Reforma electoral: el atajo oficial y el camino necesario

Si queremos redirigir la democracia mexicana hacia reglas limpias y competitivas, debemos intervenir la ruta del dinero. A diferencia de la demagogia oficialista, este texto ofrece propuestas concretas para combatir los vicios que distorsionan la voluntad popular.
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El 4 de agosto de 2025, la presidencia publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto que crea la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral. Su objetivo es convocar al público a opinar sobre “la reforma electoral conveniente para México”, realizar estudios y análisis y elaborar propuestas. Su vigencia llega, salvo que la propia mandataria disponga lo contrario, hasta el 30 de septiembre de 2030. El decreto prevé que la comisión pueda invitar a actores externos –academia, organismos autónomos y sociedad civil–, pero esos participantes únicamente tendrán derecho de voz, no de voto. Es decir, el diseño final queda en manos de un núcleo decidido desde el ejecutivo.

La integración refuerza ese sesgo: Pablo Gómez, Rosa Icela Rodríguez, José Antonio Peña Merino, Ernestina Godoy, Lázaro Cárdenas Batel, Jesús Ramírez y Arturo Zaldívar. Cuadros todos cercanos al poder.

A propósito de ello, conviene subrayar un dato histórico que ayuda a leer la coyuntura que vivimos hoy: Pablo Gómez integró la primera generación de diputados de representación proporcional gracias a la reforma electoral de 1977 que gestó esta figura política. Que sea él quien ahora encabece los trabajos para reducir o incluso eliminar esa misma figura añade una ironía política y un símbolo: la reforma que se bosqueja pretende “corregir” el andamiaje de representación construido en los últimos 45 años.

Finalmente, el encuadre político: a diferencia del ciclo de reformas electorales desde mediados de los noventa –que, con todos sus claroscuros, se caracterizó por buscar amplios consensos–, la actual iniciativa nace desde el ejecutivo con una mesa cerrada y una mayoría legislativa proclive a “ejercer su fuerza”. ¿Hacia dónde apunta la reforma impulsada desde el poder?

En conferencias matutinas, Claudia Sheinbaum ha repetido tres mensajes que, en apariencia, moderan el trazo de la reforma. Ha prometido “mantener al INE como organismo autónomo”, pero insiste en adelgazarlo. También ha planteado, si bien no eliminar, sí modificar la figura de las diputaciones plurinominales para que “vayan a territorio” a hacer campaña. Finalmente, ha aseverado con incomodidad que los partidos “reciben mucho dinero”. “Queremos elecciones limpias y democráticas, pero sin tanto recurso público destinado a la burocracia partidista”, señaló. La última ventanilla de aire democrático podría cerrarse mucho antes de lo que prevé el calendario legislativo.

Pablo Gómez, por su parte, ha fijado con nitidez las prioridades reformistas en algunas entrevistas a medios: revisión del fuero o inmunidad procesal parlamentaria, eliminación de diputaciones plurinominales, desaparición de los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE) y tribunales locales, revisión de la forma de elección de las consejerías electorales del INE, entre otros. Y, de cara a la táctica parlamentaria, adelantó que la reforma “no será producto de camarillas”, sino del uso de la mayoría de la que gozan. El mensaje es inequívoco: la aprobación de la reforma no dependerá de consensos políticos. Al menos no de aquellos que provengan de actores que no sean los aliados legislativos de Morena en el Congreso.

Hasta aquí, el programa suena, con sus debidos matices, a la continuidad de los “planes” ensayados en la legislatura anterior: centralizar la organización de elecciones, compactar estructuras electorales, recortar tiempos y recursos, y recomponer (si no eliminar) algunas reglas de representación. El repertorio –que entre otros aspectos incluye elegir consejeros del INE y magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) por voto popular– está otra vez sobre la mesa.

El problema es lo que no está sobre ella. Si uno se pregunta por qué la democracia mexicana de hoy cruje, la respuesta rara vez es “porque hay demasiadas diputaciones plurinominales” o porque “el INE cuesta mucho dinero”. Lo que corroe el ecosistema político son otros elementos: la liquidez paralela que alimenta las campañas, el intercambio de aportaciones por contratos, obra y permisos y el uso clientelar de programas sociales. Reducir plurinominales o recortar prerrogativas no toca ese subsuelo: no desmantela el clientelismo ni neutraliza la simbiosis entre donadores y gobiernos. Tampoco elimina el financiamiento criminal de campañas políticas.

Aun si algunas medidas de ahorro fueran deseables, el riesgo de la narrativa de la “austeridad republicana” en el terreno electoral significa confundir el sobrecosto con el corazón del problema. Un árbitro barato pero corto de herramientas puede salir más caro que uno robusto con más presupuesto. Si no se abordan las raíces del problema, el ajuste electoral es solo estético.

La paradoja es, además, política. La actual administración ha anunciado consultas para legitimar el rumbo. Empero, al mismo tiempo, ha dejado claro que, si el consenso necesario para la aprobación de la reforma electoral no aparece, la mayoría lo suplirá. Ese doble movimiento ha sido descrito con precisión: escucha sin dialogar, consulta sin negociar.

Si el objetivo es redirigir la democracia mexicana hacia reglas limpias y competitivas, hay que intervenir donde ocurren las distorsiones: el dinero y sus incentivos. La agenda reformista pendiente –sistematizada por Integralia Consultores y otros especialistas– apunta ahí: cambiar la aritmética del costo/beneficio de promover, aceptar o encubrir financiamiento ilegal de campañas; hacer trazable el flujo de recursos que termina aceitando campañas y acabar con el uso clientelar de programas sociales. A diferencia de la ruta trazada por el oficialismo, estas propuestas no se centran en “adelgazar” instituciones, sino en quitarle oxígeno al circuito que compra, condiciona o deforma la voluntad popular. A continuación incluyo una síntesis parafraseada de esos ejes.

1. Reorientar la fiscalización electoral hacia el rastreo del dinero real. Hoy, buena parte del modelo del INE descansa en reportes que presentan partidos y otros actores políticos: expedientes que pueden estar incompletos o maquillados y que, por definición, no captan pagos en efectivo para movilización, cobertura informativa y operación territorial. La fiscalización debe salir de ese perímetro y conectarse con inteligencia financiera y auditorías en todos los niveles para identificar triangulaciones, irregularidades y empresas fantasma. Es decir, se requiere un tablero único donde se cruce gasto local, proveedores, sobreprecios, socios y contratos. Con esa inteligencia entre distintas autoridades de gobierno, no solo se sanciona ex post, sino que se disuade ex ante.

2. Volver inciertos (y poco rentables) los beneficios de donar ilegalmente. Mientras siga vigente la expectativa de que quien aporta recursos recibe contratos, obra o permisos una vez ganada la elección, donar será visto como una inversión en el corto, mediano o largo plazo. Se debe transparentar y auditar la asignación de obras y servicios: padrones de proveedores, historiales de adjudicaciones y contratos, variaciones entre presupuesto y costo final y vínculos societarios. Con plataformas nacionales de seguimiento de permisionarios y contratistas, la probabilidad de “cobrar favores” cae y el incentivo para apostar dinero opaco disminuye. Esa lógica de cambiar la expectativa de retorno puede ser más efectiva que elevar multas con pagos improbables.

3. Voto obligatorio: desactivar la aritmética del clientelismo. El clientelismo es rentable cuando vota relativamente poca gente. Con participaciones del 55-65%, condicionar programas sociales con lealtades políticas futuras puede rendir frutos. En ese sentido, si la tasa de participación electoral sube al 80%, esa matemática se rompe: el costo marginal de “comprar” votos aumenta y la incertidumbre arruina la estrategia de movilización. Varios países latinoamericanos ofrecen mecanismos graduales, como convertir el voto en un requisito para realizar trámites oficiales, que se pueden implementar en el contexto mexicano.

4. Listas abiertas para representación proporcional (voto preferente). Mantener la representación proporcional pero abrir las listas de candidaturas al elector. Así, el electorado vota por un partido y, dentro de él, marca a su candidatura preferida. Los escaños se reparten primero entre partidos y después por preferencias ciudadanas, no por el orden fijado desde la dirigencia de los partidos. Con ello, se pueden salvaguardar tanto la paridad de género como las acciones afirmativas al momento de asignar escaños. El incentivo cambia: entrar por medio de la representación proporcional depende de convencer a votantes informados, y no de la venia cupular.

5. Acciones contra el nepotismo en candidaturas, nóminas y contratos. Prohibir que familiares de cualquier grado sucedan o compitan en la misma demarcación durante los dos o tres ciclos electorales posteriores. Obligación de declarar vínculos (parentesco y societarios) en postulaciones y en órganos que eligen candidaturas, con inhabilitación de funciones o pérdida de registro si se oculta la información. En cuanto a contratos, se podrían implementar reglas que impidan contratar, promover o supervisar a familiares en la misma línea jerárquica. El resultado de ello sería incrementar el costo y disminuir el retorno del nepotismo. Con ello se corta de raíz la colonización familiar de candidaturas y presupuestos. ~


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