Integrada por liberales atrasados, la convención de San Luis Potosí fue convocada con el fin de salvar lo que Bulnes llamaba “las instituciones que debemos venerar como reliquias sagradas que nos dejaron las almas de los ardientes liberales”. Para estas fechas el anticlericalismo era una cuestión, si no caduca, un tanto pasada de moda, pero bastante actual todavía para apasionar a la aburrida sociedad de provincia donde el fanatismo era siempre inflamable y respetable. Sin embargo, las autoridades potosinas no se opusieron a la celebración del conciliábulo liberal en su territorio, siempre que se respetaran las bases del régimen sin tocar al señor presidente quien, por su parte, toleraba las críticas académicas hechas a sus subalternos, los señores gobernantes, jefes políticos, obispos, etc., para darle tono de liberal a su administración. Además, el señor ingeniero Camilo Arriaga era gente decente, hijo de un amigo personal del general Díaz, exdiputado al Congreso federal, propietario de bienes raíces y bajo todos conceptos digno de confianza; los delegados, por su parte, eran discretos y, a pesar de mucha y muy acalorada oratoria anticlerical, los debates hubieran pasado a la historia tan inocuos como las discusiones de una mesa redonda de historiadores profesionales, a no ser por un escándalo que se coló entre los académicos de número, desviando la dirección y cambiando el carácter de la convención.
El intruso arremetió vehementemente contra Díaz y todas sus obras y terminó su intervención con una invectiva mordaz y agresiva; “porque la administración de Porfirio Díaz es una madriguera de bandidos”. Reprobado con un coro de protestas, el ponente contempló la convención potosina y reiteró sin inmutarse: “porque es una madriguera de bandidos”. Siempre recordó uno de los delegados la impresión que produjo en aquel momento. Joven, fornido, robusto de cuerpo y alma, impávido y tenaz, más que un intruso parecía un cazador que llegaba a casa teniendo agarrada la presa por el pescuezo y sacudiéndola sin soltarla; al clamor de las protestas y siseos respondió insistiendo: “Sí, señores, sí, porque la administración de Porfirio Díaz es una madriguera de bandidos.” Y la tercera vez el clamor de protestas volviose ovación de aplausos. Dominado por la tenacidad, arrastrado por su temeridad, los delegados se pusieron de pie, aclamando al orador, y al bajar de la tribuna en la sala corrió el nombre del agitador; sí, sí, Ricardo Flores Magón, el redactor de Regeneración. De su oración nadie recordó más que el reto, pero el reto todos lo recordaron y para siempre, porque fue el texto de su periódico de combate y la razón de su vida de luchas hasta el fin de sus días.
La intervención del agitador conquistó y comprometió a la convención; las autoridades complacientes de la víspera se volvieron contra los clubes liberales; el obispo de San Luis Potosí, de vuelta de París, excomulgó a los parroquianos; y la policía se fue en busca del botafuego, porque no fue esta su primera ofensa.
El nombre del agitador salió por primera vez en los registros de la policía en 1892, al caer preso el joven en el tumulto antirreeleccionista estudiantil, y en aquel entonces las autoridades no conocieron más que sus generales: Ricardo Flores Magón, nacido el 16 de septiembre de 1873 en San Antonio Eloxochitlán, distrito de Teotitlán del Camino, estado de Oaxaca; sus padres, teniente coronel Flores y Margarita Magón; su edad, dieciocho años; su ocupación, escandalizar. Nacido en el aniversario de la independencia nacional, Ricardo sabía que estaba predestinado a combatir al presidente Díaz por el problema de la tierra. Su padre era indio de raza pura y veterano de tres guerras –contra los americanos en 1847, contra los reaccionarios en la Guerra de Reforma, contra los franceses en la guerra patriótica de 1862 y 1867– y, por los servicios prestados a la patria reclutando y mandando un cuerpo de voluntarios indígenas, fue premiado por el presidente Juárez con una dotación de tierras que lo hubieran convertido en hacendado, de haberse quedado con ellas; pero nunca conoció ni reconoció otra forma de tenencia de la tierra que no fuera la propiedad comunal de los aborígenes, y, fiel a la tradición primitiva de que la tierra era de quien la trabajaba, cedió sus títulos de propiedad a sus hermanos de raza y cultivó la tierra madre con ellos. Venerado por sus vecinos y reconocido por los miembros de su tribu como su tata –su padre–, con ese título se contentó y se sabía feliz; pero también era padre de tres hijitos –Jesús, Ricardo y Enrique–, para quienes su mujer soñaba con un destino superior a la condición humilde a la cual los condenaba la abnegación de su padre. La madre, Margarita Magón, era una mestiza despierta e inteligente, hija de un artesano poblano, que el teniente coronel Flores conoció, cortejó y conquistó durante el sitio de Puebla en 1867, y que llevó como trofeo de guerra a su pueblo, donde ella se emparentó con la tribu con la misma lealtad que el tata. La tribu practicaba el comunismo primitivo y, casada también con sus costumbres, ella se había compenetrado ya del verdadero sentimiento de la propiedad comunal de la tierra –escribió Enrique–; y con su inteligencia natural, bastante desarrollada, vio el peligro que encerraba la división de la tierra para las virtudes innatas de la tribu. Vio cómo los jueces y leguyeros que don Benito Juárez mandó a la sierra para civilizar a mis hermanos de tribu, desde luego tomaron ventaja de la ignorancia de los indios y les pusieron trampas “legales” para despojarlos de lo que les pertenecía desde tiempos inmemoriales, la tierra, y esclavizarlos, haciéndolos trabajar, después, para el beneficio de los advenedizos. ¿Por qué –se preguntó– no educar a mis hijos para que contrarresten las artimañas y picardías de esos leguyeros, haciéndoles que estudiasen para licenciados?
En la Ciudad de México se radicó la familia quince años; los hijos crecieron, Jesús y Ricardo se fueron a la escuela, mientras la educación de Enrique quedaba a cargo de su padre en casa. Autodidacto, su padre había ignorado el español hasta la edad de quince años, pero dominaba la lengua con la determinación del indígena, conversaba correctamente, comenzaba a estudiar el francés y el inglés, y se había familiarizado con varias artes y ciencias, frecuentando los libreros de viejo y coleccionando una buena biblioteca de segunda mano. “Tenía la gran ventaja de un talento enorme y de ser sumamente estudioso”, según Enrique. “Ricardo heredó aquel talento; era el más inteligente, de los tres hermanos, Jesús le siguió de cerca, y yo… bueno, yo era regular.” Condiscípulos natos, padre e hijo estudiaron juntos y, pese a su modestia, Enrique sacó tanto provecho de la asociación que, cuando le tocó el turno de ir a la escuela, aventajó a sus camaradas y terminó seis años de instrucción primaria en tres; más aún, le resultó ventajosa la educación privada en casa porque su padre, añorando su vida pasada y repasándola a ratos perdidos, le dictó sus memorias, y el chamaco, estudiando a su tutor, no tardó en conocerlo de memoria.
Enrique era el cronista de la familia. Dotado de una memoria fenomenal, se preciaba de recordar cuanto le había pasado desde la edad de dos años y medio, y, como tenía también talento literario, no le fue difícil evocar la vida que llevaban con su padre y dejar constancia de la influencia fatal que este ejerció sobre sus hijos. Su padre Teodoro Flores era un hombre hondamente desilusionado de la vida: desarraigado de su tierra, trasplantado violentamente a la ciudad, incapaz de hacerse al ambiente hostil, encallado en los fétidos barrios bajos de la capital, se afligía en silencio, consumido por la nostalgia del paraíso perdido en Teotitlán del Camino; y día hubo en que, al salir de paseo con su padre, Enrique lo supo todo. En la calle encontraron a un antiguo conocido de su padre que, asombrado por la pobreza tan solemne y tan fácil de vencer, le preguntó qué le pasó y por qué no vendía esas tres grandes fincas rústicas en Oaxaca que le obsequió Benito Juárez; pero su padre contestó que no eran suyas, que la tierra era del que la trabajaba, que no tenía derecho a nada, no, señor, ¿ni a un elote?, no, señor, ni a un elote, y el señor aquel, dándole por indio tonto y loco rematado, se alejó expresivamente. Enrique aguzó las orejas, y camino a la casa suplicó al pobre de solemnidad que le tocó tener por padre que le diera razón de aquellas tres grandes fincas rústicas de las que hasta ahora no tenía noticias; y su padre prometió satisfacer su curiosidad, muy legítima por cierto, después de la merienda.
Pero, terminada la merienda, su padre guardó silencio, sin pronunciar una sola palabra de sobremesa y sin que su hijo se atreviera a molestarlo; parecía haberse olvidado de su promesa solemne y pasaron varias tardes sin que se resolviera a hablar, hasta que, al fin, una noche de tantas, levantada la mesa y alejada Margarita en la cocina, se puso de pie e invitó a sus hijos a salir a tomar el fresco en la azotea.
Para que todos ustedes comprendan lo que Enrique no ha entendido, voy a darles a ustedes y a pasarles las tradiciones y costumbres de vuestra tribu –comenzó diciendo mi padre–. ¿Qué es eso de tradiciones? –preguntó–. Tradiciones, en este caso, son las leyes no escritas que transmitimos, por palabra, de padre a hijo, para el mejor gobierno de nuestras tribus; costumbres que son nuestro modo de vivir y de conducirnos con los demás. Tras un corto silencio para mejor coordinar sus ideas, comprendí que no hablaba nuestro padre, sino el tata de la tribu, concretando su pensamiento de esa guisa. Entre nuestra tribu todo es de todos, menos las mujeres –dijo con voz reposada y grave–. (Frase misma que más tarde encontré en lugar inesperado, en la boca de san Tertuliano al decir: “Todo es común entre nosotros, excepto las mujeres.”) Tras breve interrupción quizá para que su primera frase penetrara en nuestros cerebros, prosiguió el tata: Las tierras, las aguas, los bosques, las casas, las bestias, bueyes y demás instrumentos y medios de trabajo son comunes entre nosotros. ¡Repítanlo! –ordenó–; y nosotros, como quien repasa una lección a viva voz del maestro, repetimos lentamente, para que mejor se grabasen sus palabras en nuestras mentes. Entre nosotros está prohibido coger más de lo que necesitamos –continuó sentenciosamente la grave voz del tata–. ¡Repítanlo! Todos y cada uno de nosotros debe respetar a sus mayores, a sus padres y a su tata, y tomar la palabra de ellos como palabra de sabiduría y ciencia. ¡Repítanlo! Es un delito grave apoderarse de lo que es propiedad de todos para su uso personal, como la tierra, de lo que otros trabajan, porque eso es de la tribu y no nada más de una sola gente. Todo es de todos, desde lo que Dios creó, como son las tierras, aguas y demás, hasta lo que nosotros producimos, ¡Repítanlo también! Todos somos hermanos: nadie tiene ventajas sobre nadie; nadie tiene autoridad sobre otros, más que los padres sobre los hijos, mientras estos llegan al uso de la razón. ¡Repítanlo!
Enrique tenía nueve años aquella noche, Ricardo once y Jesús casi trece y, como ninguno alcanzaba aún la edad de la razón, los tres repitieron el catecismo al unísono hasta que el padre se dio cuenta de que sus hijos cabeceaban respetuosamente.
Pero es que a Enrique se le cierran ya sus ojitos de sueño: y quiero que los tres aprendan bien nuestras tradiciones y costumbres. Quizás alguno de ustedes, al volver a la sierra, sea el tata de la tribu, porque tienen derecho a serlo, por ser hijos míos, y deseo que estén capacitados. Mañana seguimos. Váyanse a acostar.
Enrique caía ya de sueño, soñando en las tres grandes fincas rústicas que su padre tan escrupulosamente les quitaba.
Para la tercera noche el maestro encontró ya preparado el sitio, el dispositivo de las conferencias. Bajo el techo eterno “ya teníamos hecho el estrado de costumbre, hasta con un petatito de tula de colores para los pies, a guisa de alfombra” –igual que el padre eterno.
Mi padre sonrió ante nuestra previsión, se acomodó en su silla, nosotros también. –Contestaré a la pregunta que anoche me hizo Enrique. Todos tenemos derecho a vivir, porque todos hemos nacido iguales, encueraditos. Pero –insistió Ricardo, frunciendo su entrecejo de niño serio– supongamos de cuenta que alguno de la tribu coge más de lo que debe, ¿qué sucede? ¿Lo meten a la cárcel y le pegan de palos? –Nada de eso –contestó rápidamente mi padre, y siguió–: Ya olvidan ustedes que debemos respetar la vida y la libertad de otros. ¿Quién nos da derecho a matar a un hermano? ¡Y matarlo a sangre fría! ¿Quién? Él, como nosotros, tiene derecho a vivir. Por otra parte, solamente entre la gente que se llama de razón, hay esta costumbre mala de matar a otros… ¡peor que las fieras! –mi padre estaba indignado e hizo pausa para entrar en calma; y después–: Eso, por lo que respecta a matar. Nadie tiene derecho a matar a otro, sino en defensa de los suyos, o de los derechos y libertades de todos. En cuanto a mandar a la cárcel al culpable, tampoco lo hacemos. –Entonces, ¿cómo hace uno para castigar y corregir al que hace cosas malas? –preguntó Jesús–. Van a ver cómo. ¿Tú y Ricardo que están en la escuela, saben lo que es la muerte civil? –Sí –contestó Ricardo–: que no le hable a uno nadie y todos lo vean con desprecio.
Pues bien, la muerte civil era la única que se usaba en la sierra y en la sierra el ostracismo era mortal. Aquí se suspendió el diálogo, pues Jesús comenzaba a roncar, y el padre eterno lo recogió en sus brazos y lo llevó a la cama.
Por cinco noches seguidas sus muchachos escucharon con piedad filial lo que su tata llamaba las cinco lecciones fundamentales de democracia 100% y aprendieron la lección para toda la vida. Mucho antes de conocer las doctrinas del comunismo, del socialismo, del anarquismo, o de la fraternidad humana, bebieron sus esencias de los labios del autor de sus días, sentados a sus pies en la azotea de su casa de vecindad bajo la bóveda celeste, y soñando despiertos en el paraíso terrenal que su padre abandonó quién sabe por qué; ahí se compenetraron por primera vez y de una vez para siempre de su credo y aceptaron sin discusión los artículos de su fe, y la confianza idílica que les impartió entonces inspiró todas sus actividades futuras. Para Ricardo y Enrique las consecuencias fueron fatales, pues los dos dedicaron sus vidas a la misión de trasplantar los principios del comunismo primitivo practicado en un remoto pueblo de la sierra de Oaxaca al complejo mundo moderno en cuyo seno los echó la sabiduría de su madre para defender a sus hermanos de raza.
Las cinco lecciones de democracia pura que nuestro padre nos dio –escribió Enrique–, nos hicieron concebir una organización social que daba a todos el derecho a la vida, el de ser libres y felices, al grado de que entre ellos no existieran ni pobres, ni ricos, ni ladrones, ni rateros, ni jueces, cárceles o alguaciles, viviendo todos en un plan de justicia, libertad y equidad, pacíficamente, fraternalmente, en paz y con la conciencia tranquila. Nuestra horrorosa casa de vecindad, en cambio, nos hizo ver el reverso de la medalla: una miseria espantosa, mugre, abandono, injusticia, esclavitud y sus consecuencias eternas de hambre, entre los miserables esclavos que vegetaban en aquel antro de la injusticia social de un sistema inicuo que se basa en el acaparamiento de todo por unos cuantos y que deja a las inmensas mayorías en el más doloroso abandono. Y en ese antro horrendo que casi me sirvió de cuna, puesto que a él llegué cuando tenía solamente dos meses de nacido, fue donde se forjaron nuestras almas sedientas e idealistas, porque no nos dominó la fétida vecindad, ni el degradante medio de la miseria, ni el maleante ejemplo que en ella recibimos desde nuestra más tierna edad; por el contrario, nos tocó la suerte de tener el plumaje bello de las aves de Díaz Mirón que cruzan el pantano y no se manchan. Allá es donde Ricardo y yo vimos la miseria cara a cara y sus efectos desastrosos en los seres humanos. Esta horrenda vecindad –cuyo tipo predomina aún por nuestros barrios bajos para vergüenza y desprestigio de México– fue, en parte, lo que nos animó a luchar por la emancipación social y económica de nuestros desventurados hermanos de cuna.
A la educación paternal siguió de cerca la del vecindario, los barrios bajos lo prepararon para la vida urbana y los tutores eran rudos.
De esas luchas callejeras nació un guerrero. Cuando se fue a la escuela, Enrique aprovechó la experiencia ganada en su calle para dirigir los combates entre colegios circunvecinos. Y la guerra callejera no detuvo sus progresos en la escuela. Aunque Ricardo era el más inteligente de los tres hermanos, no era el más estudioso y días hubo en que su padre, al saber que había perdido seis meses de clases haciendo novillos, desabrochó la correa, creyendo, como militar que era, que la disciplina entra con sangre, y los hermanos, corriendo al socorro del culpable, cogieron su parte del castigo. Enrique, en cambio, se llevaba las mejores calificaciones en la escuela y sobresalió en sus clases, gracias a la educación superior impartida por su padre; lo que le valió como premio su primer encuentro con el general Díaz. Al terminar el año escolar, el presidente premiaba a los alumnos de mérito sobresaliente en una ceremonia pública celebrada en la Alameda ante numerosa concurrencia; entre los premiados iba Enrique y, al oír su nombre, subió corriendo al estrado y recibió no solo un lote de libros, sino una distinción personal. Reconociendo su apellido paternal, el señor presidente preguntó amablemente por su padre, invitándolo a pasar a palacio o a su casa donde tendría mucho gusto en recibirlo por ser hombre de mérito sobresaliente, y sacando su bolsa obsequió al hijo una sonrisa y un billete de diez pesos para sus dulces. ¡Hijo! ¡Hijo! Enrique voló a casa con el recado; pero su padre rechazó, indignado, la invitación y, mirando al hijo condecorado con dulces, dijo solemnemente: “Ese hombre nos engañó. Fuimos a la revolución por él; muchos murieron en campaña y otros más salieron heridos y mutilados para elevarlo al poder, y, una vez encumbrado, hizo todo lo contrario de lo que ofreció, como político chicanero y sinvergüenza que es, asesinó, se reeligió y hasta se puso del lado de los frailes. ¡Y busca ahora comprarnos! ¡No voy! ¡Yo no voy!” Su mujer convino y reconvino con él diciendo: “Tal vez te quiere para gobernador de Oaxaca. Muy bien sabe quién eres y capaz para un puesto como ese…” Pero el pobre padre de familia se puso furioso y se negó terminantemente a tratarlo. “¡No! ¡No! ¡No quiero ser cómplice de la burla y escarnio que ha hecho y está haciendo de todo ese pueblo que ha confiado en él! ¡No quiero que me vuelva a dar atole con el dedo! ¡No! ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca!” Y siguió negándose, aunque nadie insistiera.
Año tras año, Enrique recibió el mismo premio, la misma invitación del presidente, y la misma respuesta colérica de su padre.
El aborrecimiento de mi padre por el régimen de Porfirio Díaz estallaba casi todos los días. Una noche, cuando nos sentamos cerca del brasero, frunció el ceño y me dijo: Enrique, ¿tú sabes quién es el Cahuantzi? –No, papá. Miró a Jesús. –Y tú, ¿qué sabes de Cahuantzi? Jesús se rascó la cabeza y miró en el vacío. –Nunca he oído hablar de él. –¿Y tú, Ricardo? –Sí, papá, según los muchachos en la escuela, es gobernador de Tlaxcala. –Es verdad. Y ¿qué más te dijeron de Cahuantzi? –Pues, me dijeron que alguien le preguntó por qué no hacía más escuelas en su estado y él contestó: ¿Para qué? Mírame, nunca aprendí a leer y escribir y soy gobernador de Tlaxcala. –Bien lo creo –contestó mi padre, contemplando la cara de Ricardo, encendida al rojo vivo como el brasero–: don Porfirio le deja robar y esquilmar a su pobre pueblo como le da la gana y lo hace el sinvergüenza, ¡hasta no poder más! Y con su poderoso puño golpeó el brazo del sillón. –Cuidado, Teodoro, cuidado, el sillón cuesta dinero –avisó mi madre. –Sí, Margarita, sí –convino y siguió golpeando el sillón. –Esta bestia de Díaz ha hecho gobernadores a otros analfabetos, y todos tan corrompidos como Cahuantzi. ¡Y algunos son también asesinos, como Atenógenes Llamas! –Y amonestándonos con el dedo, dijo: ¡Oigan! Les voy a decir cómo ese malvado vino a ser gobernador de Zacatecas. Uno de mis amigos íntimos era el general Trinidad García de la Cadena. Era candidato a la presidencia en contra de Porfirio Díaz. Todas las clases de la sociedad, ricas y pobres, lo apoyaban con entusiasmo. A Díaz eso no le gustó. ¿Qué hizo entonces? Ordenó a Llamas matar al general y recompensó al asesino con el gobierno de Zacatecas. Vivimos malos tiempos –refunfuñó y enmudeció. ~
Fragmento de Hacia el México moderno: Porfirio Díaz, tomo II, originalmente publicado por el FCE en 1973.
(Nueva York, 1890-Ciudad de México, 1969)
fue autor de libros históricos, entre ellos Juárez y su México
(1947). Hacia el México moderno: Porfirio Díaz fue publicado
póstumamente