismo absolutista, origen de su decadencia. Visiones que serán asumidas por los sectores progresistas en una especie de mala conciencia unida a un claro complejo de inferioridad frente al resto del mundo europeo.

¿Qué papel jugó Estados Unidos en el debate entre liberales y conservadores respecto a la conquista y el periodo novohispano? La colonización inglesa en América era un modelo que les servía para comparar lo sucedido en México, pero también la intervención estadounidense en el país le dio un giro interesante a la discusión.

Estados Unidos y la colonización anglosajona se convirtieron, tanto para liberales como para conservadores, en una especie de espejo invertido de México y la colonización española, pero una vez más con valoraciones radicalmente distintas, que en este caso tenían que ver no tanto con lo que habían sido una y otra como con una compleja interpretación histórica. Para los liberales mexicanos, como para los del conjunto del ámbito occidental, la historia de la humanidad podía reducirse a un enfrentamiento entre el progreso y la reacción, con la particularidad en su caso de que en esta lucha el progreso estaba representado por Estados Unidos, el país de la libertad, y la reacción por España, el país del absolutismo y la Inquisición. Estados Unidos era como consecuencia el aliado natural y España el enemigo, no solo de los americanos sino del progreso y la libertad. Para los conservadores, por el contrario, siguiendo en parte lo escrito por Alexis de Tocqueville en La democracia en América, la historia de América era la de un enfrentamiento secular, continuación del que se había dado en el Viejo Mundo entre la monarquía española y la inglesa, entre la raza española y la anglosajona, en la que, después de las independencias, aquella parecía llevar siempre la peor parte. Tanto que ni siquiera era descartable su desaparición absorbida por la anglosajona. El aliado era España, parte de la raza española, y el enemigo Estados Unidos, la raza anglosajona que buscaba la desaparición de aquella en el continente.

Fenómenos como la anexión de Texas, la invasión norteamericana del 47 y la pérdida de los territorios del Norte parecían dar la razón a los conservadores y planteaban muchos problemas a la interpretación liberal, pero sin llegar a cambiar de manera radical sus planteamientos de fondo. Las simpatías de los liberales estuvieron durante todo el siglo XIX del lado de Estados Unidos y su civilización y en contra de España y la suya. Incluido el momento particularmente dramático de la guerra de 1898 en la que, una vez más, liberales y conservadores se enfrentaron respecto a quién debía apoyar México.

En México, ¿de qué modo las consideraciones sobre el mundo prehispánico que tenían tanto liberales como conservadores influyeron en la idea de nación que ambos impulsaban? Algunos liberales echaban mano de una retórica en la que la lucha independentista vengaba los agravios de la conquista, pero otros no veían con tan buenos ojos el pasado prehispánico. ¿Cuál era la variedad de posturas respecto al mundo prehispánico dentro del liberalismo mexicano?

Habría que distinguir varias fases, en las primeras décadas de vida independiente la presencia del mundo prehispánico como catalizador del conflicto identitario fue muy débil, prácticamente inexistente. El problema era el Estado, no la nación, y la proclamación de la independencia como la venganza de la conquista nunca fue más allá de enunciaciones más o menos retóricas. El fundador del primer museo dedicado al mundo prehispánico fue un conservador, Lucas Alamán, mientras que un connotado liberal como José María Luis Mora muestra una indiferencia casi absoluta por la herencia prehispánica. La polarización política de las guerras de Reforma primero y de la guerra de Intervención después, junto con el desarrollo de un nacionalismo romántico de raíz étnico-cultural, convirtió a la herencia prehispánica en el elemento de disensión política que hasta ese momento lo había sido de una manera muy menor. Fue solo a partir de la República restaurada y con el Porfiriato cuando la polarización en torno a ambas herencias, la española y la indígena, se convierte en uno de los ejes de la vida política. Aunque siempre con una cierta ambigüedad, finalmente la gran obra historiográfica de la generación de la República restaurada, México a través de los siglos, publicada ya durante el Porfiriato, apuesta por una especie de visión de consenso, México como el resultado de la mezcla de dos pueblos y dos civilizaciones. El origen último de la mestizofilia posterior.

¿Cuál era la opinión que tanto liberales como conservadores tenían de la población indígena de su propia época? Usted dice que los indígenas no existían “desde el punto de vista de la vida de la nación”.

Aquí también habría que distinguir dos momentos. En las primeras décadas de vida independiente no hay un “problema indio”. El atraso y miseria de las comunidades indígenas, que todos consideran residuales y que apenas tienen un peso demográfico, se atribuye al aislamiento en el que los indios habían sido mantenidos por el régimen virreinal, pero una vez integrados en la vida nacional acabarían fundiéndose con el resto de la población. Las diferencias entre liberales y conservadores solo tienen que ver, si acaso, sobre el juicio de los motivos de esta separación durante el período virreinal.

Una percepción que empieza a cambiar en torno a las décadas centrales del siglo XIX, debido a la lectura que algunos hicieron de Darwin, es la posibilidad de razas en distintas fases del proceso evolutivo y como consecuencia la existencia de razas superiores e inferiores. Un racismo estrictamente biológico que llevó a plantearse el problema de la supuesta “mala calidad étnica” de las poblaciones nativas. Un problema que afectó sobre todo a los liberales, los más influidos por el evolucionismo, para los que la mejora de la calidad étnica de la población mexicana se convirtió en casi obsesiva; mucho menos a los conservadores, que fieles al creacionismo católico tradicional fueron inmunes a las teorías evolucionistas y por lo tanto al nuevo racismo biológico. Aunque tanto unos como otros estaban convencidos de que el destino de los indios era su desaparición, diluidos en la población blanca. Un proceso que también unos y otros estaban seguros de que era necesario acelerar mediante la llegada de inmigrantes europeos. Una especie de genocidio blando.

Frente a otros conquistadores españoles como Francisco Pizarro o Vasco Núñez de Balboa, Hernán Cortés es el más famoso. ¿Cómo fue visto y recibido por la monarquía católica en el siglo XVI? En la actualidad, ¿qué idea se tiene en España sobre él y su gesta? Por otra parte, en México ¿cómo ha evolucionado la imagen del conquistador con el paso de los siglos?

Es sin duda el más famoso y el que tuvo históricamente mejor imagen, tanto en el momento de la conquista como después, contrastando claramente, por ejemplo, con la mucho más conflictiva imagen de Pizarro. El motivo es que como individuo es el más atractivo de todos los conquistadores, alguien que había estudiado en Salamanca, que escribía bien, sus Cartas de relación se leen todavía hoy con interés, y que parece haber tenido desde muy pronto la clara voluntad de construirse una imagen de héroe. Curiosamente su imagen no varía demasiado en el siglo XIX, entre otros motivos porque se basa en los mismos libros del siglo XVI vueltos a reeditar; la Historia de la conquista de México de Antonio de Solís y Rivadeneyra tiene más de veinte reimpresiones en el siglo XIX mientras que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo tuvo dos. La única publicación nueva sería la influyente Historia de la conquista de México de William Hickling Prescott, pero su imagen heroica del conquistador apenas difiere de las anteriores. Por lo que se refiere a la España actual, la conquista de México, como todo lo que tiene que ver con la presencia española en América, ha desaparecido por completo del horizonte mental de los españoles. Al margen de las retóricas hispanoamericanistas, lo que la mayoría de los españoles saben sobre América, incluidas sus élites políticas, es despreciable, poco más que una absurda colección de lugares comunes. Es posible que no esté ya lejana la primera generación de españoles que se pregunte sorprendida por qué los mexicanos hablan español.

En el caso de México, la visión positiva sobre Cortés se prolonga obviamente durante todo el periodo virreinal. Era nada menos que el fundador del Reino de la Nueva España. Empezó a cambiar después de la independencia, pero de manera muy lenta y siempre con ese enfrentamiento de liberales contra conservadores, un héroe mexicano para estos y el verdugo de la nación mexicana para aquellos. Una visión negativa que la Revolución mexicana y la posrevolución llevarán a su paroxismo con esa sucesión de Corteses deformes y sifilíticos cuya principal actividad parece ser violar indias y asesinar indios. Aunque en esta especie de historia interminable, siempre con matices, finalmente alguien como Vasconcelos, sobre cuyo papel como intelectual orgánico de la posrevolución nunca se insistirá bastante, podrá afirmar, en pleno proceso de institucionalización revolucionaria, que “México no será grande nación mientras no tenga de fiesta patria el aniversario de la quema de las naves en Veracruz”. Algo que podría haber afirmado casi un siglo antes el mismísimo Lucas Alamán.

¿De qué manera estas narrativas sobre la conquista se convirtieron en narrativas contra o a favor de “lo español” a lo largo del siglo XIX, en concreto, la hispanofobia y la hispanofilia, que usted denomina “dos caras de una misma moneda”? ¿Cómo los ecos de la conquista y la colonia repercutieron en las relaciones entre México y España?

La hispanofilia y la hispanofobia, por eso digo que son las dos caras de una misma moneda, no son un problema de España con México sino de México consigo mismo y su definición como nación. España en este conflicto es solo un convidado de piedra. El problema es que, al margen de disquisiciones metafísicas sobre quiénes somos, adónde vamos y de dónde vinimos, España y México son dos sujetos políticos, no grandes potencias, pero sí con un relativo peso en el escenario internacional, con intereses comunes en muchos campos, también con disensos, cuyas relaciones como Estados soberanos y posibles aliados en varios campos no debieran estar sometidas a anacrónicas visiones sobre el pasado hace tiempo desechadas por la historiografía. La realidad, sin embargo, es que al ser un problema interno tienden a agudizarse en momentos de crisis. Los ecos de la conquista y la colonia reaparecen, y seguirán reapareciendo, lo mismo que la hispanofilia y la hispanofobia, en los momentos de crisis interna mexicana, sean estos de tipo económico, social o político.

Actualmente, Andrés Manuel López Obrador articula gran parte de su proyecto político en la polarización social, y nada polariza más que los conflictos identitarios. Entre otros motivos porque, a diferencia de los económicos –reparto de recursos– o los ideológicos –derechos y organización social–, los identitarios son por definición casi imposibles de negociar. No podemos ser un poco más una cosa y un poco menos otra. Somos lo que somos, o lo que nos han contado que somos.

Este revisionismo histórico, que en realidad tampoco es tal, se limita a reactualizar y llevar a sus últimas consecuencias el relato del liberalismo mexicano decimonónico. A su vez este relato está reactualizado en su versión más indigenista; el relato de nación liberal era más prehispanista que indigenista, por la Revolución-posrevolución, y tiene un claro componente de movilización interna. En él no interesa la historia –por eso el desprecio a las fuentes y a los expertos– sino la memoria, mucho más dúctil y maleable. Historia y memoria no son lo mismo y, de manera general, a los políticos les interesa mucho más la segunda que la primera. Una memoria cuyas relaciones con la historia son siempre complicadas; su base tiende a ser la historia de bronce más tradicional, pero tan manoseada que al final más parece de hojalata. Una colección deforme de fábulas que en sentido estricto nada tiene que ver con la historia como ciencia.

Un uso político de la memoria, que es lo que está haciendo López Obrador al pedirle al gobierno español disculparse por la conquista o al conmemorar los setecientos años de la fundación de Tenochtitlan en una fecha que no coincide con lo que dicen las fuentes y los especialistas, tensa innecesariamente las relaciones con España, aliada natural de México en muchos campos, pero es un asunto menor, o si se quiere un daño colateral asumible, cuando los objetivos –polarización social y movilización política– tienen que ver con la política interior, no con la exterior. ~

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.

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estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.


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