Hace poco vimos, en la televisión, una imagen que no conocíamos de Maradona: gordo, desparramado, balbuceando frases incomprensibles que trataban de esconder la figura de un ídolo caído. Las reacciones ante tal cuadro no fueron menos sorprendentes: la prensa no sabía qué decir —algunos minimizaban el drama mientras otros buscaban ávidamente noticias para vender—, futbolistas que clamaban ayuda médica para el compañero, justicieros a favor de la cárcel y especialistas explicando que la única solución era el transplante de corazón. Inevitablemente, las piernas del futbolista dejaron de hablar por él; ahora su adicción lo gobierna.
Diego Armando Maradona surgió en el vértice de dos esquizofrenias irrefrenables: el aspecto religioso que tiene el futbol para los argentinos y la venta mercantilista que gobierna, sobre todo estas dos últimas décadas, a este deporte.
Por una parte, desde el apoyo casi dictatorial del peronismo a los héroes deportivos, el futbol argentino, de por sí germen de fanatismo, entró en una dinámica desorbitada con los militares en la segunda mitad de los setenta. Sin partidos políticos, sin derecho de reunión, el balompié se revistió de una simbología, dirigida desde el poder, donde la identificación grupal no estaba prohibida y cuyos voceros —el sistema periodístico— jugueteaban en la dualidad de ser verdaderos guías espirituales y, al mismo tiempo, ministros publicitarios de la dictadura militar. Como sentenció Manuel Vázquez Montalbán: “el futbol es una religión laica, quizá hoy sustituto de las utopías”, y en Argentina esto se comprueba de manera total.
Desde su nacimiento deportivo, Maradona fue carroña para los buitres del poder en turno: los militares salientes quisieron apoderarse de su pase desde el Argentinos Juniors y aplazaron su salida al extranjero, y Ménem lo nombró “embajador deportivo”, defendiéndolo luego del escándalo en Estados Unidos y propiciando su recontratación con Boca Juniors gracias a capitales importantes apegados al presidente. Además está su extraña cercanía, casi enamoramiento, con ese oscuro personaje próximo al tráfico de drogas y a las cúpulas políticas que es Guillermo Coppola. Todo esto interviene, además de su inevitable figura de lumpen representante de las minorías ignorantes triunfando desde abajo, lo mismo en Argentina que en Italia, para que en Maradona se establezca un paradigma dual, muchas veces irreconciliable, entre la persona y el ídolo, como si se consumiera con su propia obra.
Por otro lado, el gran aparato del futbol está muy bien cimentado: el inmenso poder de la FIFA, la prensa voraz comandada por la televisión y la gente ávida de falsas esperanzas en un mundo hueco. No es casual que Havelange dijera que con la caída del bloque soviético sólo quedaban dos potencias en el mundo, Estados Unidos y la FIFA.
Ahora, mientras lo vemos chapoteando en la clínica de Cuba, la televisión se regodea con su caída, Fidel Castro se aprovecha de su imagen y Joseph Blatter se atreve a sentir lástima. La persona se irá para siempre, mas su imagen actual no será capaz de nublar su zurda prodigiosa inventando jugadas impensadas, su sabiduría en un equipo lleno de obreros sin mucho talento, su capacidad de detener el tiempo para luego romperlo: “el último genio”, como lo definió Beckenbauer. El periodista argentino Dante Panzeri dijo: “Si el futbol más hermoso es la dinámica de lo impensable, en Maradona halló un intérprete genial”. Y eso no lo vamos a olvidar. –
Como escritor, maestro, editor, siempre he sido un gran defensa central. Fanático de la memoria, ama el cine, la música y la cocina de Puebla, el último reducto español en manos de los árabes.